—No me cuesta nada acercarme en coche —explicó Sejer educadamente intentando no mirar la ropa interior—, por eso he venido en lugar de llamar por teléfono. Termine lo que está haciendo, no me importa esperar.
La mujer tendió a toda prisa el resto de la colada y cuando acabó, cogió la palangana y se la puso debajo del brazo.
—¿No está el chico?
—Sí, en el garaje —dijo, señalando hacia la calle—. Solía pasar muchos ratos allí con su padre, observándolo mientras se ocupaba del coche. Ahora se mete allí y se pasa el tiempo sentado mirando a la pared. No tardará en salir.
Sejer miró hacia el garaje, un garaje doble pintado de verde, igual que la casa. Luego la siguió adentro.
—¿Qué quería decirme, señora Einarsson? —le preguntó sin rodeos. Se habían quedado en la puerta del salón. Ella dejó la palangana en el suelo y se retiró de la cara uno de sus cabellos teñidos.
—Llamé a mi hermano anoche. Está en Stavanger, en una feria de ferretería. Era un mono, ¿sabe?, uno de esos monos verdes de nailon con un montón de bolsillos. Se lo ponía para arreglar el coche y lo llevaba siempre en el maletero. Lo estuve buscando porque me acordé de que había sido bastante caro. Y resultaba práctico llevarlo en el maletero por si el coche se paraba de repente y había que salir y apretar alguna tuerca, decía él. Mi hermano también lo quería para eso, así que cuando vi que no estaba en el coche, lo busqué por el garaje. Tampoco estaba allí. Desaparecieron el mono y una linterna grande.
—¿Preguntó usted a la policía?
—No, pero supongo que la policía no tiene derecho a quitar cosas de los coches sin avisarnos.
—Por supuesto que no. Pero voy a comprobarlo de todos modos. ¿Lo llevaba siempre?
—Siempre. Era muy ordenado para todo lo que tenía que ver con ese coche. Nunca iba a ningún sitio sin llevar un bidón de gasolina, aceite para el motor, líquido limpiaparabrisas y una garrafa de agua. Y el mono verde. Por cierto, esa linterna me habría venido muy bien, a veces saltan los fusibles. La instalación eléctrica de esta casa es una porquería, tendrían que cambiarla. Pero la Junta que tenemos ahora es la peor que hemos tenido, suben el alquiler una vez al año y dicen que lo guardan para hacer terrazas. Pero no creo que llegue a verlas. Bueno, como le he dicho, era un mono.
—Es una observación muy útil —la elogió Sejer—; ha estado bien que se acordara.
Y también le resultaría útil al asesino, pensó; le serviría para ponérselo encima de su ropa manchada de sangre.
La mujer se sonrojó y volvió a coger la palangana. Era muy grande, de plástico color azul turquesa, y cuando se la apoyaba en la cadera le hacía adoptar una postura retorcida, muy curiosa.
—Prometí al chico que le daría un paseo en el coche. ¿Puedo ir a buscarlo al garaje?
Ella lo miró sorprendida.
—Claro. Pero luego vamos a salir, así que no puede entretenerse mucho.
—Será un pequeño paseo.
Salió de nuevo de la casa rumbo al garaje. Jan Henry estaba sentado en un banco de trabajo que había junto a la pared. Le colgaban las piernas. Tenía las zapatillas de deporte manchadas de aceite. Se sobresaltó al descubrir a Sejer, luego se le iluminó el rostro.
—He traído el coche. Tu madre nos da permiso para ir a dar un pequeño paseo si te apetece. Podrás probar la sirena.
El chico bajó de un salto del banco, que era bastante alto, y tuvo que dar corriendo un par de pasos para recuperar el equilibrio.
—¿Es un Volvo?
—No, es un Ford.
Jan Henry iba corriendo delante, mientras Sejer miraba sus piernas, tan blancas y delgadas que parecían anormales. Casi no se le veía en el asiento delantero, y resultó difícil fijarle el cinturón de seguridad como manda la ley, pero podría pasar. El niño apenas llegaba al salpicadero cuando se estiraba. Sejer arrancó y enfiló la carretera. Durante un buen rato permanecieron en silencio; tan sólo se oía el ruido constante del motor y algún que otro «shssss» de los coches de la fila izquierda cuando los sobrepasaban. El chico iba con las manos entre los muslos como si tuviera miedo de tocar algo sin querer.
—¿Echas de menos a tu papá, Jan Henry? —preguntó Sejer en voz baja.
El niño lo miró sorprendido, como si fuera la primera vez que le hacían esa pregunta. La respuesta era evidente.
—Muchísimo —dijo con sencillez.
Volvieron a callarse. Sejer conducía en dirección a la fábrica de hilados, puso el intermitente a la derecha y continuó subiendo hacia la cascada.
—Hay mucho silencio en el garaje —dijo de repente el chico.
—Sí. Es una pena que tu mamá no entienda de coches.
—Mm. Cuando tenía tiempo, papá siempre estaba allí dentro arreglando el coche.
—Y huele tan bien —dijo Sejer sonriendo—, a aceite, gasolina y cosas de ésas.
—Me había prometido comprarme un mono —continuó el niño—, uno igual que el suyo. Pero desapareció antes. El mono tenía catorce bolsillos. Iba a ponérmelo para arreglar mi bici. Se llama mono de engrasar.
—Sí, es verdad, se llama mono de engrasar. Yo también tengo uno, pero el mío es azul y pone
FINA
en la espalda. Y no sé si tiene catorce bolsillos, puede que sólo ocho o diez.
—Los azules también me gustan. ¿Los hacen en tallas infantiles? —preguntó dándoselas de adulto.
—No lo sé, pero voy a averiguarlo.
Tomó nota mentalmente, volvió a girar a la derecha y detuvo el coche. Desde allí se veían los edificios de la Radiotelevisión Noruega, que estaban situados en un idílico paraje junto al río. Señaló las ventanas, que brillaban al sol.
—¿Les tomamos el pelo un poco con la sirena?
Jan Henry asintió con la cabeza.
—Aprieta aquí —dijo Sejer, señalando un botón—, y podremos ver lo ansiosos que están allí abajo por conseguir noticias. Tal vez salgan corriendo con los micrófonos.
La sirena arrancó con un pequeño «plof», luego aulló estrepitosamente a través del aire, golpeó contra la ladera del otro lado del río y volvió aullando. Dentro del coche no se oía mucho, pero cuando los cien decibelios llevaban un rato sonando, el primer rostro apareció en una de las brillantes ventanas. El segundo no tardó mucho. Se abrió una puerta y alguien salió a la terraza que había en uno de los extremos del edificio. El hombre se llevó una mano al rostro, tapándose el sol que lo tenía de cara.
—¡Seguro que piensan que ha habido un asesinato! —gritó el chico entusiasmado.
Sejer rió entre dientes y estudió esos pálidos rostros de primavera que seguían saliendo de la casa.
—Bueno, tendremos que callarnos. A ver si también eres capaz de pararla.
Lo fue. Tenía los ojos brillantes y pequeñas manchas en las mejillas.
—¿Cómo funciona? —preguntó entusiasmado.
—Vamos a ver —dijo Sejer hurgando en su memoria—; primero hacen un circuito oscilante electrónico, que crea un pulso rectangular que se amplifica con un amplificador y entra en un altavoz.
Jan Henry asintió con la cabeza.
—Y luego varía entre ochocientos y mil seiscientos períodos. Es decir, oscila en intensidad para que se oiga mejor.
—¿En la fábrica de sirenas?
—Sí señor. En la fábrica de sirenas. En América o en España. Ahora nos vamos a tomar un helado, ¿quieres, Jan Henry?
—Sí, nos lo hemos merecido, aunque no hayamos capturado a ningún ladrón.
Volvieron a la carretera principal y se desviaron a la izquierda, rumbo a la ciudad. Al llegar al hipódromo, Sejer paró el coche, lo aparcó y llevó al chico hasta el puesto de helados. Tuvo que ayudarle un poco con el papel, que se había pegado al helado. Se sentaron en un banco al sol, saboreando y chupando. El niño había elegido un polo rojo y amarillo con chocolate en la punta y Sejer un cucurucho de fresa, el mismo de siempre. Nunca había encontrado razón alguna para cambiar de sabor.
—¿Vas a volver al trabajo?
Con la mano libre, Jan Henry se limpió la barbilla de zumo de fruta y azúcar.
—Sí, pero primero voy a ver a un tipo en la calle de Erik Børresen.
—¿Es un criminal?
—No —sonrió Sejer—, probablemente no.
—¿Pero no estás seguro? ¿Puede que sea un criminal?
Sejer tuvo que rendirse y sonreír.
—Bueno, sí, quizá lo sea. Pero voy a verlo para asegurarme de que no lo es. Y entonces podré borrarlo de la lista. Y así seguiremos hasta que quede sólo uno.
—Seguro que va a llevarse un buen susto cuando te vea aparecer con este coche.
—Pues sí, no te equivocas. Todos se asustan. Es curioso, ¿sabes? A casi todo el mundo le remuerde la conciencia por algo. Y cuando llamo a su puerta me parece estar viendo cómo repasan en su memoria con el fin de encontrar lo que tal vez yo ya he encontrado. No debería reírme, pero a veces no me puedo controlar.
El chico asintió. Disfrutaba de la compañía del sabio policía. Acabaron sus helados y volvieron al coche. Sejer había pedido una servilleta de papel en el puesto y limpió la boca al niño. Luego le ayudó a ponerse el cinturón de seguridad.
—Mamá y yo vamos al centro a alquilar una película. Una para cada uno.
Sejer cambió de marcha y miró por el espejo retrovisor.
—¿Y tú cuál vas a coger? ¿Una de acción?
—Sí.
Sólo en casa 2
. La primera la he visto dos veces.
—Como ya no tenéis coche, iréis en autobús, ¿no?
—Sí. Se tarda bastante, pero no importa, porque tenemos mucho tiempo. Antes, cuando papá…, cuando teníamos coche, no tardábamos nada en ir y volver.
Se metió un dedo en la nariz y hurgó un poco.
—A papá le hubiera gustado tener un BMW. Había ido a ver uno blanco. Si esa señora hubiese comprado el Manta…
Faltó poco para que Sejer se saliera de la carretera. El corazón le dio un vuelco, pero enseguida se serenó.
—¿Qué has dicho, Jan Henry? Es que estaba pensando en otra cosa, ¿sabes?
—Una señora que quería comprar nuestro coche.
—¿Te lo dijo tu padre?
—Sí. En el garaje. Fue ese día…, el último día que pasó en casa.
—¿Una señora?
Sejer notó que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
—¿Te dijo también su nombre? —Miró por el retrovisor, cambió de carril y contuvo la respiración.
—Sí, porque lo tenía apuntado en una nota.
—¿Ah, sí?
—Pero ya no me acuerdo, hace tanto tiempo…
—¿En una nota? ¿La viste?
—Sí, la llevaba en el bolsillo del mono. Estaba tumbado boca arriba, debajo del coche, y yo estaba sentado en el banco, como siempre. No, no era una nota, más bien una hoja. O la mitad de una hoja.
—Pero dices que la viste. ¿La sacó del bolsillo?
—Sí, del bolsillo de arriba. Leyó el nombre, y luego…
—¿Luego se la volvió a meter en el bolsillo?
—No.
—¿La tiró?
—No recuerdo lo que hizo con ella —dijo el chico con aire triste.
—Si piensas mucho en ello, ¿crees que podrás recordar lo que tu padre hizo con la nota?
—No lo sé.
El chico miró con semblante serio al policía; empezó a intuir que se trataba de algo importante.
—Si me acuerdo te lo diré —susurró.
—Jan Henry —dijo Sejer en voz baja—, esto es muy, muy importante.
Habían llegado a la casa verde.
—Entiendo.
—Así que si se te ocurre algo sobre esa señora, lo que sea, díselo enseguida a tu madre para que me llame.
—Vale. Si me acuerdo. Pero ya te he dicho que hace mucho tiempo.
—Es verdad; aunque, ¿sabes?, si uno se esfuerza mucho, y piensa en la misma cosa día tras día, es posible acordarse de algo que uno pensaba que había olvidado.
—
Ciao
—dijo Jan Henry.
—Ya nos veremos —dijo Sejer.
Dio marcha atrás y miró al chico por el retrovisor. Iba corriendo hacia la casa.
«Debería haber caído antes en que el chico podía saber algo —se dijo—. Se pasaba el día metido en el garaje con su padre. ¿Por qué no aprenderé nunca?»
U
na mujer.
Iba pensando en ello mientras aparcaba el coche junto a los Juzgados; luego anduvo los escasos metros que lo separaban de la calle de Erik Børresen. Puede que fueran dos. La mujer pudo tentarle a salir, y un hombre podía estar esperando para hacer la parte sucia del trabajo. Pero ¿por qué?
La calle de Erik Børresen número seis era una tienda de artículos sanitarios, así que entró en el número cinco, donde encontró un J. Mikkelsen en el tercer piso. Estaba en paro, razón por la que se encontraba en casa. Un hombre de unos veinticinco años, con las rodillas que le sobresalían de los pantalones vaqueros.
—¿Conoces a Egil Einarsson? —preguntó Sejer, mientras observaba la reacción del otro. Estaban sentados junto a la mesa de cocina, cara a cara. Mikkelsen empujó hacia un lado un montón de boletos de lotería, un salero y el último ejemplar de la revista
Hombres
.
—¿Einarsson? Me suena, pero no sé de qué. Einarsson… suena a islandés.
Seguramente no tenía nada que ocultar. Así pues, perdía el tiempo allí sentado, junto a esa mesa con un hule a cuadros a pleno día, husmeando una pista falsa.
—Está muerto. Fue encontrado en el río hace un par de semanas.
—¡Ah ya!
No paraba de tocarse el fino aro de oro que llevaba en una oreja, y movió la cabeza enérgicamente.
—Claro, claro, lo vi en el periódico. Apuñalado. Sí, ya sé. Eso es, Einarsson. Esto parecerá pronto Estados Unidos, y la culpa de todo la tiene la droga, ya que me lo pregunta.
No le había preguntado nada, sino que callaba y esperaba, mientras observaba con curiosidad ese rostro joven con una coleta que le sentaba de maravilla. A pocos, pensó Sejer, les sienta bien la coleta, a muy pocos.
—Bueno, yo no lo conocía.
—¿Así que no sabes qué marca de coche tenía?
—¿Coche? ¿Y cómo demonios iba a saberlo?
—Tenía un Opel Manta. Modelo ochenta y ocho. En muy buen estado. Te lo compró a ti hace dos años.
—¡Coño! ¿Es él? —Mikkelsen movía la cabeza pensativo—. Claro, por eso me sonaba familiar. ¡Joder!
Palpó la mesa en busca de un paquete de chicles de nicotina, lo puso de canto, lo apretó por una esquina con un dedo, lo levantó en el aire y lo cogió con la mano.
—¿Y cómo diablos lo han averiguado?
—Hicisteis un contrato de compraventa por escrito, como todo el mundo. ¿Pusiste un anuncio en el periódico?