El Oro de Mefisto (25 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Eva Braun estaba tan nerviosa que cuando tuvo que firmar el certificado, comenzó a escribir su apellido, para acto seguido tachar la letra B y escribir «Eva Hitler, nacida Braun». A continuación, se retiraron a sus habitaciones y esperaron. Pasada una media hora, Martin Bormann tocó la puerta levemente con los nudillos.

—Mi Führer, ha llegado la hora —dijo.

—Antes quiero hablar con el capitán Baur y el piloto Betz.

—Sí, enseguida,
mein Führer
—respondió el secretario.

Cuando los dos pilotos de la Luftwaffe entraron en el dormitorio de Hitler, comprobaron que éste se había cambiado de ropa. Se había quitado el uniforme y se había desprendido de las insignias del partido. Eva Braun, sentada en un sofá de tela floreada, también se había cambiado. Aquello extrañó a Baur. La señora Hitler vestía pantalones y botas militares y en su mano tenía una gorra reglamentaria de un regimiento de montaña. El Führer llevaba puesta una camisa a cuadros, un grueso jersey de lana, unos pantalones de franela gruesa y una chaqueta bávara.

Cuando entraron los dos militares, Hitler se levantó y le cogió las manos a Baur, le dio las gracias por su fidelidad de tantos años y, tras darle un pequeño discurso sobre la cobardía y la traición, le pidió un favor.

—Mañana pondré fin a mi vida, igual que la señora Hitler, aquí presente. El destino lo ha querido así. Quiero pedirle, una vez que eso ocurra, que se ocupe de que nuestros cadáveres sean incinerados. Nuestros restos no pueden caer en manos de esos cerdos.

—Se lo prometo, mi Führer… —dijo Baur antes de intentar convencer a Hitler para que abandonase la ciudad, al igual que horas antes lo había intentado Magda Goebbels, la esposa del ministro de Propaganda—. Le necesitamos, mi Führer. Hay decenas de aviones esperando su decisión. Tenemos aviones escondidos con capacidad de vuelo de once mil kilómetros. Pueden llevarle a un lugar seguro en un país árabe, en Sudamérica o en Japón…

Hitler interrumpió al piloto, declinando su oferta.

Poco después, un silencio absoluto reinaba en el búnker cuando cinco siluetas, dos mujeres y tres hombres, abandonaban el recinto en el manto de la noche para dirigirse hacia la Unter den Linden. Los cinco caminaban muy juntos a paso ligero a pesar de que uno de ellos lo hacía con cierta dificultad. De vez en cuando, éste daba un traspiés, pero era levantado casi en volandas por los dos oficiales de las SS que los acompañaban. Uno de ellos era Erich Kempka, el chófer de Führer.

Curiosamente, los bombardeos sobre la Ciudadela se habían reducido, pero el olor a carne quemada se mezclaba con el fuel de los tanques alcanzados por los proyectiles soviéticos. Los tres hombres y las dos mujeres corrieron a lo largo de la Wilhelmstrasse, en dirección norte.

—Un momento. Silencio —dijo uno de los SS.

Una patrulla del ejército soviético se aproximaba hacia ellos. Antes de que reaccionasen, una unidad de la Volkssturm consiguió abatir a todos los soldados rusos.

—Por aquí, por aquí… —gritó uno de los adolescentes que formaban parte de la unidad alemana.

Hanna Reitsch reconoció el rostro del adolescente como uno de los que la habían escoltado hasta el búnker la noche en la que había conseguido aterrizar junto al general Ritter von Greim en el eje este-oeste.

—Hola, ¿te acuerdas de mí? —preguntó la famosa aviadora.

—¡Oh, sí, sí, por supuesto!

—¿Donde están tus compañeros?

—Muertos. Atacaron un T-34 en el Tiergarten. Consiguieron destruirlo, pero murieron.

Reitsch, Kempka y el resto del grupo observaron a aquel adolescente con la experiencia de la guerra, el combate y la muerte reflejados en su rostro. Tras un breve silencio, Reitsch tomó la palabra.

—Necesito que nos lleves hasta el avión que os pedí que protegieseis.

—Esa zona ha sido muy castigada y las patrullas bolcheviques se acercan a la Puerta de Brandenburgo. Es difícil llegar hasta allí. Casi imposible.

En ese momento, uno de los hombres que había permanecido con el rostro escondido bajo el ala de un sombrero, encorvado y cubierto por un pesado abrigo de campaña, dejó ver su rostro.

—¡Oh, Dios mío!
Heil, mein Führer
! —exclamó el joven mientras se ponía firme y levantaba el brazo para realizar el saludo del partido.

—Si no quieres que nos maten a todos, es mejor que bajes el brazo —recomendó Kempka—. Necesitamos llegar hasta el avión, jovencito.

—Sí, señor, ahora mismo. Síganme.

Las cinco personas que habían conseguido escapar del búnker eran ahora guiados por un adolescente que no pasaría de los dieciséis años. El gran Führer, el gran dirigente del Tercer Reich, el conquistador de naciones, el exterminador de pueblos enteros era guiado por un Berlín en llamas por un niño con un uniforme grande, un casco que se ajustaba a base de papeles de periódicos y trapos, armado con un lanzagranadas y una ametralladora MP-40. Tal vez ese joven era ya lo único que quedaba a los ojos de Hitler de aquel glorioso ejército que había conquistado en pocas semanas Polonia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Luxemburgo, Holanda, Rusia, Francia, Yugoslavia, Grecia o el norte de África.

El grupo acortó por la Französische Strasse, atajando por diversos patios interiores de edificios que habían dejado de existir. Al girar en Charlottenstrasse, se topó con dos soldados de infantería colgados de una farola.

—No se preocupen, eran traidores que querían abandonar su puesto —dijo fríamente el joven mientras escupía en el suelo en señal de desprecio.

Finalmente, los cuatro hombres y las dos mujeres llegaron hasta el lugar donde supuestamente debía encontrarse el Fieseier Storch con el que había aterrizado Hanna Reitsch en Berlín.

—¡Dios mío! El avión no está —exclamó la aviadora.

—No se preocupe, señorita. Lo hemos puesto a buen recaudo —dijo el joven—. Lo hemos escondido dentro de la catedral francesa de la Friedrichstadt. Nadie lo ha tocado. Ha permanecido siempre vigilado.

En plena oscuridad, el grupo escuchó una voz.

—¿Quién va? —preguntó un miembro de la unidad alemana que no superaba los catorce años.

—¿Quien va a ser, estúpido? Soy Stalin dándome una vuelta por Berlín. Soy Hans y vengo con cinco amigos a los que debemos ayudar.

Al entrar en la catedral francesa, los evadidos del búnker observaron el avión en pleno centro del templo. Los miembros del Volkssturm lo habían trasladado hasta allí para mantenerlo intacto de las bombas soviéticas.

Entre los miembros de la unidad y los dos SS empujaron el ligero aparato, situando su morro en dirección oeste y evitando golpear algún árbol con las alas.

—Déjeme subir primero. Debo comprobar el arranque del motor —pidió Reitsch a Kempka—. Una vez que vean que he conseguido poner en marcha el motor, acompañen al Führer y a la señora Hitler hasta el avión.

Durante unos segundos que parecieron horas, Reitsch intentó arrancar el pequeño avión. El ruido del arranque parecía incluso que superaba el sonido de las piezas de artillería y de las fuertes explosiones de los cohetes que impactaban ya en la cercana catedral de Berlín y en el Lustgarten.

—Por favor, arranca, arranca… ¡arranca, maldito! —gritó Reitsch. En ese momento el motor Argus del Fieseler Storch comenzó a vibrar y a lanzar nubes de humo negro y la hélice se puso a girar sobre su eje.

—¡Suban, suban rápido! —gritó la aviadora al grupo, que estaba esperando en una zona apartada por si el avión era alcanzado.

Erich Kempka llevaba casi en volandas al Führer, aún cubierto con el abrigo. Eva Braun, mucho más ligera de ropa, seguía de cerca protegida por el segundo SS.

—Mi Führer, el avión es muy pequeño. Tendrá que sentarse en el suelo. Señora, usted va a tener que tumbarse en la parte trasera si es que quiere que despeguemos sin contratiempos. Tengo poco terreno para levantar vuelo y necesito nivelar el avión —dijo la piloto.

Poco a poco, el avión, con sus casi quince metros de envergadura y diez metros de largo, comenzó a rodar hacia el centro de la avenida, mirando hacia la Puerta de Brandenburgo. Una vez detenido, Reitsch comenzó a elevar las revoluciones hasta alcanzar la potencia necesaria para el despegue.

La aviadora soltó los frenos y comenzó a ganar velocidad en plena oscuridad. Su pensamiento estaba tan sólo en no encontrarse con un obstáculo en el centro de la Unter den Linden en, al menos, los sesenta y cinco metros que necesitaba para despegar. De repente, oyeron varios disparos de armas ligeras en dirección al avión cuando éste ya había conseguido separar sus dos ruedas del suelo y comenzaba a ganar altura.

—Vamos, precioso, vamos, precioso, vamos, precioso, sube, sube, sube… —iba gritando Reitsch mientras tiraba de los mandos para ganar mayor altura.

El alto mando en el búnker le había comunicado que más allá de la Puerta de Brandenburgo los soviéticos combatían ya contra la 11ªDivisión SS Nordland, que defendía el Reichstag con uñas y dientes. Nada más sobrevolar la cuadriga que coronaba la Puerta de Brandenburgo, el pequeño aparato realizó una brusca maniobra para dirigirse en dirección sur. A Reitsch le sorprendió la tranquilidad que mostraba la señora Hitler y el continuo temblequeo que sufría el Führer. En la oscuridad de la noche, con la única luz de los incendios, el Fieseler Storch, con los dos importantes pasajeros a bordo, fue alejándose de un Berlín a punto de caer.

En el búnker reinaba un silencio opresivo. La vida continuaba a un ritmo lento, esperando a ver cómo iban desarrollándose los acontecimientos y alterando la vida de los allí reunidos. Repartidos por las diferentes estancias, había grupos de personas, civiles y militares, aisladas, en grupo o esperando algo que no iba a llegar.

—¡Misch! —gritó Bormann al escolta de Hitler.

—¿Sí, Herr Reichleiter?

—Tráigame a Beisel. Dígale que deseo verle y que quiero que se ponga uno de los uniformes que se le han entregado. La señorita Kauffman tiene que estar también preparada.

—Sí, Herr Reichleiter. Enseguida… —respondió el escolta.

Al salir de la habitación de Bormann, Misch buscó en la cantina a Högl.

—El ministro Bormann ha ordenado que le llevemos al señor Beisel y a la señorita Kauffman.

—Entendido —respondió Högl.

Los dos hombres de las SS recorrieron el búnker para llegar hasta la zona más alejada, donde se habían instalado Katherina Kauffman y Ferdinand Beisel.

—¿Señorita Kauffmann? Soy el jefe superior de unidad de asalto Högl. Ya puede acompañarme. No tenga miedo y sígame.

—¿Nos van a sacar de aquí? —preguntó la joven.

—Sí, señorita —mintió Högl—, pero antes debe usted hacer una gran acción por el Reich.

—¿De qué se trata?

—No se preocupe. El ministro Bormann se lo explicará.

A Katherina le recorrió un temblor por el cuerpo al recordar su encuentro en la Cancillería con el secretario Bormann aquel día de 1940. Aún lo recordaba. Todavía podía recordar el olor a sudor que desprendía el secretario de Hitler cuando la estaba violando.

En mitad del pasillo, Högl y Kauffman se encontraron con Misch y Beisel, que se dirigían también a la estancia de Bormann. A Kauffman le sorprendió ver a Hitler de tan buen humor. Ignoraba que era un doble.

—Señor Beisel, señorita Kauffman… ha llegado la hora de servir al Reich. Durante unos días deberán ustedes hacerse pasar por el Führer y por su esposa Eva Braun… —sentenció el secretario.

Beisel miró a la joven por detrás.

—Me gusta. Me gustan las mujeres rollizas. ¿Podré acostarme con ella?

Bormann mostró su cara de desagrado ante Beisel.

—No. En el búnker deben guardar las formas. Nadie, excepto unos pocos, sabe que están ustedes aquí.

La joven secretaria descubría por fin el motivo por el que había sido protegida por la Cancillería durante tantos años. Se parecía demasiado a la compañera de Adolf Hitler. A Eva Braun.

—¿Cuánto tiempo deberemos permanecer en el búnker? —preguntó.

—El necesario para hacer su papel. No se preocupe. Una vez que lo haga, podrá abandonarlo sin problemas. Se lo prometo. Uno de mis hombres la acompañará hasta una zona segura fuera del alcance de los rusos.

—¿Cuál es exactamente el servicio que debo hacer para el Reich? —preguntó la secretaria.

—Como ya le he dicho, debe usted hacer de Eva Braun durante unas horas. Después, como le he prometido, podrá abandonar el búnker.

—¿Sólo eso?

—Sólo eso —respondió Bormann.

Beisel, vestido con uno de los uniformes del Führer, se mostraba decaído, tal vez por la fuerte resaca que sufría.

—¿Y yo cuándo podré abandonar este maldito lugar?

—Igual que la señorita Kauffman, cuando haga usted ese servicio al Reich. Será esta misma noche. Si todo está a punto, esta misma madrugada ambos podrán abandonar el búnker.

—¿Cuánto cobraremos por este servicio? —preguntó Beisel.

—Les entregaremos una cantidad determinada de diamantes sin tallar y dos mil dólares americanos a cada uno. No podrán decir nunca nada a nadie de lo que ha sucedido aquí. ¿Me han entendido ambos?

Kauffman y Beisel movieron la cabeza afirmativamente. Ambos guardarían el secreto.

—Acompañe a la señorita Kauffman hasta las habitaciones de la señora Hitler —ordenó Bormann a Högl—. Usted, Beisel, permanecerá aquí conmigo hasta que yo lo indique.

—Sígame —ordenó Högl a la joven secretaria del Ministerio de Propaganda.

Högl iba acompañado de Kempka, el chófer del Führer, y de Linge, el edecán de Hitler.

—Aquí es, señorita Kauffman —dijo Högl invitándola a entrar.

En el pequeño salón situado entre el dormitorio de Hitler y el de Eva Braun había un pequeño sofá junto a una mesa baja y, al lado, un sofá de tres plazas.

La joven sintió una mano fuerte que la agarraba bruscamente por detrás. Era Högl. Katherina pensó que la iba a violar, pero nada más alejado de la realidad.

Kempka la sujetó por las piernas mientras Högl le tapaba la boca con el fin de que el resto de personas concentradas en el búnker no escuchasen sus gritos.

—Ábrele la boca —ordenó Linge a Högl.

—Por favor, suéltenme, suéltenme, por favor… —fue lo único que llegó a decir la joven, pero nadie la escuchaba ya.

Linge se sacó del bolsillo una pequeña cápsula y se la colocó a la joven entre los molares. Högl le cerró fuertemente la boca, provocando que la cápsula, que contenía ácido prúsico, se rompiera. En cuestión de segundos, el cuerpo de la joven comenzó a convulsionarse mientras aparecía en su boca una espuma de color azulada. Segundos después estaba muerta.

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