El Oro de Mefisto (58 page)

Read El Oro de Mefisto Online

Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
6.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

De repente, Bormann lanzó una sonora carcajada que retumbó en toda la espesa jungla.

—Debe de ser usted un capitalista convencido, amigo Lienart, ¿o debo llamarle padre Lienart? —dijo Bormann con cierto sarcasmo—. Ustedes, los curas del Vaticano, su Santo Padre, hablan elocuentemente de justicia social, en lo posible, ¡con las flores del estilo evangélico!, pero, al mismo tiempo, ayudaron a muchos de los nuestros a sobrevivir con el único fin de devolvernos algún día a la posición que muchos ciudadanos de Europa desearían conocer una vez que sobrevivieron al comunismo soviético. Eso lo sabe su jefe, Pío XII.

—¿Quiere decir que ese Hitler II del que usted habla podría ser alguien católico?

—Usted es muy joven aún, amigo Lienart. Su padre sí que supo entender este concepto. El futuro Hitler debe ser católico, pero sin un apego especial por la Iglesia, aunque trabaje para ella y, sin duda, tener el suficiente encanto como para dominar los medios de comunicación, los cuales resultarán indispensables para esta forma de… ¿dictadura demagógica? Goebbels lo sabía bien. Si no se hubiera suicidado en el búnker aquel día, estaría ratificando aquí mis palabras. Hemos aprendido mucho, padre Lienart, y tal vez en esta ocasión no nos equivocaremos. Podemos esperar —dijo Bormann mientras daba un gran sorbo a su vaso de cerveza dejando caer un pequeño hilo de líquido por la comisura de sus gruesos labios. Tras secárselo con la manga de la camisa, continuó con su relato—. Sin duda, debe ser también claramente pro norteamericano, ese pueblo tan inocente, tan infantil, pero con tanto dinero. Hitler II debe evitar sostener opiniones dirigidas contra Moscú. No debe cometer el mismo error que cometimos nosotros. Además, debe resultar simpático al pueblo, inofensivo a las personas con influencia, moderado con sus colaboradores, pero implacable con sus enemigos. Si cumpliese todas estas condiciones, ese personaje podría algún día convertirse en Hitler II.

—En la Alemania actual, despedazada por las potencias aliadas, sería muy difícil el nacimiento de un Hitler II —precisó Lienart.

—¿Y quién ha dicho que deba ser alemán, padre Lienart? —dijo Bormann manteniendo un tono de voz ciertamente misterioso—. ¿Por qué no en su Vaticano? ¿Quién mejor que un Papa puede dirigirse al mundo, expresando unas ideas cercanas al nacionalsocialismo, sin alterar los ánimos de unas potencias más preocupadas por una guerra nuclear que no las borre del mapa que por el renacimiento de un nuevo nacionalsocialismo en el corazón del Vaticano? Sólo un hombre como el que le he descrito podría hacer renacer nuestra ideología dentro de un Cuarto Reich, pero sin levantar sospecha alguna a los vencedores. Ese hombre tal vez podría ser usted mismo, padre Lienart.

—¿Yo? —exclamó el sacerdote.

—Sí, usted. Tengo entendido que, en breve espacio de tiempo y gracias en parte a nuestro oro, se ha ganado un importante respeto entre esas cucarachas de la curia y que se ha ganado también las simpatías del Papa… —afirmó Bormann.

—¿Quién le ha dicho eso?

Bormann volvió a soltar una sonora carcajada.

—Qué inocentes son ustedes cuando se colocan ese alzacuellos blanco. Ya dijo un día ese escritor francés… Victor Hugo… que la fuerza más fuerte de todas es un corazón inocente. Al derribar las estatuas de hombres como Hitler, muchos, como sus jefes vaticanos, dejaron los pedestales, por si podían ser útiles a los que nos siguen y desean alzar a alguien como nuevo Führer que les ayude a acabar con esa enfermedad llamada comunismo.

—Pero eso sería muy costoso —apuntó Lienart.

—¿Costoso? —exclamó Bormann—. El dinero, el oro es como el estiércol: no es bueno a no ser que se esparza. No da ningún provecho tener oro y dinero guardados en las cajas fuertes de esos despreciables gnomos suizos, así que estaríamos dispuestos a dar ayuda financiera a todo aquel que creamos que pueda convertirse en una herramienta de un poder inusitado en varios años.

—¿En cuánto tiempo?

—¿Sabe lo que me dijo un humilde indígena de esta zona? —preguntó Bormann a su vez.

—¿Qué le dijo? —dijo Lienart sin mucho interés por la respuesta.

—Vosotros, los europeos, tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo. Yo he aprendido esa filosofía, tal vez por vivir en esta mierda de clima. El poeta latino Quinto Horacio Flaco aseguró que el tiempo saca a la luz todo lo que está oculto y encubre y esconde lo que ahora brilla con el más grande esplendor. Estoy seguro de que algún día, alguien, quizás usted, se alzará como un nuevo líder, un nuevo Führer, un nuevo jefe, un nuevo dictador al que no debamos recordar sus errores para evitar que pierda la confianza en sí mismo —afirmó Bormann.

—Eso no me ocurrirá a mí —respondió Lienart fríamente—. Confíe en mí.

—Tal vez confiamos demasiado en los sistemas, y muy poco en los hombres, así que confiaré en usted —admitió Bormann.

—Hágalo. Quien no tiene confianza en el hombre, no tiene ninguna en Dios —respondió el padre Lienart.

—Tal vez debamos saber cómo financiaremos su ascenso hasta el poder —dijo Bormann.

—El problema será si se hace uso de fondos de Odessa en alguno de los bancos europeos. Eso podría levantar sospechas de los servicios de inteligencia aliados —precisó Lienart.

—No todas las riquezas de Odessa están en esos bancos suizos o ingleses —apuntó Bormann de forma enigmática—. Recuerde que también tenemos el oro de Toplitz.

—¿El lago Toplitz?

—Exacto. El mismo que usted ayudó a escoltar hasta un punto de Austria en plena guerra. El mismo que arrojó a las profundidades el coronel Adolf Eichmann en un último intento por salvar el oro del Reichsbank.

—¡Pero para sacar ese oro se necesitaría un submarino! —exclamó Lienart.

—¿Y quién ha dicho que el oro estaba dentro de esas cajas de madera que arrojaron Eichmann y los otros cuatro miembros de las SS en el lago? El lago Toplitz no tiene grandes proporciones y en uno de sus lados esa profundidad alcanza tan sólo los diez metros. Eichmann sabía muy bien dónde debía arrojar las cajas.

—¿Y no tiene miedo de que alguno de esos cuatro miembros de las SS que acompañaron a Eichmann hayan dicho algo a los Aliados? O tal vez hayan intentado sacar ese oro ellos mismos.

—Lo dudo. Los cuatro fueron ejecutados por Eichmann una vez que finalizó la operación. Ninguno está vivo para poder revelar nada a nadie.

—¿Quiere decir que rescataron ese oro?

—No lo digo. Lo afirmo. En su lugar hundimos cajas con libras esterlinas falsas. Cuando los británicos o a los americanos se les ocurra buscar las cajas, lo único que encontrarán será papel mojado. Nada más que eso —dijo Bormann sonriendo mientras pensaba en ello—. Ahora, sólo tenemos que pensar en su futuro, joven amigo, únicamente en eso. Debemos obrar, no para ir a favor del destino, sino para ir delante de él.

—Déjeme decirle que no creo en el destino. Llamamos destino a todo cuanto limita nuestro poder. Para mí, el poder es mucho más valioso, más importante —dijo Lienart—. Cada hombre marca y construye su propio camino hacia un punto concreto. Si usted quiere definirlo como destino, hágalo. Para mí, el poder se forma de paciencia y tiempo y eso tengo yo, paciencia y tiempo.

—El entendimiento es una tabla lisa en la cual no hay nada escrito, pero eso lo solucionaremos usted y yo, padre Lienart. Sin duda, llegaremos a entendernos, e incluso tal vez a comprendernos. Ahora, si me disculpa, me retiro a mis aposentos. Ya estoy mayor y no debo abusar de mi cuerpo y de la cerveza —dijo Bormann sonriendo.

—Buenas noches.

Durante toda esa noche, Lienart permaneció allí sentado, observando aquella oscuridad tenebrosa, escuchando aquellos sonidos procedentes de la jungla, intentando repasar las palabras de Martin Bormann. Sin duda, su destino estaba ya escrito.

A la mañana siguiente, mientras el padre Lienart se alejaba del muelle en la inestable canoa y observaba a Bormann cómo se despedía de él agitando un brazo, podía aún divisar a aquel anciano de pelo blanco paseando torpemente junto a su esposa, Eva Braun Hitler. Desde que lo había visto embarcar a bordo del U-977, en una secreta cala de Noruega, el último nibelungo Adolf Hitler pasó sus últimas semanas confinado en un ataúd de hierro, trasunto perfecto de un personaje wagneriano. Desde su ciega madriguera, dirigió sobre el mapa ejércitos cuyos soldados yacían en los campos de batalla, ordenó avances imposibles y envió a miles de niños a la muerte, el mismo destino que, ávido, se agazapaba ya sobre los habitantes de la capital del Reich, perfecta Valhalla nazi, consumida por el fuego de la arrogancia. Hoy, en aquella espesa y profunda selva, Hitler pasaba sus últimos días protegido por el Parkinson de los rincones oscuros de su memoria. «Hasta en eso ha tenido suerte», pensó Lienart mientras se daba una palmada en el cuello para alejar los mosquitos que succionaban su sangre.

—¡Insectos repugnantes! —exclamó mientras los veía aplastados sobre la palma de su mano.

Cuartel General de la CIA, Washington D.C.

Como cada día, el director era siempre el primero en llegar al edificio, situado frente al río Potomac. Hacía ya más de cinco años que había sido nombrado para el máximo cargo de la Agencia Central de Inteligencia por el presidente Eisenhower y trece desde que había abandonado su despacho de la sede de la OSS en la ciudad de Berna. Entre sus recuerdos más amargos perduraba el brutal asesinato de Claire Ashford.

—Buenos días, George —saludó Allen Dulles.

—Buenos días, director —respondió el vigilante armado.

El cuartel general de la CIA se levantaba en un edificio clásico, en el 2430 de la E Street, en pleno corazón de Washington, escondido entre un complejo de construcciones en la llamada Navy Hill.

Su despacho era amplio, con vistas al río y ciertamente confortable. Un gran retrato del presidente Eisenhower lo presidía, junto al símbolo de la agencia, un escudo de plata con una rosa de los vientos roja de dieciséis puntas coronada por una cabeza de águila que miraba hacia la izquierda. En la parte de arriba podía leerse «Agencia Central de Inteligencia» y en la parte de abajo, «Estados Unidos de América», en letras rojas sobre fondo amarillo.

Una mesa de roble americano mostraba un orden casi pulcro, con carpetas clasificadas por colores con el sello «alto secreto» estampado en sus portadas. Un cómodo sillón de cuero, escoltado por las banderas de Estados Unidos y de la Agencia Central de Inteligencia, presidía la mesa. Detrás, sobre una repisa junto a la ventana, se alineaban varias fotografías enmarcadas, las mismas que habían decorado su pequeño despacho en la estación de la OSS en Berna. Olía a tabaco de pipa.

—¿Qué tenemos para hoy, Jean? —preguntó el director a su secretaria.

—Tiene una reunión en la Casa Blanca con el presidente, el secretario de Defensa McElroy y con su hermano el secretario de Estado. Operaciones ha dejado para usted un informe sobre la mesa que debe revisar. Dicen que es importante. Tiene que decidir si se mantiene abierto o se archiva.

—Lo miraré ahora, Jean. Puede dejarme solo. Muchas gracias —dijo Dulles.

—Avisaré a su chófer para que le traslade a la Casa Blanca.

Sentado en su despacho y mientras se preparaba una pipa, se dispuso a leer el último informe que había llegado desde las estaciones de la CIA en las embajadas de Estados Unidos en Roma y Berlín. Varias páginas de diferentes colores se mezclaban con fotografías en blanco y negro. En muchas podían verse diversos rostros borrosos. Dulles abrió la carpeta en la que aparecía escrita la palabra «Fénix» y sacó una de las páginas. Tras limpiar los cristales de sus gafas comenzó a leer.

El régimen nazi alemán ha desarrollado planes bien ordenados para la perpetuación de las doctrinas nacionalsocialistas. Algunos de estos planes han sido ya puestos en marcha y se preparan otros que han de ser lanzados a gran escala tan pronto como sea posible su coordinación. Estas predicciones se basan en mensajes interceptados y descifrados, transmitidos entre Alemania, Brasil, Argentina y La Habana. Nos hallamos en posesión de varios volúmenes de copias fotoestáticas referentes a planes alemanes, entre los que se incluye un programa de propaganda para acabar con las medidas de control de los Aliados, para ablandarlos. El programa será ampliado e intensificado con objeto de hacer renacer las doctrinas nazis y fomentar las ambiciones germánicas de dominación del mundo. Estos planes, de no ser desbaratados, representarán una constante amenaza para la paz y la seguridad en Europa.

Dulles dejó la pipa sobre un cenicero y se sirvió agua en un pequeño vaso que tenía sobre una bandeja de plata. Jean se quejaba de que no colocaba nunca un posavasos y que el vaso dejaba una marca visible sobre el cuero de la mesa.

Sacó un formulario de color rosa y comenzó a leerlo:

Sabemos que se han establecido contactos secretos con alemanes influyentes que podían ayudar económicamente a desarrollar estos planes. Existen también antiguos funcionarios del partido nazi, ex jefes de la Gestapo y de las SS, y grupos de agentes del espionaje alemán que desean salir de las ruinas del Tercer Reich para reconstruir la fe en el extranjero y avivar dentro una Alemania renacida cuando todos recuerden con menor fuerza el pasado.

El director de la CIA dejó de leer y soltó el documento, que llevaba el sello de «clasificado» y «alto secreto». Comenzó a recordar a Claire y su asesinato.

Se levantó del sillón y observó los altos árboles movidos por el viento que rodeaban el edificio y que lo ocultaban de miradas indiscretas desde el exterior. Se estiró y volvió su atención nuevamente hacia el informe. Continuó leyendo.

Estamos seguros de que hay en estos momentos alguien que está financiando a sectores políticos y religiosos en diferentes puntos de Europa con el fin de que, llegado el momento, éstos se conviertan en máximos líderes de sus países y uno de ellos pueda devolver el honor a la ideología nacionalsocialista mediante el establecimiento de un llamado Cuarto Reich.

El agente de campo que había redactado el informe había subrayado las dos últimas palabras.

En estos momentos, no podemos demostrar quién puede ser ese personaje ni en qué país actuará, pero estamos seguros de que ese hombre, a quienes muchos alemanes definen ya como el Elegido, se convertirá en un nuevo Adolf Hitler en caso de que no le pongamos remedio y que intentará restablecer el nacimiento de un Cuarto Reich en el mundo, mucho más poderoso, más enraizado y más peligroso que el Tercer Reich, que acabó con la vida de casi sesenta millones de personas.

Other books

Eden by Joanna Nadin
The Assassins by Bernard Lewis
The Nazi Officer's Wife by Edith H. Beer
Homefront: The Voice of Freedom by John Milius and Raymond Benson
August: Osage County by Letts, Tracy
On Fallen Wings by McHenry, Jamie
Boelik by Amy Lehigh
The Alpine Quilt by Mary Daheim