El Oro de Mefisto (59 page)

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Authors: Eric Frattini

BOOK: El Oro de Mefisto
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Mientras aspiraba su pipa, Dulles centró su atención en una de las últimas páginas del informe.

Para hacer la guerra, Hitler y los suyos necesitaban un banquero, un banquero libre de toda sospecha, de confianza y neutral. Hitler ya no tenía más divisas y le quedaba poco oro cuando atacó Polonia. Poco después, se apoderó del oro del Benelux, de Noruega y de otros países pacíficos y económicamente florecientes. El botín que se llevó no fue nada despreciable. El problema es que debía ser blanqueado a toda costa por un cómplice no sospechoso que se encargara de reintroducirlo en el mercado mundial con una etiqueta de «neutral». Lo mismo sucedió con los dientes de oro extraídos a las víctimas de los campos por los esbirros de las SS, los anillos y las joyas robadas a los deportados, y con todos los bienes obtenidos en Europa por los pretendidos comandos de protección de divisas. La sede de esta operación fue Suiza. Desde Zúrich y Berna, los encubridores al mando de ese misterioso banquero neutral, blanquearon el oro robado a los bancos centrales de Polonia, Checoslovaquia, Países Bajos, Luxemburgo, Lituania, Letonia, Bélgica, Albania o Noruega… Fueron ellos quienes financiaron la guerra de conquista de Hitler… Fue ese banquero misterioso de quien disponemos una gran cantidad de información el que ayudó a mantener económicamente engrasada la maquinaria bélica del Tercer Reich.

Su nombre era Edmund Lienart.

Dulles terminó de leer el informe, cuyo nombre simbolizaba aquella ave mitológica de plumaje rojo, anaranjado y amarillo incandescente, de fuerte pico y garras. Se trataba de un ave fabulosa que se consumía por causa del fuego cada quinientos años, y una nueva y joven ave surgía de entre sus propias cenizas. «Tal vez, esos quinientos años son los que serían necesarios para que el mundo se viera nuevamente azotado y aplastado por un nuevo y más fortalecido Cuarto Reich», pensó Dulles.

Los pensamientos del director de la CIA quedaron interrumpidos por el interfono que tenía sobre su mesa.

—¿Director Dulles?

—Sí, Jean. Dígame.

—Su coche está aquí para llevarlo a la Casa Blanca —anunció la secretaria.

—Voy enseguida.

Dulles se levantó, cerró el informe, sacó una pluma del bolsillo interior de la chaqueta y, de puño y letra, escribió: «No hay motivo de alarma. DCI recomienda su archivo y desconexión». A continuación, agregó sus iniciales: «A.D.». Antes de marchar a su reunión con el presidente Eisenhower, ordenó a su secretaria que enviase el informe Fénix a la sección de archivos centrales de la CIA, para su registro y depósito. Para Estados Unidos, los enemigos eran ahora otros. Tres meses antes, casi seis mil marines estadounidenses habían desembarcado en el Líbano para imponer la paz entre los bandos rivales; en la cercana Cuba, la situación del gobierno de Fulgencio Batista se encontraba ya en la cuerda floja ante el avance de los barbudos revolucionarios; y la Unión Soviética continuaba infiltrándose cada vez más en la vida política de los países de Europa del Este en plena Guerra Fría.

Epílogo

Ciudad del Vaticano, 1958

Aquel octavo día de octubre había amanecido algo nublado. Se esperaban fuertes lluvias durante todo el día. Los peregrinos que se habían acercado hasta la plaza de San Pedro atraídos por el interés por la salud del Santo Padre llegaban cubiertos con gabardinas y paraguas. Allí quietos, pasaban horas y horas rezando, orando en silencio, con pequeños transistores pegados a las orejas a la espera de alguna noticia por parte de Radio Vaticano sobre la salud de Pío XII.

El padre August Lienart desayunaba un café y una pequeña porción de torta de ricotta en un café de la Via della Conciliazione, mientras sonaba de música de fondo una canción del cantante Domenico Modugno.
L'Osservatore Romano
mostraba titulares nada halagüeños con respecto a la salud del Sumo Pontífice: «El Papa, víctima de una crisis cardiaca» o «El Papa ha pedido los Sacramentos». Hasta su retirada a Castelgandolfo, había continuado con su vida y rutina diaria después de la enfermedad. Desayunaba un café con leche, un zumo y un huevo, y a las ocho y media, iniciaba el trabajo en su despacho junto a sus dos subsecretarios de Estado, monseñores Angelo dell'Acqua y Domenico Tardini. Pocas semanas después, la salud del Papa sufrió un serio revés. Los médicos de la Santa Sede lo achacaban al excesivo trabajo al que se sometía el Sumo Pontífice y le ordenaron descansar unos días en la residencia de Castelgandolfo.

El padre Lienart salió del café y se dirigió caminando hacia la Puerta de Santa Ana, sorteando al gran número de fieles que se dirigían hacia la plaza de San Pedro para rezar por la salud de Su Santidad. De repente, entre la multitud, escuchó cómo alguien pronunciaba su nombre, pero no podía divisar su rostro. El sonido de su nombre iba haciéndose cada vez más fuerte a medida que se acercaba a la plaza. Allí estaba, con su melena negra, sus grandes ojos de color negro y su amplia sonrisa. Era Elisabetta, que volvía a la vida después de tantos años, de tantos recuerdos. August pensó, apenas en un instante, dar media vuelta y perderse entre la multitud, pero sabía que le debía algo a Elisabetta.

—¿Cómo estás? —le preguntó.

—Muy bien. Estás muy guapa, Eli —dijo August.

—Tú también, con esa sotana y tu alzacuellos —respondió Elisabetta—. Pareces alguien importante.

—¿Recuerdas que nuestra primera cita fue aquí mismo hace ahora trece años?

—Sí que lo recuerdo, August. Recuerdo también nuestro paseo, nuestra noche en Villa Mondragone, el amor que sentimos el uno por el otro —dijo Elisabetta sin dejar de observar a su alrededor.

No muy lejos de donde se encontraban, un hombre jugaba con una niña de no más de diez años alrededor de una de las fuentes de la plaza.

—¿Quiénes son…?

—¿A quiénes te refieres? —preguntó Elisabetta.

—A ese hombre y a esa niña —dijo August.

—Son Luca y Clara. Mi marido y mi hija de nueve años.

—¿Cuándo te casaste?

—Nos casamos en diciembre de 1951. Luca luchó con los partisanos durante la guerra y después se unió al partido comunista gracias a su amistad con el secretario Palmiro Togliatti. Conocí a Luca durante una reunión del partido. Desde entonces, no nos hemos separado.

—¿Entonces…? —balbuceó Lienart.

—¿Entonces qué, August? ¿Entonces qué…? ¿De quién es la niña, es lo que quieres preguntarme?

—Sí.

—¿De quién crees tú que puede ser esa niña que corre allí? Hace nueve años tan sólo tuve relaciones con una sola persona. Contigo.

—Pero… ¿por qué no me dijiste…? —intentó decir Lienart.

—¿Decirte qué? ¿Recuerdas lo que te dije aquella noche en Villa Mondragone cuando me propusiste quedarme contigo? Te dije que si me quedaba, nuestra vida, nuestras percepciones cambiarían por completo. Te dije que sólo dependería de lo que deseásemos tanto tú como yo. Cuando alguien desea algo, debe saber qué riesgos corre. Te dije todo esto, pero, al parecer, no me escuchaste —dijo Elisabetta sin dejar de observar a su hija corretear entre la muchedumbre.

—Entonces tengo una hija…

—Sí, pero aunque tú eres su padre, realmente es Luca quien se ha ocupado siempre de ella. Tú nunca has estado en su vida —le recriminó Elisabetta.

—Tal vez porque nunca me dejaste estar junto a ella y junto a ti —protestó August.

—¿Y qué habrías hecho si te lo hubiera dicho? ¿Habrías dejado todo este boato y el Vaticano para vivir junto a nosotras? Déjame decirte que no lo creo. Clara necesita un ambiente familiar estable y Luca es un buen hombre.

—¿Por qué me has buscado entonces? —preguntó Lienart.

—Quería hablar del reencuentro, del perdón de las decisiones que uno toma y que le llevan hacia lugares y situaciones que nunca antes había sospechado. De la resignación de recuperar un pasado y con él, un orgullo. Te hablo, August, de la esperanza del amor, de la ilusión, de la fuerza. ¿Creíste alguna vez en nuestro amor? — le preguntó Elisabetta.

—No existe el amor, Eli, sino las pruebas de amor, y la prueba de amor a aquel que amamos es dejarlo vivir libremente, y eso es lo que hago hoy aquí contigo y con esa niña —respondió Lienart mientras observaba a Clara correr alrededor de la fuente, riendo y saltando mientras echaba agua a Luca.

—En lo que se basa el amor, August, es en poner las necesidades del otro por encima de las tuyas, y tú no estás dispuesto a hacerlo. ¿Ha sido el tiempo la mejor medicina para curar una herida?

—Sí, así es, pero también la más dolorosa. Alguien dijo que uno no puede hacer nada por las personas que ama, sólo seguir amándolas. Adiós, Eli. Cuida siempre de Clara —dijo Lienart mientras daba la espalda a Elisabetta, una mujer que siempre formaría parte ya de su vida. Poco a poco, fue alejándose hacia el Vaticano sin ni siquiera girar la cabeza para echar una última mirada a lo que, para él, era ya su pasado.

Esa misma noche del 9 de octubre y mientras se encontraba en la residencia de Castelgandolfo, el Papa sufrió una trombosis cerebral y le fueron administrados los últimos sacramentos. Tras una larga agonía, murió a los ochenta y dos años, dejando vacante la Silla de Pedro. Las campanas de la Ciudad Eterna comenzaron a tañir sus bronces anunciando el tránsito a la eternidad de Pío XII tras diecinueve años de pontificado. «Su Santidad el papa Pío XII ha fallecido esta misma noche. Una inmensa congoja prende hoy en todo el mundo católico», anunciaba Radio Vaticano.

Aquel tipo al que dejó con la mano levantada despidiéndose de él en el pequeño e inestable muelle de madera en Itaituba, bañado por la aguas del Amazonas, era realmente un monstruo de inocencia y de ceguera, «como lo fuimos todos nosotros», pensó Lienart sentado en su despacho en la Secretaría de Estado.

Sabía a ciencia cierta que no sólo su padre se había convertido en un patético Fausto, en un monstruo de inocencia, como muchos europeos de su generación que vendieron su alma al diablo, representado por el nazismo, por Hitler y los suyos. El también había formado parte de aquella trágica operación. Allí de pie, mirando hacia la plaza de San Pedro, se sentía más como un servidor cercano al diablo, como un amigo de confianza de Mefistófeles, que como un creyente y fiel servidor de Dios.

El padre August Lienart, con las manos cruzadas a su espalda, observaba desde la ventana a los cientos de miles de fieles que iban congregándose bajo la lluvia con velas en sus manos, iluminando la majestuosa plaza de San Pedro, en oración por la muerte del Sumo Pontífice. Mientras sus ojos se posaban en aquellas masas, su mente le transportó a las majestuosas concentraciones del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán en el Núremberg de los años treinta, iluminadas por miles de antorchas de fieles seguidores del Führer mientras gritaban todos al unísono:

—Sieg Heill Sieg Heil! Sieg Heil!

Las multitudes que aullaban como jaurías en las noches de Núremberg, que alzaban el brazo y gritaban el nombre de Hitler con el estruendo unánime de un océano atroz construirían en un futuro no muy lejano, en un pequeño estado europeo, enclavado en plena Roma y coronado por una gran cúpula, un Cuarto Reich.

«
Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil
!», siguió escuchando el padre August Lienart en su mente mientras desde lo alto observaba a aquellos fieles pequeños, insignificantes, diminutos, casi como insectos al alcance de su mano, a los que podía aplastar desde lo alto…

Entre las sombras, una gélida sonrisa recorrió el rostro del religioso tras comprender las palabras de Martin Bormann. Sólo entonces el padre August Lienart entendió cuál sería su destino. Sólo entonces supo por qué era él el Elegido.

«
Sieg Heil! Sieg Heil! Sieg Heil
!», siguió escuchando desde lo alto de su particular tribuna…

Nota del autor

Baumgart, Ernest

Ex capitán de la Luftwaffe, fue declarado sano después de un examen psiquiátrico, pero su juicio por crímenes de guerra cometidos en el campo de concentración de Oswiecim se atrasó para llevar a cabo una investigación oficial tras declarar que llevó a Hitler y a Eva Braun fuera de Berlín. «El 25 de abril de 1945 aterricé en Magdeburg, eludiendo a las fuerzas aliadas y trasladé a la pareja hasta Dinamarca el 29 de abril», según declaró en el juicio. No se pudo confirmar este hecho.

Bormann, Martin

Jefe de la Cancillería, líder del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán con rango de ministro del Reich y secretario privado del Führer. Se cree que fue el verdadero cerebro de la organización Odessa. Durante años se discutió si podría haber conseguido salir vivo de Berlín durante la caída de esta ciudad. Varias fuentes aseguraban que murió víctima de un disparo de artillería el 2 de mayo de 1945 y otras fuentes apuntaban a que consiguió huir en un submarino a Argentina, donde vivió escondido hasta la década de los ochenta. En 1999, su familia pidió un estudio de ADN de unos restos encontrados en 1972 en la Invalidenstrasse. Eran los de Martin Bormann.

Brückner, Wilhelm

Edecán principal del Führer. En 1923 se unió a las SA y participó activamente en el llamado Putsch de Múnich junto con Hitler y otros líderes nazis. En 1930 se convirtió en guardaespaldas del propio Führer y en uno de sus confidentes más cercanos. Un grave accidente de coche le obligó a retirarse de la primera línea y se ocupó, como edecán, de recibir a los visitantes importantes en la Cancillería. Falleció el 18 de agosto de 1954 en su casa de Baviera.

Brunner, Alois

Capitán de las SS y asistente del teniente coronel Eichmann en la sección IVI54 Desde noviembre de 1939, fue el responsable de las deportaciones de judíos de Viena, Moravia, Tesalónica, Ni/,a y Eslovaquia. Consiguió huir de Europa y refugiarse en Siria, donde residió hasta 1992 bajo la identidad del doctor Georg Fischer. Las autoridades sirias siempre negaron que hubiera vivido en el país. En 1985 fue entrevistado por la revista
Bunte
, y aseguró que no tenía ningún remordimiento. En 1987 declaró al
Chicago Sun Times
: «Los judíos merecían morir. No me arrepiento, si tuviera la oportunidad, lo haría otra vez». Se cree que falleció en 1996, a los ochenta y cuatro años.

Draganovic, Krunoslav

Conocido como
Pimpinela Escarlata
por ayudar a escapar a un gran número de fugitivos nazis a través del llamado Pasillo Vaticano. Desde la organización de San Girolamo, supervisaba personalmente el rescate de líderes ustachas y nazis para evitar su detención. Trabajó en los Archivos Vaticanos hasta que se declaró el pronazi Estado Independiente de Croacia. Como alto funcionario del Ministerio de Colonización Interna, fue responsable de la expulsión y asesinato de serbios ortodoxos, judíos, bosnios musulmanes y gitanos. En 1945, en Roma y bajo la protección de Alois Hudal y del propio papa Pío XII, comenzó a esconder a fugitivos como Ante Pavelic y Klaus Barbie, entre otros. En 1962 desapareció, reapareciendo el 15 de noviembre de 1968 en una rueda de prensa en Belgrado. Allí vivió plácidamente, sin ser molestado por el gobierno de Tito, en un monasterio cerca de Sarajevo hasta su muerte, acaecida en 1983, con ochenta años.

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