La iglesia de ladrillos, grande y ostentosa, se erguía con mucha autosuficiencia sobre una de las colinas de la ciudad. A Sejer nunca le había gustado mucho, en su opinión sobresalía demasiado, pero no había otro lugar donde colocarla. La lápida era de piedra thulit roja, y como única inscripción habían grabado su nombre: Elise, en letras bastante grandes. Había omitido fechas, años y cosas por el estilo. Con ello se habría convertido en una de tantas, y ella no lo era, pensaba él. Al hurgar un poco en la tierra con un dedo, vio los primeros brotes verdosos y amarillos. Se alegró. Permaneció un instante con los ojos entornados, Elise al menos tenía compañía. El lugar más solitario del mundo, pensó de repente, sería un cementerio con una sola lápida.
—
Kollberg
, ¿qué se sentirá estando aquí? ¿Crees que hará frío?
El perro lo miró con sus ojos negros y las orejas alerta.
—Ahora también hay cementerios para perros, ¿sabes? Antes me hacía mucha gracia, pero con el tiempo he ido cambiando de opinión, porque ahora sólo te tengo a ti.
Acarició la gran cabeza del perro y respiró profundamente.
De camino al coche pasó por la tumba de Durban. Estaba completamente vacía, salvo un ramito de brezo seco y marrón. Deberían haberlo quitado. Se agachó rápidamente, retiró el brezo seco y limpió la tierra delante de la lápida. Echó el brezo en el cubo de basura que había junto al grifo de agua para regar. Se metió de nuevo en el coche, y como por un impulso repentino se dirigió a la comisaría.
S
karre, al que le tocaba guardia, estaba leyendo un libro de bolsillo con las piernas sobre la mesa. La portada era de lo más sangriento.
—La noche del dos de octubre —dijo Sejer secamente— hubo bronca en Las armas del Rey, y estuvimos a punto de meter a un borracho en el calabozo.
—¿A punto?
—Sí, al parecer se libró en el último momento. Me gustaría saber su nombre.
—Si es que se registró, claro.
—Fue rescatado por un compañero. Por Egil Einarsson para más señas. Puede que esté en el informe. Lo llamaban Peddik. ¡Inténtalo!
—Lo recuerdo —dijo Skarre. Se inclinó sobre el teclado del ordenador y comenzó a buscar, mientras Sejer esperaba. Por fin era de noche, su whisky lo estaba esperando y la oscuridad acechaba en las ventanas, como si los Juzgados fueran una gran jaula de loros sobre la que alguien había puesto una manta. Todo estaba en silencio. Skarre repasaba robos, escándalos domésticos y bicicletas robadas, pulsando las teclas con los diez dedos.
—¿Has hecho algún cursillo? —preguntó Sejer.
—Ahron —contestó—. Peter Fredrik Ahron. Tollbugate, número cuatro.
Sejer anotó el nombre, sacó el cajón interior del escritorio con la punta del zapato y puso el pie sobre él.
—Claro. Nos pusimos en contacto con él más tarde, cuando se denunció la desaparición de Einarsson. Peter Fredrik. Fuiste tú quien habló con él, si no recuerdo mal.
—Sí, es verdad. Hablé con varios de ellos. Uno se llamaba Arvesen, creo.
—¿Recuerdas algo sobre ese Ahron?
—Desde luego. Recuerdo que no me gustó. Y que estaba bastante nervioso. Me extrañó, pues al parecer había mantenido una tremenda pelea con Einarsson, de eso me enteré más tarde, al hablar con Arvesen, pero no había material suficiente para seguir con la investigación. Habló muy bien de Einarsson. Dijo que jamás había hecho daño a nadie, y que lo que le había pasado seguro que se debió a un desafortunado malentendido.
—¿Hiciste alguna comprobación rutinaria sobre posibles antecedentes?
—Sí, lo hice. Arvesen tenía multas de tráfico. Einarsson no tenía nada y Ahron una sentencia por conducir borracho.
—Tienes muy buena memoria, Skarre.
—Sí, no puedo negarlo.
—¿Qué estás leyendo?
—Una novela policíaca.
Sejer enarcó las cejas.
—¿Tú no lees novelas policíacas, Konrad?
—No, por Dios, ya no. Antes sí, de vez en cuando. Cuando era más joven.
—Ésta —dijo Skarre, agitando el libro— es estupenda. Completamente diferente, ¿sabes?, me resulta imposible dejarla.
—Lo dudo.
—No deberías perdértela; si quieres, te la dejo cuando la acabe.
—Gracias, pero no me interesa. Tengo en casa un montón de libros policíacos realmente buenos. Te los presto, si te interesa esa clase de libros.
—¿Son muy viejos?
—Más o menos como tú —sonrió Sejer, dando una patada al cajón, que se cerró con un chasquido.
L
legó el sábado, y con él un tiempo despejado y tranquilo. Sejer estudió la manga catavientos al entrar con el coche en el aeródromo de Jarlsberg. En realidad parecía un preservativo gigante usado, tirado por alguno de los dioses, que caía fláccidamente sobre el asta. Aparcó el coche, sacó el paracaídas del portaequipajes y lo cerró. Llevaba el traje en una bolsa de plástico. El día era excelente, tal vez dé para dos saltos, pensó. Descubrió a algunos de los jóvenes ya en plena marcha. Llevaban trajes de saltar rojos y azules turquesa, tan ceñidos como los maillots de los patinadores de competición, y sus paracaídas enrollados parecían pequeñas mochilas.
—¿Compráis esos chismes en botes de spray, o qué? —preguntó Sejer mirando los flacos cuerpos de los chicos, en los que se dibujaba claramente cada músculo, o mejor dicho, la carencia de ellos, bajo la finísima tela.
—Exactamente —dijo un chico rubio—. Con esa tienda de campaña que tú llevas no se puede coger gran velocidad. —Se refería al traje de Sejer—. Pero en tu trabajo tendrás movimiento de sobra, ¿no?
—Pues sí, más bien. Para mí éste frena lo justo.
Dejó caer al suelo el traje y el paracaídas y miró fijamente al cielo haciéndose sombra con la mano.
—¿En qué vamos a volar hoy?
—En el Cessna. Cinco a la vez, y los viejos saltan primero. Hauger y Bjørneberg vendrán luego, podrás unirte a ellos en una pequeña formación a tres, ¿no? Sois de la misma categoría de peso, me parece. Si no, podrías olvidarte de tus habilidades.
—Me lo pensaré —contestó secamente—. Pero para ir cogido de la mano de alguien, prefiero quedarme en tierra. Precisamente, una de las cosas que me gustan de ahí arriba —dijo señalando al aire— es la soledad. Allí arriba es inmensa. Ya lo entenderás cuando te hagas mayor.
A Sejer no le gustaba más el salto en formación que la natación sincronizada. Sacó una Coca-Cola de la máquina y se quedó un rato sentado en el extremo de la lona. Tuvo cuidado de no manchar mientras bebía lentamente, observando a los paracaidistas que ya empezaban a saltar. En primer lugar lo hizo un grupo de aprendices. Parecían cornejas heridas que se precipitaban al suelo de las maneras más extrañas. El primero aterrizó con la barbilla en la tierra arada, el segundo se golpeó contra el ala de un agresivo avión de aeromodelismo que daba vueltas por la hierba. Los paracaidistas tenían que compartir la pista de aterrizaje con el club de aereomodelismo, un eterno conflicto que a veces se aproximaba a una guerra. Se oyeron maldiciones y blasfemias. «Joder, qué fácil parece cuando se salta desde una banqueta de cocina», pensó. Así se entrenaban, saltaban diez o quince veces desde una banqueta de cocina, rodaban y volvían a ponerse en pie de un salto con una enorme agilidad. La realidad era muy distinta, él mismo se fracturó el tobillo la primera vez, y Elise esbozó una sonrisa cuando volvió a casa cojeando, con el pie escayolado. No fue una sonrisa maliciosa, pero sí era cierto que le había advertido de antemano de los peligros que ese deporte conllevaba. Por lo demás, había tenido mucha suerte, tal vez demasiada. Después de sus dos mil diecisiete saltos no había tenido ninguna penalización, y eso era inquietante. Todo el mundo tenía alguna, y antes o después, también le tocaría a él. «Tal vez me llegue hoy», pensó. Tenía esos mismos pensamientos cada vez que se sentaba sobre la lona a preparar su primer salto. No debía olvidar jamás que antes o después tiraría de la manivela, miraría al cielo y comprobaría que no había ningún paracaídas sobre él, ese paracaídas azul y verde que tenía desde hacía quince años y que nunca había dado motivos para ser sustituido.
Se levantó y dejó la botella en el coche. Estudió el paisaje, que resultaba llano y aburrido desde el suelo, pero que desde diez mil pies de altitud se convertía en una hermosa acuarela. El aire era cristalino y el sol hacía brillar las ventanillas del coche. Luego se puso el mono azul, se ató el paracaídas y se dirigió lentamente hacia el avión rojo y blanco que estaba aterrizando. Primero se metieron dos chicos y una chica de unos dieciséis años. Sejer se sentó junto a la puerta; iban como sardinas en lata, con las rodillas encogidas hasta la barbilla y las manos cruzadas delante de los pies. Se tensó los cordones de las botas, se puso el casco de cuero y saludó con la cabeza al muchacho que hacía el número cinco y que a duras penas logró sentarse entre los demás. El piloto se giró, levantó un pulgar y arrancó. El avión no hacía mucho ruido pero dio unos cuantos tumbos en cuanto empezó a rodar. En ese momento siempre procuraba vaciar su cabeza de pensamientos; miró los coches aparcados al pasar junto a ellos y notó cómo se despegaban las ruedas del suelo. Seguía la aguja del altímetro conforme iban subiendo, con el fin de comprobar que todo estaba en orden. Se aproximaban a los quince mil pies. Vio el fiordo azul y el tráfico de la autopista centellear; desde esa altura parecía que los coches se movían muy despacio, como a cámara lenta, aunque en realidad iban a noventa o cien. Alguien carraspeó, los tres jóvenes repasaron la formación con las manos, parecían niños vestidos con monos alegres jugando a algo. El número de revoluciones iba bajando. Sejer tensó bien la cuerda del casco, volvió a comprobar una vez más los cordones de las botas y la aguja del altímetro que seguía subiendo, y sonrió al ver las pegatinas en la puerta del avión, nubes blancas con distintos textos:
Blue sky forever
,
Chickens turn back
! y
Give my regards to mama
. Ya estaban arriba. Hizo una seña con la cabeza a Trondsen, que estaba enfrente de él, para indicarle que quería saltar en primer lugar. Se volvió hacia el interior del avión, quedando de espaldas a la puerta y contempló esos rostros jóvenes tan peculiarmente lisos; realmente tenían aspecto de niños. No podía recordar haber tenido nunca la cara tan lisa, aunque claro, hacía mucho tiempo, más de treinta años, pensó. En ese momento Trondsen abrió la puerta de tal modo que el bramido de fuera y la presión del viento, que empujaba a Sejer hacia el interior del pequeño avión, le impidieran caer antes de estar listo. «Puede que no se te abra, Konrad», se dijo a sí mismo. Se lo decía siempre en esos momentos para no olvidarlo. Levantó el pulgar, miró por última vez los jóvenes rostros sin sonreír, ellos tampoco le sonreían, se echó hacia atrás y cayó.
A
l día siguiente volvió a meter a
Kollberg
en el coche y se encaminó a la residencia de ancianos, donde su madre llevaba ya cuatro años postrada en una cama. Aparcó en el espacio reservado para visitantes, hizo una advertencia al perro y fue hacia la entrada principal. Siempre tenía que armarse de valor antes de entrar, necesitaba más del habitual. No lo tenía justo entonces, hacía dos semanas que no la visitaba. Se enderezó y saludó con la cabeza al conserje, que en ese momento caminaba hacia él con una escalera al hombro. Tenía una manera de andar relajada y bamboleante, y una sonrisa satisfecha se dibujaba en su ancho rostro. Era uno de esos hombres que disfrutan de su trabajo, que no echan en falta nada en la vida y que seguramente no entendía de qué se quejaba tanto todo el mundo. Increíble. No se ve a menudo esa expresión de cara, pensó Sejer, que divisó de repente su siniestro rostro en la puerta de cristal por la que se disponía a pasar. Supongo que no soy especialmente feliz, pensó, pero tampoco me preocupa demasiado. Subió por la escalera hasta el primer piso, saludó con la cabeza a las enfermeras y se dirigió directamente a la puerta de su madre. Estaba en una habitación individual. Llamó con fuerza tres veces y abrió la puerta. Dentro, se detuvo un instante para dar tiempo a que los sonidos llegaran a la anciana, que en ese momento volvió la cabeza. Sejer sonrió y se acercó a la cama, arrastró la silla hasta ella y cogió la delgada mano de su madre.
—Hola, madre —dijo. El color de sus ojos se había vuelto más mustio y estaban muy brillantes—. Soy yo. He venido a ver qué tal estás. —Le apretó la mano, pero ella no devolvió el apretón—. Pasaba por aquí cerca… —mintió.
La mentira no le produjo mala conciencia. De algo tenía que hablar, y no resultaba fácil.
—Espero que tengas todo lo que necesites.
Sejer miró a su alrededor, como queriendo comprobarlo.
—Espero que el personal se tome tiempo para pasarse por aquí y sentarse a charlar un poco —dijo—. Me aseguran que lo hacen, espero que sea verdad.
Ella no contestó. Lo miraba con sus ojos claros, como si esperase algo más.
—No te he traído nada, no es fácil. Me dicen que las flores no te van muy bien, así que resulta complicado encontrar algo, por eso sólo he traído conmigo a
Kollberg
que está sentado en el coche —añadió.
Los ojos de su madre se apartaron de él y se dirigieron a la ventana.
—Está nublado —se apresuró a decir Sejer—. Una luz agradable. No hace demasiado frío. Espero que puedas salir un poco a la terraza cuando llegue el verano. ¡Con lo que nos gustaba a ti y a mí salir fuera en cuanto teníamos ocasión…!
Le cogió la otra mano. Desaparecieron entre las suyas.
—Tienes las uñas demasiado largas —dijo de repente—. Tendrían que habértelas cortado.
Las tocó con sus dedos. Eran gruesas y amarillas.
—No se tarda tanto, yo mismo podría hacerlo, pero me temo que soy un poco torpe. ¿No hay aquí gente que se ocupe de eso?
Ella volvió a mirarlo. Tenía la boca entreabierta. Le habían quitado la dentadura postiza, decían que no hacía más que estorbarle. Parecía mayor de lo que en realidad era. Pero la habían peinado y estaba limpia, al igual que la ropa de la cama y la habitación. Sejer suspiró levemente. La miró otra vez, buscando un mínimo reconocimiento en sus ojos, pero no lo encontró. Su madre volvió a desviar la mirada. Cuando Sejer por fin se levantó y fue hacia la puerta, ella estaba mirando por la ventana como si se hubiera olvidado de él. Fuera, en el pasillo, se encontró con una enfermera que le sonrió abiertamente; él se limitó a devolverle una breve sonrisa.