—No, puse un cartel en la ventanilla del coche. Así me ahorré el dinero del anuncio. A los dos días llamó. Un tipo curioso. Llevaba mucho tiempo ahorrando y me lo pagó al contado.
—¿Por qué querías venderlo?
—No quería, pero me quedé en el paro y no podía permitirme el lujo de mantenerlo.
—Entonces, ¿ahora no tienes coche?
—Sí, tengo un Escort que compré en una subasta. Es muy viejo, apenas lo saco. El dinero del paro no me da para gasolina.
—Lógico.
Sejer se levantó.
—¡No es nada lógico, creo yo!
Los dos se rieron entre dientes.
—¿Dan resultado? —preguntó Sejer señalando el paquete de chicles.
El joven se lo pensó un instante.
—Sí, pero enganchan. Además son caros, y saben fatal, como si estuvieras masticando una colilla.
Sejer se marchó, borró a Mikkelsen del principio de la lista y lo puso al final. Cruzó la calle y a través del cuero de su chaqueta notó que el sol quemaba débilmente. Era la mejor época del año, porque aún tenía la expectativa del verano por delante. Soñaba con la casita en Sandøya, sol, mar y agua salada, la esencia de todos los veranos anteriores, esas vacaciones que habían salido bien. De vez en cuando experimentaba una ligera preocupación, por la amarga experiencia de esos veranos lluviosos y ventosos, que no habían sido pocos. Pero en los veranos soleados disfrutaba de paz, y su eccema no le molestaba tanto.
Subió corriendo los bajos escalones, empujó la puerta y al pasar por la recepción saludó con la cabeza a la señora Brenningen. En realidad era una mujer guapa, rubia y amable. No es que corriera detrás de las mujeres, quizá debería haberlo hecho, pero en ese momento, ese asunto tendría que esperar, se contentaba con mirarlas.
—¿Es interesante? —preguntó, señalando con la cabeza el libro que la mujer leía en los ratos libres.
—No está mal —sonrió ella—. Intrigas, poder, deseo…
—Suena como nuestro sector.
Subió por las escaleras en lugar de utilizar el ascensor, entró en su despacho, cerró la puerta y se dejó caer en el sillón de Kinnarps, que él mismo había pagado. Volvió a levantarse, sacó del archivo la carpeta de Maja Durban y se sentó a examinarla. Miró sus fotos, primero una en la que aún estaba viva, una mujer guapa, algo llenita, de cara redonda y cejas negras. Ojos rasgados. Pelo muy corto. Le sentaba bien. Una mujer atractiva en la flor de la vida. Su sonrisa, una sonrisa abierta y fresca, que dibujaba hoyuelos en sus mejillas, decía mucho sobre ella. En la otra foto estaba tumbada en la cama boca arriba, mirando al techo con los ojos muy abiertos. Su rostro no expresaba ni terror ni asombro; semejaba una máscara incolora tirada por alguien sobre la cama.
La carpeta contenía también unas cuantas fotos del piso. Hermosas y ordenadas habitaciones con objetos bonitos, femeninos, pero nada de encajes ni colores pastel; los muebles y las alfombras eran de colores vivos: rojo, verde, oro, los colores que elige una mujer fuerte, pensó. Nada dejaba entrever lo sucedido, no había objetos rotos o volcados; parecía que todo había ocurrido en silencio, completamente por sorpresa. Sin duda la mujer lo conocía de antes. Le había abierto la puerta y ella misma se había desnudado. Primero habían hecho el amor, y nada indicaba que hubiera sido en contra de la voluntad de ella. Entonces sucedió algo: un derrumbamiento, un cortocircuito. Un hombre fuerte podía acabar con la vida de una mujer en unos segundos. Sejer sabía que tras unos cuantos movimientos de las piernas, todo había terminado. Nadie oye tus gritos cuando tienes un silenciador de plumas de ganso sobre la boca, pensó. Se había realizado la prueba del ADN a los restos de esperma encontrados en la víctima, pero como la policía carecía aún de registro propio, no tenía dónde consultar. Habían presentado una solicitud al Parlamento que sería tramitada en el transcurso de la primavera. Y a partir de entonces, pensó, toda persona, con todas sus funciones fisiológicas, debería tener mucho cuidado en las peleas. Todos los excrementos del ser humano podrían ser recogidos y analizados con el ADN, con un margen de error de uno a diecisiete mil millones. Durante algún tiempo habían jugado con la posibilidad de solicitar permiso a las autoridades para convocar y analizar a todos los varones entre dieciocho y cincuenta años del municipio, pero eso significaría tener que convocar a miles de hombres. El proyecto costaría varios millones de coronas y tardaría unos dos años. La ministra de Justicia había estudiado seriamente la propuesta, hasta que fue informada más detalladamente sobre la víctima. Marie Durban no valía tanto. Y él lo entendía. A veces se imaginaba un sistema en el que, al nacer, todos los ciudadanos noruegos fueran analizados y registrados. Esta posibilidad le proporcionaba unas perspectivas extraordinarias. Se puso a repasar los interrogatorios; por desgracia, no había muchos: tres compañeros de trabajo, cinco vecinos del bloque donde vivía y dos conocidos suyos, que insistían en que sólo la conocían superficialmente. Y por fin su amiga de infancia, que había hecho aquella declaración tan confusa. Tal vez la dejaron marchar demasiado pronto, tal vez sabía más de lo que dijo. Una mujer algo neurótica pero honrada, al menos nunca había dado motivos para pensar lo contrario. ¿Y por qué iba a haberle quitado la vida a Durban? Una amiga no mata a una amiga, pensó. Por otra parte, Eva Marie Magnus, esa pintora de piernas largas y hermoso pelo, le había impresionado.
N
inguno de los técnicos era capaz de recordar un mono verde.
Tampoco habían visto ninguna linterna, ni ninguna nota con algún nombre o número de teléfono apuntado. La guantera había sido vaciada y registrada a fondo. Encontraron los objetos que la gente suele llevar en la guantera: el permiso de circulación, un manual, un plano de la ciudad, un paquete de cigarrillos, un papel de chocolatina, dos encendedores vacíos. Y a pesar de que su mujer opinaba que el marido no era muy ligón, un paquete de condones. Se había tomado buena nota de todo.
A continuación llamó a la fábrica de cerveza. Pidió que le pasaran con el Departamento de Personal, y contestó al teléfono un amable señor con acento del norte.
—¿Einarsson? Claro que me acuerdo de él. Fue una historia horrible. Además tenía familia, según tengo entendido. Era uno de nuestros empleados más puntuales. Apenas una falta, por lo que veo, en siete años, lo que dice mucho en su favor. En cuanto a los meses de septiembre y octubre del año pasado…, vamos a ver.
Sejer oía cómo hojeaba los papeles.
—Voy a tardar un poco. Aquí trabajamos ciento cincuenta hombres, ¿sabe? ¿Quiere que le vuelva a llamar?
—Prefiero esperar.
—De acuerdo.
La voz fue sustituida por una cinta con una música que tronaba en su oído. Era una canción sobre un hombre que fue a buscar cerveza. Muy divertido, pensó Sejer, por lo menos, mucho mejor que esas melodías de hilo musical que solían poner en todas partes. Era una versión danesa con acordeón. Muy alegre.
—Sí, exacto —carraspeó—. ¿Me escucha? Veo que un día de octubre fichó bastante tarde. Concretamente, el dos de octubre. No llegó hasta las nueve y media. Puede que se durmiera. Esos chicos se pasan bastante tiempo en el pub.
Sejer hizo tamborilear los dedos.
—Muchas gracias. Por cierto, una cosa, ahora que me acuerdo. La señora Einarsson se ha quedado viuda con un niño de seis años, y aún no ha recibido ningún pago de ustedes. ¿Es correcto?
—Pues sí, lo es.
—¿Y cómo puede ser? Einarsson tenía un seguro suscrito con ustedes, ¿no?
—Sí, sí, así es, pero no sabíamos con certeza lo que había pasado. Las reglas en este caso son muy claras. A veces, la gente se esfuma sin más, quizá huyendo de algo, nunca se sabe. Ocurren tantas cosas raras hoy en día…
—En ese caso, Einarsson habría tenido que tomarse la molestia de matar una gallina o algo así primero —dijo Sejer secamente—, y luego haber vertido la sangre sobre el coche. Supongo que les darían algunos detalles, ¿no?
—Sí, es verdad. Pero le prometo que ahora que tenemos la información necesaria, daremos preferencia a este asunto.
Parecía perplejo. Su acento del norte se notaba cada vez más.
—Confío en usted —dijo Sejer.
Y asintió con la cabeza para sí mismo. En realidad, podría tratarse de una casualidad, pero no dejaba de ser curioso que Einarsson se durmiera justo ese día, la mañana siguiente al asesinato de Maja Durban.
Cruzó el puente, camino del pub Las armas del Rey. Conducía despacio, admirando las esculturas que había a ambos lados, separadas unos metros unas de otras. Representaban a mujeres trabajando, mujeres con cántaros de agua sobre la cabeza, con niños en los brazos, o bailando. Un elegante y magnífico espectáculo sobre las sucias aguas del río. Luego giró a la derecha, pasó por delante del viejo hotel y se deslizó lentamente por la calle de dirección única.
Aparcó el coche y lo cerró. El interior del local estaba muy oscuro y el ambiente muy cargado. Las paredes, muebles y demás enseres estaban impregnados de humo y sudor, que había penetrado en la madera, revistiendo todo el pub de esa pátina que tanto agradaba a los clientes. Las armas del rey colgaban en las paredes tapizadas de arpillera: viejas espadas, revólveres, fusiles, e incluso una impresionante ballesta vieja. Sejer se quedó en la barra, mientras sus ojos se habituaban a la oscuridad. Al fondo del local vio una puerta giratoria doble. En ese momento se abrió y apareció un hombre bajo, vestido con una chaqueta blanca de cocinero y pantalones de cuadros negros y blancos.
—¿Podría hablar con el encargado? —preguntó Sejer.
Le gustaba ese anticuado traje de cocinero; amaba las tradiciones en general.
—Soy yo. Pero no compro nada.
—Policía —dijo Sejer.
—Eso cambia las cosas. Déjeme cerrar la puerta del congelador.
Se volvió a meter dentro. Sejer echó un vistazo a su alrededor. El pub tenía doce mesas colocadas en forma de herradura, en cada una de las cuales había sitio para seis personas. En ese momento ninguna de ellas estaba ocupada, los ceniceros estaban vacíos y las palmatorias sin velas.
El cocinero, que resultó ser también el encargado, salió de nuevo por la puerta giratoria con un gesto complaciente. En lugar de gorro de cocinero llevaba en el pelo gel, brillantina u otra materia pegajosa, porque los cabellos reposaban sobre su cabeza como el caparazón de un escarabajo. Sólo un huracán sería capaz de levantar uno de esos pelos y echarlo a la sopa. Muy práctico, pensó Sejer.
—¿Está usted aquí todas las noches?
Se sentó sobre un taburete junto a la barra.
—Sí señor, todas las noches. Excepto los lunes, que cerramos.
—Un horario de trabajo bastante incómodo, me imagino, de pie hasta las dos todas las noches…
—Si tienes mujer e hijos, perro, coche, barco y casita en la montaña… entonces sí, muy incómodo. Pero yo no tengo nada de eso. —Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro—. Para mí es ideal. Además, estoy a gusto aquí, con los muchachos que frecuentan este lugar. Somos como una gran familia, ¿sabe?
Se subió al taburete de un salto.
—Bien.
A Sejer le hacía gracia el hombrecillo de pantalón a cuadros negros y blancos. Tendría cuarenta y tantos años; su chaqueta blanca estaba limpísima, lo mismo que sus uñas.
—Conocerá al grupo de la fábrica de cerveza. Suelen frecuentar este pub, ¿no?
—Solían. Esa pandilla se ha disuelto. No entiendo muy bien por qué. Pero claro, supongo que tendrá que ver con la desaparición de Primus.
—¿Primus?
—Egil Einarsson. El Primus Motor de la pandilla. De alguna manera él era el que los mantenía unidos a todos. Por eso está usted aquí, ¿no?
—¿Lo llamaban así?
El encargado sonrió, cogió un par de cacahuetes de un platito y lo empujó hacia Sejer. Le recordaron a enormes larvas y ni los tocó.
—Pero eran muchos, ¿no?
—En total unos diez o doce, pero el alma del grupo eran unos cuatro o cinco que venían casi a diario. Estaba completamente seguro de que esos chicos seguirían viniendo. No tengo ni idea de lo que pasó, salvo que a Primus lo apuñalaron. No entiendo por qué los demás han dejado de venir. Una triste historia. Esos muchachos representaban una gran fuente de ingresos. Lo pasaban bien aquí. Buena gente.
—Cuénteme qué hacían cuando venían, de qué hablaban.
El encargado se echó el pelo hacia atrás, un gesto totalmente innecesario.
—Solían jugar a los dardos —dijo señalando una gran diana que había al fondo del local—. Hacían torneos y cosas así. Charlaban, se reían y discutían. Bebían y decían tonterías. Como la mayoría de los hombres. Aquí estaban completamente relajados, jamás traían a sus mujeres. Éste es un lugar de hombres.
—¿De qué hablaban?
—De coches, mujeres, fútbol… Y del trabajo, si había sucedido algo especial. Y de mujeres, ¿ya lo he dicho?
—¿Discutían a veces?
—Sí, sí, pero no en serio. Al final siempre quedaban como amigos.
—¿Sabe el nombre de alguno de ellos?
—Bueno, sí, si Primus, Peddik y Graffen pueden considerarse nombres. Sus verdaderos nombres no los sé. Salvo el de Arvesen, el más joven de todos, Nico Arvesen.
—¿Quién era Graffen?
—Uno que trabajaba en artes gráficas. Hacía carteles y material de publicidad para la fábrica de cerveza, muy bonitos, por cierto. No sé su verdadero nombre.
—¿Cree que alguno de ellos pudo apuñalar a Einarsson?
—No, aunque nunca se sabe…, pero me extrañaría, eran amigos.
—¿Conocían a Maja Durban?
—Todo el mundo la conocía. ¿Usted no?
Sejer pasó por alto la pregunta.
—La noche en que la mataron hubo bronca aquí, ¿no?
—En efecto. Y pensándolo bien fue por culpa de las luces azules. Normalmente no suele haber problemas, pero nadie está completamente a salvo.
—¿La bronca empezó antes o después de que viera nuestros coches patrulla?
—Déjeme pensar… —Acabó de masticar los cacahuetes y se relamió los labios—. Creo que antes.
—¿Y sabe qué la provocó?
—Fue por culpa del alcohol, está claro. Peddik bebió demasiado. Tuve que llamar a la policía, aunque no me gusta nada tener que hacerlo. Me enorgullezco de poner yo mismo las cosas en su sitio, pero aquella noche no sirvió de nada. Perdió completamente los estribos; no soy médico, pero creo que fue algo parecido al
delirium tremens
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