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Authors: Eric Frattini

El Oro de Mefisto (38 page)

BOOK: El Oro de Mefisto
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—¿Es que pensaba que iba a mantener relaciones sexuales con usted? —replicó el magnate francés—. A mí me sobran las mujeres y jamás me acostaría con usted. Usted, doctora Oberhaser, es tan sólo un arma más de Odessa, y sólo eso. No se equivoque.

—Bien, Herr Lienart. Entonces…

—No hable y escuche. Parece usted una mujer atractiva debajo de ese vestido roñoso, de ese abrigo sin gusto, de esos zapatos desgastados de militar y de ese sombrero ridículo. Haré de usted un arma peligrosa, implacable y despiadada. Usted, señorita Oberhaser, será una poderosa arma en manos de la Hermandad, pero recuerde siempre que, por muy poderosa que se vea el arma de la belleza, desgraciada será la mujer que sólo a este recurso deba el triunfo alcanzado sobre un hombre o sus objetivos —afirmó el magnate lanzando una sonora carcajada.

En ese momento, Lienart levantó el teléfono y pidió a recepción que enviasen a la suite maquilladoras, masajistas, sastres, manicuras y peluqueras. Minutos después, una pequeña tropa de mujeres entraba en la habitación armadas con todo lo necesario para transformar a aquel monstruo verdugo de masas en una peligrosa y bella asesina.

Tres horas después, la mujer apocada, de rostro demacrado y con profundas bolsas bajo los ojos que había entrado en la suite se había transformado en una mujer muy atractiva, desde el punto de vista masculino, algo absolutamente necesario para la misión a la que iba a tener que enfrentarse. Antes de despedirla, Lienart le entregó dos sobres, uno a su nombre y otro a nombre de Walther Hausmann, al cual se lo daría en el hotel de Zúrich.

—Aquí está todo. Misión, objetivos y dinero necesario. Una vez que lean las instrucciones, tanto usted como Hausmann deberán quemarlas para no dejar la menor pista, ¿me ha entendido?

—Sí, Herr Lienart. Le he entendido.

—Pues buena suerte… señorita Oberhaser.

Capítulo X

Roma

Durante días, August Lienart se había sentido vigilado, pero su fiel perro guardián, Ulrich Müller, no había notado nada extraño. Aquella mañana tenía que reunirse con Krunoslav Draganovic en San Girolamo. Aquel tipo no le gustaba nada, pero servía a los intereses de Odessa y, para él, eso era ya suficiente. En aquella cartera de cuero negro de la que no se separaba, portaba cinco sobres que debía entregar a sus protegidos. El vehículo se detuvo en la misma puerta de la organización. Luigi descendió para abrirles la puerta a Lienart y Müller.

—Aquí es, señor Lienart.

—Muchas gracias, Luigi. Necesito que nos esperes. Debo regresar a la residencia inmediatamente. Espero una llamada de la Secretaría de Estado.

—Aquí estaré —respondió el chófer.

Müller se acercó a la puerta en la que estaba la placa del Comité de Refugiados Croatas en Roma y pulsó el timbre. El mismo hombre que había abierto la puerta la vez anterior asomó la cabeza.

—Soy el guardaespaldas de Herr Lienart. Tenemos una reunión con el padre Draganovic —anunció el antiguo SS.

Al acceder, dos hombres armados les obligaron a poner las manos contra la pared para poderles registrar en busca de armas. Uno de ellos abrió la chaqueta de Müller y extrajo la Lüger que éste llevaba sujeta en la parte trasera del cinturón.

—Se la devolveremos a la salida —aclaró.

El sacerdote, con claro acento balcánico, hizo que los dos visitantes le siguieran hasta el piso superior. Recorrieron un largo pasillo hasta alcanzar el despacho de Draganovic.

—Buenos días, queridos amigos, buenos días —saludó el croata mientras extendía su mano a August Lienart.

—Buenos días, padre Draganovic.

—¿Qué les trae por mi humilde organización?

Lienart, al escuchar las palabras del rector de San Girolamo, recordó las palabras de Martin Lutero cuando afirmó que la humildad de los hipócritas era el más grande y el más altanero de los orgullos.

—Traigo cinco sobres con las documentaciones para nuestros protegidos.

—Pero tengo entendido que Odessa tuvo ciertos problemas en Fulda y que las documentaciones se perdieron —afirmó Draganovic con cierta sorpresa en su voz.

—Nuestros protegidos son lo primero. Efectivamente, alguien reveló a los ingleses la situación de nuestro centro secreto, pero nuestro agente consiguió escapar con los cinco sobres. Sin duda, querido padre Draganovic, descubriremos al indiscreto que habló demasiado. No lo dude… Y ahora, me gustaría poder entregar las documentaciones a nuestros protegidos.

—¡Oh, por supuesto, por supuesto, Herr Lienart! Puede usar mi despacho para ello si lo desea. Iré llamando a los tres refugiados que tenemos entre nuestros humildes muros.

—Tengo cinco sobres. ¿Quiénes faltan? —preguntó Lienart.

—El Poglavnik fue trasladado al monasterio de Santa Sabina, en la Via Giuseppe Gioacchino Belli, tal y como usted recomendó. Puedo hacerle llegar yo mismo su documentación —respondió el religioso.

—Con Pavelic son cuatro. ¿Quién es el quinto? —inquirió Lienart.

—El general SS Heinrich Fehlis, jefe de la Gestapo en Noruega.

—¿Dónde está? —preguntó Lienart.

—Muerto —respondió Draganovic.

—¿Muerto? ¿Sabe usted lo que le cuesta a Odessa establecer una nueva identidad para uno de nuestros protegidos? ¿Es que nadie pudo haberlo comunicado a Ginebra? —dijo Lienart visiblemente enojado.

—No se ponga así, joven… perdón, Herr Lienart. Protegimos a Fehlis el mayor tiempo posible. Cuando acabó la guerra, le creamos una nueva ficha militar e hicimos creer a los tipos del Crowcass que era realmente un suboficial de las tropas de montaña que había caído en acción el 11 de mayo de este mismo año. Le pedimos a Fehlis que se mantuviera escondido hasta que pudiésemos sacarle del sur de Noruega. Le aseguramos que nos íbamos a ocupar de él y que le enviaríamos por una ruta segura a Portugal, pero no hizo caso. No creyó en nuestra organización del Pasillo Vaticano y decidió intentarlo él solo.

El Crowcass, acrónimo de Registro Central de Criminales de Guerra y Seguridad de Sospechosos, había sido establecido en París en marzo de 1945. Esta organización había diseñado una lista dividida en cuatro secciones: alemanes, no alemanes, y dos listas suplementarias de sospechosos de haber cometido crímenes de guerra entre 1939 y 1945. La lista final contenía hasta sesenta mil nombres. El número uno era Adolf Hitler, buscado por asesinato en Polonia, Checoslovaquia y Bélgica. Otros nombres notables eran los de Martin Bormann, Adolf Eichmann, Alois Brunner y Josef Mengele.

—¿Qué ha sido de Fehlis? —preguntó Lienart.

—Los hombres del Crowcass lo detectaron en Sandefjord, al sur de Noruega. Le dieron la oportunidad de rendirse, pero se negó. Sabía que si lo hacía, acabaría en una horca o ante un pelotón de fusilamiento. Antes de ser alcanzado por nuestros agentes y por los perros del Crowcass, decidió envenenarse y dispararse en la cabeza.

—Tanto trabajo para nada —protestó Lienart mientras observaba los documentos portugueses a nombre de Luis Miguel Rocha, en los que podía verse el rostro del antiguo jefe de la Gestapo en Noruega.

—¿Y bien? —preguntó Draganovic—. ¿Qué hacemos ahora con esos documentos?

—Quemarlos —dijo Lienart, visiblemente molesto—. Ahora quiero ver a los protegidos.

—Muy bien, Herr Lienart, llamaré primero al doctor Derig —anunció Draganovic.

Mientras esperaba, Lienart cogió uno de los sobres y depositó el contenido sobre la mesa. Dos golpes en la puerta llamaron su atención.

—Adelante —dijo.

Ante él estaba el doctor Boris Derig, antiguo capitán médico de Auschwitz. Sentado al fondo de la sala, Müller no dejaba de vigilar al recién llegado.

—¿Es usted Herr Lienart? —preguntó.

—No se preocupe de mi nombre ni de quién soy yo. Tan sólo debe saber que soy amigo suyo, un amigo de Odessa. Tan sólo eso.

—Esperaba a un hombre mucho mayor. Con más experiencia —respondió Derig.

—La experiencia, querido doctor Derig, es algo que no se consigue hasta justo después de necesitarla y, generalmente, se atribuye a las personas de cierta edad y, lo que es peor, se la atribuyen casi siempre ellas mismas —respondió Lienart de forma tajante.

—Estoy de acuerdo con usted, joven.
Touché…
—respondió sonriente Derig.

—Ahora que hemos dejado claro ese punto… —dijo Lienart—, aquí tiene los documentos que avalarán su nueva vida. Su nombre es Seppo Törni. Será usted instalado por Odessa en una pequeña ciudad al norte de Finlandia llamada Oulu. Durante los primeros años, hasta que usted se mimetice en ese lugar, Odessa se ocupará de todos sus gastos.

—¿Cómo puedo agradecerles lo que han hecho por mí? —preguntó Derig.

—Infíltrese rápidamente en ese pueblo y consiga trabajo. En ese momento, dejará de ser una carga para Odessa y podremos desviar sus fondos a otros camaradas que lo necesiten más. Ésa será la mejor forma de agradecérselo a Odessa. ¿Quiere usted hacer alguna pregunta más antes de abandonar San Girolamo?

—Sí. ¿Cómo llegaré hasta ese lugar?

—Le embarcaremos en un buque mercante esta misma semana. La profesión que le hemos asignado en sus documentos finlandeses es la de mecánico de motores.

—Pero yo no sé nada de motores… —protestó Derig.

—No se preocupe. Se embarcará como pasajero y, además, llevará una mano vendada para evitar que alguien pueda ordenarle algo. Otra cosa, tan sólo le advierto que, si en el futuro, usted habla sobre Odessa o de sus operaciones, o sobre cómo pudo huir gracias a nuestra organización, o revela la ruta seguida o alguno de nuestros nombres, el largo brazo de la Hermandad le alcanzará. No lo olvide —le advirtió Lienart.

—Desde este momento, soy una tumba. Seré como ese proverbio judío que afirma que hay que guardarse bien de un agua silenciosa, de un perro silencioso y de un enemigo silencioso —afirmó Derig sarcásticamente.

—Espero que no lo olvide, porque Odessa será desde este momento un enemigo silencioso para usted en caso de que no sepa cerrar la boca.

—No lo olvidaré —dijo Derig antes de abandonar la estancia.

El siguiente en entrar fue el doctor Hörst Schumann. Lienart cogió otro sobre y depositó su contenido ante él.

—Su nuevo nombre será Kermit Goran Marzec. Es usted un inmigrante húngaro.

—¿Dónde seré instalado?

—En Estados Unidos —respondió Lienart.

—Pero… —balbuceó Schumann.

—Pero nada —le interrumpió Lienart—. No se preocupe, Herr doctor. Nada mejor que vivir en la misma cueva que su enemigo para que nadie se preocupe por usted. Odessa tiene una empresa muy rentable de chatarra en una pequeña ciudad llamada Saint Paul, en el estado de Minnesota, a orillas del Mississippi. Haremos una transferencia de la compañía para que pueda ponerla a su nombre. Nadie le hará preguntas. Sea un americano perfecto y nadie le preguntará por su origen. Coma hamburguesas, beba cerveza y sea simple como ellos. A los americanos les gusta la gente que triunfa y usted llegará a Estados Unidos como un triunfador capaz de comprar una empresa.

—Estoy seguro de que sabré ser un buen americano —afirmó el hombre que había esterilizado a miles de hombres, mujeres y niños como médico de Auschwitz.

—Se lo recomiendo por su propia seguridad, pero también le aconsejo que no hable usted jamás de Odessa o de sus operaciones, su huida de Europa y las rutas que siguió, y mucho menos, revelar el nombre de ninguno de sus camaradas o miembros de Odessa con los que haya tenido contacto. Espero que no lo olvide.

—No lo olvidaré, y tampoco olvidaré lo que han hecho ustedes por mí —dijo el doctor Schumann.

El tercer protegido era el doctor Janku Veckler, antiguo pediatra y médico destinado en Birkenau.

Lienart abrió el tercer sobre y sacó la documentación de Veckler. El primer documento era un pasaporte polaco a nombre de Daniel Bermawitz.

—¿Un judío? —protestó Veckler.

—¿Qué mejor que la identidad de un judío para que pase desapercibido un criminal nazi? De cualquier forma, si no lo quiere, estoy seguro de que a cualquier otro protegido nuestro le interesará este pasaporte —respondió Lienart mientras miraba fijamente a Veckler y volvía a meter el pasaporte polaco en el sobre.

—Está bien, no se ponga así, amigo.

—Yo no soy su amigo, Herr Veckler… Sólo soy su protector —precisó Lienart.

—Me quedaré con esa identidad. ¿Dónde seré instalado?

—En Inglaterra. Durante los primeros años no podrá ejercer la medicina, pero, pasado un tiempo, quizás pueda volver a ejercer su profesión, siempre y cuando no llame demasiado la atención.

—¿Cuándo será eso? —preguntó el médico de las SS.

—Cuando nosotros se lo digamos. Ahora lo importante es hacerle entrar en Gran Bretaña sin levantar las sospechas de los agentes británicos del Crowcass. Entre los documentos que ha traído nuestro agente desde Fulda hay varias certificados que le acreditan como doctor Daniel Bermawitz, así como diversas cartas de recomendación de antiguos pacientes suyos.

Mientras Veckler estudiaba la documentación facilitada por Odessa, observó un documento del campo de concentración de Sachsenhausen a nombre del prisionero Daniel Samuel Bermawitz.

—Pero…

—Efectivamente, estuvo usted recluido en el campo de Sachsenhausen —precisó Lienart.

—Pero eso supone que deberé llevar tatuado el número de prisionero en el brazo.

—Así es. Se lo harán esta misma noche antes de que abandone San Girolamo. Le recomiendo también que aprenda todo lo que pueda de la religión judía y que lea la Torah, por si le interrogan los servicios de seguridad británicos. Tampoco le vendrá mal tener conocimientos de hebreo —recomendó Lienart.

—Es curioso… —dijo Veckler—. Me he dedicado a matar a esos judíos y a esterilizarlos para impedir que pudieran procrear como las ratas y ahora tengo que hacerme pasar por uno de ellos.

—Se dice, querido doctor Veckler, que el destino es una ley cuyo significado se nos escapa, porque nos faltan una inmensidad de datos. Su labor ahora será saber cuáles son esos datos para mejorar su destino.

—Así lo haré. Descuide.

—Antes de que se marche, me gustaría que le quedase muy clara una cuestión —dijo Lienart antes de que el médico abandonase la habitación—. No hable usted jamás de Odessa ni de sus operaciones, ni de la ruta de su huida y, por supuesto, no revele el nombre de ninguno de sus camaradas ni de miembros de Odessa con los que haya tenido contacto. Espero que no lo olvide.

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