Authors: Eric Frattini
—¿Quiere que le espere, padre? —preguntó Luigi.
—De acuerdo. Espéreme aquí.
El sacerdote entró en el oscuro edificio y llamó al ascensor.
—No funciona, padre —le dijo una mujer que limpiaba la escalera arrodillada en uno de los peldaños.
—Busco al padre Bibbiena.
—Le conozco. Vive en el segundo piso.
Al llegar a una gran puerta de madera con una imagen de la Virgen clavada en ella, August la golpeó levemente con los nudillos. Al abrirse la puerta, apareció ante él una preciosa joven de ojos negros y cabello oscuro con una amplia sonrisa que dejaba ver una dentadura blanca perfecta.
—¿Sí, padre?
—Soy August Lienart. Vengo de la abadía de Fontfroide, en Francia, para ver al padre Bibbiena.
—Pase, por favor. Debe de estar cansado.
—Muchas gracias.
La joven desapareció tras unas puertas correderas y reapareció poco después.
—El padre Bibbiena le recibirá inmediatamente. ¿Desea usted un café? ¿Tal vez un pastel? Aunque es difícil encontrar café, el padre Bibbiena lo consigue fácilmente.
—Sí, gracias, sí me gustaría. No he comido nada desde hace horas.
August Lienart admiraba a su amigo Bibbiena. Era un misterioso personaje que sabía moverse en los recovecos de la curia y se hacía imprescindible para la perfecta y engrasada maquinaria vaticana. Su amigo hacía sencillamente el trabajo de limpieza que nadie quería hacer o que no se atrevía a hacer y, por ello, era insustituible en la Santa Sede. Era un hombre alto, bien parecido, de tez morena, con abundante cabello negro, de unos treinta años y con una educación exquisita. Desde niño, su familia lo había preparado para la carrera eclesiástica, pero cuando el cardenal Pacelli fue elegido Sumo Pontífice bajo el nombre de Pío XII, se convirtió en un «enviado especial» del Santo Padre y de su secretario, Robert Leiber. Nacido en Venecia, Bibbiena había estudiado en un seminario de Roma y en Passau. Allí se habían conocido August y él. Gracias a su dominio de varias lenguas, fue destinado durante unos meses al servicio del contraespionaje pontificio, el Sodalitium Pianum, y poco después se incorporó a la Entidad.
De repente, su amigo Hugo apareció tras la joven.
—¡Padre Lienart! —exclamó el religioso mientras lo estrechaba entre sus brazos.
—Aún no soy sacerdote, Hugo —respondió August.
—¿Sabes que estuvimos juntos en el seminario de Passau? Era el más inteligente de todos y siempre decíamos que algún día llegaría al Trono de Pedro —contó Bibbiena a la joven, que se encontraba junto a ellos—. Bueno, amigo, dime qué te trae a Roma.
—Si no tienes inconveniente, me gustaría hablar a solas contigo —pidió Lienart mientras miraba directamente a la mujer.
—¡Oh! Bien… No te preocupes por Elisabetta, es de plena confianza. Nos traerá un poco de café y bizcochos para reponer fuerzas.
—Sí, padre Bibbiena. Enseguida —dijo la joven mientras dejaba a los dos religiosos a solas en el salón y cerraba la puerta.
—Es hermosa, ¿verdad? El espectáculo de la belleza, en cualquier forma que sea presentado, eleva la mente a nobles aspiraciones, ¿no piensas así, amigo? —dijo Bibbiena con una sonrisa picara en el rostro.
—La belleza del cuerpo es un viajero que pasa, amigo mío. La belleza es un reinado muy corto, como decía Sócrates —respondió August.
Elisabetta, a pesar de su juventud, había luchado contra los alemanes en la Resistencia en la zona de Montescaglioso, cerca de Matera. Antes de ser detenida por la Gestapo, había conseguido huir y refugiarse en Roma para unirse nuevamente a los partisanos que golpeaban las líneas de abastecimiento alemanas en su retirada hacia el norte perseguidos por los ejércitos aliados. Tras la ocupación aliada de la ciudad, había entrado al servicio del padre Hugo Bibbiena. Algunos afirmaban que era la amante del religioso, pero en realidad Elisabetta Darazzo formaba parte de una tupida red de informadores al servicio del espionaje vaticano. Bibbiena la utilizaba como una especie de correo secreto.
—Aquí están el café y el bizcocho, padre Bibbiena.
—Déjalo aquí, Elisabetta. Lo serviré yo. Puedes retirarte.
La joven volvió a salir del salón, dejando a los dos religiosos a solas.
—Ahora que estamos solos, ¿vas a contarme qué haces en Roma? —preguntó Bibbiena.
—Necesito localizar al obispo Hudal.
—¿El obispo titular de Aela?
—El rector de la congregación austro-germana de Santa Maria dell'Anima en Roma —precisó Lienart.
—¿Para qué quieres verlo?
—Prefiero no meterte en esto. Debo entregarle una carta muy importante. Tal vez tú puedas conseguirme una audiencia con Hudal.
—¿Por qué crees que puedo conseguirte esa audiencia?
—¿Tal vez por tu puesto en la Secretaría de Estado o por tu responsabilidad en la Entidad?
—¿Quién te ha dicho que formo parte del servicio secreto papal? No es cierto.
—Bueno, amigo, sea como fuere, necesito que me consigas ese encuentro con el obispo Hudal.
—¿Sabes que si te consigo esa reunión deberé informar a la Secretaría de Estado?
—Lo sé. Es tu trabajo, pero, por la amistad que nos une desde hace años, necesito que lo hagas. Es muy importante para mí.
—Dame un par de días para intentar conseguirte la audiencia con él. ¿Dónde te vas a alojar?
—Tengo una habitación reservada en la residencia de los jesuitas, muy cerca de la Piazza Navona.
—¿Tienes a alguien para que te lleve?
—Sí, tengo un chófer mitad romano mitad napolitano esperándome abajo —respondió Lienart mientras miraba desde la ventana a Luigi, que estaba abriendo un plato metálico con pasta recalentada.
—Puedo decirle a Elisabetta que te acerque a donde quieras —dijo su amigo intentando buscar una mirada cómplice en el joven seminarista.
—No, muchas gracias, no es necesario, amigo.
August se dirigió a la salida acompañado de Bibbiena. Elisabetta les esperaba con la puerta abierta.
—Buenas tardes —dijo Lienart a la joven.
—Buenas tardes, padre.
En la calle, Luigi estaba comiendo pasta sobre el capó del coche mientras leía las últimas noticias de la guerra.
—Cuánta muerte alrededor —alcanzó a decir el chófer.
—¿A qué se refiere?
—Los Aliados… Los Aliados han bombardeado Dresde. En el periódico se dice que casi un millar de bombarderos han tomado parte en la acción, arrojando casi setecientas ochenta y tres toneladas de bombas. Ha sido devastador. Hay miles de muertos. Dresde ha dejado de existir —sentenció mientras se rascaba la cabeza y lanzaba un profundo silbido.
—
Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas regumque turres
—pronunció Lienart.
—¿Y qué significa eso, padre? —preguntó Luigi aún con la barbilla manchada de tomate.
—«La pálida muerte golpea, con pie semejante, las cabañas de los pobres y los palacios de los reyes».
—¿A dónde vamos ahora?
—A la residencia de los jesuitas, junto a Sant'Ivo alla Sapienza. En el Corso del Rinascimento, detrás de la Piazza Navona.
—Lo conozco bien, padre. Allá vamos… —dijo Luigi mientras hacía rascar las marchas de su destartalado vehículo.
Durante los días siguientes y hasta la llamada de su amigo Bibbiena, August disfrutó de los museos de Roma, de sus palacios, de sus pinturas, y también de su vida nocturna. Visitó el Vaticano y admiró la Capilla Sixtina, oró ante San Pedro y descansó sentado bajo la columnata de Bernini, siempre guiado por Luigi.
—Hola, padre —dijo una voz conocida que le hizo abrir los ojos.
August intentó fijar su vista en la figura de la que procedía la voz. Se situó la mano sobre los ojos a modo de visera.
—¡Ah, es usted! —dijo mientras se incorporaba para ver mejor a la recién llegada—. Su nombre era…
La duda de Lienart provocó una risa en la joven.
—Elisabetta… Elisabetta Darazzo, pero mis amigos me llaman Eli.
—Bien, Elisabetta…
—Eli, por favor, llámeme Eli.
—La llamaré Eli si usted deja de llamarme padre. Es muy formal. Además, no soy sacerdote. Sólo soy seminarista.
—¿Qué hace por aquí?
—Admirando las bellezas de Roma.
—Yo no soy romana. Nací en un pequeño pueblo del sur. En Montescaglioso, a unos catorce kilómetros de Matera. ¿Lo conoce?
—No, no conozco esa zona de Italia.
—Es la mejor. Vino, aceite de oliva y, por supuesto, la abadía benedictina de San Michele Arcangelo y la iglesia de la Madonna della Mouva. Si tiene oportunidad, no deje de visitar mi pueblo. Le podría enseñar cientos de rincones.
—Lo tendré en cuenta, descuide. Antes tiene que acabar esta guerra.
—¿Me acompaña? Voy al mercado dando un paseo —le invitó Eli.
Durante el resto del día, August y la joven permanecieron juntos, paseando por las calles de la ciudad y sentándose en las terrazas como cualquier otra pareja más de jóvenes amantes que volvían a reencontrarse tras la liberación de la ciudad. En un país sin guerra, en un continente sin muertes.
Durante el paseo, Elisabetta relató a August sus comienzos de los estudios de arquitectura en la universidad, la llegada de Mussolini al poder, la entrada de los alemanes, las detenciones de decenas de universitarios amigos suyos por la Gestapo y la policía fascista, la OVRA, su incorporación a los llamados GAP, Grupos de Acción Patriótica, su huida a Roma y su vida actual, a la espera del fin de la contienda.
—¿Le queda a usted familia en Italia? —preguntó Lienart.
—No. Los alemanes los mataron a todos. A mis padres y a mi hermano.
Un gran silencio pareció cubrir a los dos jóvenes mientras caminaban por la calle.
—Mi hermano formaba parte de la Resistencia. Un día atacaron una posición alemana cerca de nuestro pueblo. Al día siguiente, por la mañana, aunque era aún de noche, nos despertaron unos disparos. Llamaron a la puerta. No tuvimos tiempo siquiera de saltar de la cama cuando ya estaba la casa llena de soldados alemanes. Yo estaba medio dormida. Serían las cinco de la mañana. Un alemán, un verdadero perro rabioso, me agarró del brazo y me arrojó fuera de la cama gritando «
Raus!»
. Quise vestirme, pero no me dio tiempo. Sólo pude ponerme una bata sobre el camisón, pero no calzarme. Me empujaron fuera de la casa a empellones y puntapiés. Nuestros vecinos habían sufrido la misma suerte, estaban junto a la pared de la casa de enfrente. También había otros vecinos. Allí mismo fusilaron a los más ancianos. Los que podíamos mantenernos en pie fuimos obligados a cargar varias cajas muy pesadas llenas de granadas y de municiones. Nos hicieron echárnoslas a la espalda y nos alinearon a lo largo de la pared. Detrás de cada uno de nosotros iba un alemán encañonándonos con su metralleta. Al llegar a la casa de uno de nuestros vecinos oímos gritos y ráfagas de ametralladora. Luego volvieron a salir y cerraron la puerta. Ya no oímos más los llantos de las tres niñas.
El joven seminarista escuchaba la historia sin hacer comentario alguno. La joven continuó con su relato.
—Entonces nos gritaron que nos pusiéramos en fila y avanzáramos. Yo intentaba mirar hacia atrás para tratar de comprobar si mis padres y mi hermano estaban vivos, pero el alemán que tenía a mi espalda me golpeaba en la cadera y las nalgas con un bastón mientras me gritaba. Hubo un momento en que me golpeó tan fuerte que me hizo caer al suelo por el dolor. Mi padre decía siempre que no había necesidad de matar a un ser humano en un campo para hacerlo sufrir, basta con darle un puntapié para que caiga en el barro. Caer equivale a morir. Lo que se levanta no es ya un ser humano, sino un monstruo ridículo embadurnado de barro. El alemán que venía detrás de mí era un rubito de ojos pálidos, con uniforme verde y un casco demasiado grande para él. Parecía una seta, pero una seta venenosa —precisó la joven mientras lanzaba una sonrisa amarga—. La marcha continuó por un sendero oscuro. Aunque sabía que los pies me habían comenzado a sangrar, continué la marcha con la punta del bastón en mis riñones. Anduvimos durante unas horas y, cada vez que parábamos en una aldea, se repetía la misma escena. Los ancianos y niños eran sacrificados, así como el ganado. Los graneros y las casas eran incendiadas para evitar que diesen cobijo a la Resistencia. Utilizaban bombas de mano, ametralladoras, bastonazos y cuchillos. Había mucho ruido. Llantos de mujeres y niños, alaridos que subían desde el valle, mugidos de reses heridas. Nos dolía ya la espalda. Gianni, que tenía unos sesenta años y era maestro, se detuvo y se negó a seguir cargando la caja, así que la seta rubia desenfundó su pistola y le disparó en la cabeza. También recuerdo que se llevaron a los tres hermanos Pisani, que eran ciegos. Intentaron cargar cajas para salvar sus vidas, pero ¿cómo podían hacerlo? Dijeron que eran ciegos, pero fue en vano. Les metieron una bala a cada uno y los dejaron tirados. El alemán seguía metiéndome el bastón en los riñones. En un momento la columna se detuvo junto a un profundo barranco. El soldado alemán me sujetó por el pelo y me llevó hasta una zona de arbustos. Allí me rasgó la ropa y me violó, pero era tan estúpida aquella seta que para violarme no se quitó la cartuchera. Mientras me penetraba, pude alcanzar su bayoneta y clavársela en el costado. Vi sus ojos pálidos mirando a la nada mientras comprendía que aquella italiana le acababa de arrebatar su asquerosa vida. Sangraba como un cerdo, pero no conseguí matarlo del todo y comenzó a gritar y a luchar conmigo para intentar arrebatarme el arma con la que seguía apuñalándolo. Sus gritos llamaron la atención de sus compañeros, así que conseguí desembarazarme de aquel asqueroso, hice la señal de la cruz y, sin darme cuenta de lo que hacía, salté a la profundidad del barranco. Rodé durante un tiempo, aplastando con mi cuerpo matorrales y piedras. Conozco muy bien la zona porque cazaba allí mismo con mi hermano. Llegué rodando hasta el límite del barranco. Me escurrí hacia abajo y me cubrí el cuerpo con hojas secas, haciéndome la muerta. No me atrevía ni a respirar. Los alemanes comenzaron a disparar con sus armas al fondo del barranco, pero yo estaba bien protegida. Oía las explosiones de las granadas de mano que hacían vibrar la roca bajo la que me encontraba. Me dolía todo el cuerpo. Me sangraban los pies. Me dolía el vientre. Me dolía la espalda. Pero sabía que debía permanecer oculta y quieta. Desde mi escondite divisaba las piernas de un soldado alemán, pasando de un lado a otro, buscándome. Sin duda, estaban enfadados porque me había cargado a aquella seta venenosa de ojos pálidos.