El ojo de Eva (3 page)

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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

BOOK: El ojo de Eva
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4

E
l informe de la autopsia llegó al cabo de dos semanas. El inspector jefe, Konrad Sejer, había convocado a seis personas en la sala de reuniones de uno de los barracones situados detrás de los Juzgados. Esos barracones se habían construido hacía poco, debido a la falta de espacio, y contenían una serie de despachos ocultos al público y visitados por muy poca gente, tan sólo por aquellas desafortunadas almas que entraban en un contacto más íntimo con la policía. Ya se habían aclarado una serie de puntos. Conocían la identidad del hombre; por cierto, la habían averiguado enseguida, ya que llevaba el nombre de Jorun grabado en su alianza. Una carpeta del mes de octubre del año anterior contenía toda la documentación sobre el desaparecido Egil Einarsson, de treinta y ocho años de edad, domiciliado en Rosenkrantzgate 16, visto por última vez el 5 de octubre a las nueve de la noche. Dejaba mujer y un hijo de seis años. Era una carpeta muy fina, pero pronto engordaría. Las fotografías recientes ocupaban bastante espacio, aunque no eran nada bonitas. El día en que Einarsson desapareció se interrogó a una serie de personas: esposa, compañeros de trabajo, parientes, vecinos y amigos. Nadie tenía gran cosa que decir. No era de los mejores, pero tampoco tenía enemigos, al menos, no se le conocían. Trabajaba en la fábrica de cerveza, iba a comer a casa todos los días la comida que le había preparado su mujer y pasaba gran parte de su tiempo libre en el garaje, reparando y cuidando de su coche, que era su tesoro, o en un pub de la parte sur en compañía de sus amigos. El pub se llamaba Las armas del Rey. Así pues, o el tal Einarsson era un pobre hombre con tan mala suerte que había resultado víctima de un drogadicto desesperado en busca de dinero —la heroína se había apoderado seriamente de la ciudad, vistas las posibilidades de ese frío lugar barrido por el viento—, o guardaba un secreto. Tal vez debiera dinero.

Sejer miró el informe frunciendo el entrecejo y rascándose la nuca. No dejaba de impresionarle el hecho de que la gente del Instituto Forense fuera capaz de investigar una masa medio podrida de piel y pelo, huesos y músculos, y recomponerla en un hombre entero con edad, peso, medidas, estado de salud, enfermedades, operaciones sufridas, estado dental y disposiciones genéticas.

—Restos de queso fundido, carne, pimiento rojo y cebolla en el estómago —dijo en voz alta—. Suena a pizza.

—¿Puede eso constatarse al cabo de medio año?

—Sí; bueno, es decir, si los peces no han acabado con todo. Eso también puede ocurrir.

Sejer estaba hecho de un material muy sólido. Iba a cumplir cuarenta y nueve años, se había remangado la camisa, tenía ya algo morenos los antebrazos, y sus venas y tendones se apreciaban claramente bajo la piel, como en una plancha de madera. Tenía los rasgos muy marcados y el rostro anguloso, los hombros rectos y anchos y la piel curtida pero bien conservada. Su cabello era hirsuto y de color acero, casi metálico, y muy corto. Tenía los ojos grandes y claros y el iris del color de pizarra mojada, había dicho su mujer, Elise, hacía muchos años. A él le parecía una frase muy bonita.

Karlsen era diez años más joven y bastante más menudo. A primera vista parecía un petimetre sin peso, tenía unos encerados bigotes de gato y el pelo levantado, peinado hacia atrás con un volumen impresionante. El más joven y más novato de ellos, Gøran Soot, estaba ocupado en abrir una bolsita de gominolas sin hacer demasiado ruido. Soot tenía un pelo abundante y ondulado, un cuerpo atlético, con mucho músculo y buen color de piel; vistas de una en una, las partes de su cuerpo estaban sin duda muy bien, pero el conjunto resultaba demasiado perfecto; él no era consciente de este curioso hecho. Junto a la puerta estaba sentado el jefe de sección, Holthemann, callado y gris, y detrás de él una mujer policía de pelo rubio y corto. Al lado de la ventana estaba sentado Jacob Skarre, con un brazo apoyado en el borde de la misma.

—¿Cómo está la señora Einarsson? —preguntó Sejer. Se preocupaba por la gente, sabía que la mujer tenía un niño de seis años.

Karlsen sacudió la cabeza.

—Parecía algo perpleja. Preguntó si podría cobrar por fin el seguro de vida y luego se llenó de pesadumbre por haber pensado sólo en el dinero de entrada.

—¿Y por qué no ha cobrado nada?

—Porque no había cadáver.

—Hablaré de ello con las autoridades competentes —dijo Sejer—. ¿De qué han vivido durante este último año?

—De la Oficina Social.

Sejer sacudió la cabeza y hojeó el informe. Soot se metió en la boca una gominola verde con forma de hombre, de la que sólo quedaron fuera las piernas.

—El coche —prosiguió Sejer— fue encontrado en el vertedero. Estuvimos rebuscando en la basura durante días. En realidad, lo mataron en otro lugar, quizá en la orilla del río. Y luego el asesino se metió en el coche y lo llevó al vertedero. Resulta increíble que Einarsson haya estado medio año en el agua sin aparecer hasta ahora. Durante todo ese tiempo el asesino habrá estado albergando la esperanza de que el cadáver no saliera a la superficie. Bueno, ahora ya podrá dejar de hacerse ilusiones. Me imagino que será un duro golpe.

—¿Se engancharía en algo? —preguntó Karlsen.

—No lo sé. Resultaría un poco extraño; en el fondo no hay más que gravilla; no hace mucho que lo limpiaron. Puede que fuera arrastrado hacia el borde y que se enganchara allí en algo. Por lo demás, tenía el aspecto que más o menos era de esperar, ¿no?

—El coche estaba recién lavado y aspirado por dentro —dijo Karlsen—. Habían sacado brillo al salpicadero y empleado cera y renovador de gomas por todas partes. Salió de su casa para venderlo.

—Y su mujer no sabía a quién iba a vendérselo —les recordó Sejer.

—Ella no tenía ni idea de nada, pero por lo visto, era lo normal en esa casa.

—¿Y no había llamado nadie preguntando por él?

—No. De repente anunció que tenía un comprador. A ella le pareció extraño, pues su marido había estado ahorrando como un loco para comprar ese coche, y luego se pasó meses arreglándolo, lo cuidaba como a un cachorro.

—Tal vez necesitara dinero de repente —dijo Sejer. Se levantó y se puso a caminar—. Tenemos que encontrar a ese comprador. Me pregunto qué pasó entre ellos. Según su mujer, llevaba quinientas coronas en la cartera. Deberíamos examinar el coche una vez más, alguien estuvo sentado en él y lo condujo durante varios kilómetros, un asesino. ¡Alguna huella dejaría!

—El coche fue vendido —intervino Karlsen.

—Ya me lo imaginaba.

—Es raro que alguien vaya a enseñar un coche a las nueve de la noche —dijo Skarre, un hombre arrugado del sur, de rostro amable—, hay mucha oscuridad a las nueve en el mes de octubre. Si yo fuera a comprarme un coche, querría verlo a la luz del día. Pudo tratarse de un plan, una especie de trampa.

—Sí. Y cuando se quiere probar un coche, se suele ir a la carretera, lejos de la gente —señaló Sejer rascándose la barbilla, con las uñas cortadas al ras—. Si fue apuñalado el cinco de octubre quiere decir que llevaba seis meses en el río —añadió—. ¿Concuerda con el estado del cadáver?

—En el Instituto Forense son muy puntillosos sobre eso —respondió Karlsen—. Dicen que esas cosas son imposibles de fechar. Snorrasson me contó que una mujer fue encontrada completamente entera al cabo de siete años en un lago de Irlanda. ¡Después de siete años! El agua estaba helada, y ella como en conserva. Creo que podemos suponer que realmente ocurrió el cinco de octubre. Tuvo que tratarse de alguien bastante fuerte, creo, a juzgar por el estado que presenta el muerto.

—Veamos las puñaladas.

Sacó de la carpeta una de las fotos, fue hasta la pizarra y la colgó con las pinzas. La foto mostraba la espalda y el trasero de Einarsson; la piel había sido cuidadosamente lavada y las puñaladas se habían hinchado tanto que parecían cráteres.

—Son realmente extrañas, quince puñaladas de las cuales la mitad se encuentran en la región lumbar, el trasero y el bajo vientre, y el resto en el costado derecho, justo encima de la cadera, asestadas con mucha fuerza por una persona diestra, de arriba abajo. El cuchillo era de hoja larga y estrecha, muy estrecha, de hecho. Tal vez un cuchillo de cortar pescado. Aparentemente, una extraña manera de atacar a un hombre. Pero no nos olvidemos del aspecto del coche, ¿no?

De repente cruzó la habitación dando largas zancadas y levantó a Soot de la silla. La bolsa de las gominolas se cayó al suelo.

—Necesito una víctima —dijo Sejer—. ¡Ven aquí!

Empujó al sargento hasta el escritorio, se colocó detrás de él y cogió la regla de plástico.

—Pudo haber sucedido más o menos de esta manera: éste es el coche de Einarsson —dijo, poniendo al joven policía boca abajo sobre el escritorio. Su barbilla quedó justo al borde de la mesa—. El capó está levantado porque están mirando el motor. El homicida empuja a la víctima de manera que ésta cae de bruces sobre el motor y la mantiene agarrada con la mano izquierda mientras le asesta quince puñaladas con la derecha. Q
UINCE PUÑALADAS
. —Levantó la regla y pinchó con ella el trasero de Soot mientras contaba en voz alta—: Una, dos, tres, cuatro —movió la mano y le pinchó en el costado. Soot se retorcía un poco, como si tuviera cosquillas—, cinco, seis, siete —y luego le pinchó en el bajo vientre.

—¡No! —Soot se incorporó asustado, y cruzó las piernas.

Sejer se detuvo, dio un pequeño empujón a su víctima y la envió de vuelta a la silla, mientras se esforzaba por ocultar una sonrisa.

—Son demasiadas veces para levantar un cuchillo. Quince puñaladas y un montón de sangre. Tiene que haber chorreado por todas partes, por la ropa, la cara y las manos del asesino, por el coche y por el suelo. Lo que me fastidia es que moviera el coche.

—Tuvo que ser en un momento de perturbación —afirmó Karlsen—. No tiene pinta de ejecución. Seguro que fue una pelea.

—Tal vez no se pusieron de acuerdo sobre el precio —sonrió Skarre.

—La gente que llega al extremo de matar a alguien con un cuchillo suele llevarse una gran sorpresa —exclamó Sejer—. Es mucho más difícil de lo que uno cree. Pero imaginemos que fue realmente planeado, y que en un momento dado saca el cuchillo, por ejemplo, mientras Einarsson está de espaldas, agachado sobre el motor.

Cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como queriendo visualizar la imagen.

—El asesino tuvo que acuchillarle por detrás; por eso no llegó a dar en el blanco. Resulta mucho más complicado llegar a los órganos vitales de esa manera. Y es probable que Einarsson soportara bastantes cuchilladas antes de derrumbarse definitivamente. Tuvo que ser una experiencia terrorífica: él acuchilla una y otra vez, la víctima no deja de gritar, al asesino le entra el pánico y no es capaz de parar. Eso suele pasar. Se imaginan una o dos cuchilladas. ¿Pero en cuántos casos de apuñalamientos hemos visto que el malhechor no se contenta con eso? Me estoy acordando de un caso con diecisiete puñaladas, y de otro con treinta y tres.

—Pero se conocían, ¿no? ¿En eso estamos de acuerdo?

—En cierto modo, tal vez. Supongo que tenían una especie de relación. —Sejer se sentó y metió la regla en el cajón—. Bueno, volvamos al principio. Tenemos que averiguar quién compró el coche. Coge la lista de octubre y empieza desde el principio. Pudo ser uno de sus compañeros de trabajo.

—¿La misma gente?

Soot le miró interrogante.

—¿Vamos a hacerles otra vez las mismas preguntas?

—¿Qué quieres decir?

Sejer levantó una ceja.

—Quiero decir que habrá que encontrar a gente nueva; si no las respuestas serán otra vez las mismas. Porque en realidad nada ha cambiado, ¿no?

—¿Ah, no? Quizá no hayas seguido este asunto muy de cerca, pero lo cierto es que hemos encontrado al tipo. Matado como un cochinillo. ¿Y dices que nada ha cambiado?

Luchó consigo mismo para ocultar un tono arrogante.

—Lo que quiero decir es que no obtendremos respuestas diferentes a pesar de haber encontrado al desaparecido.

—Eso —exclamó Sejer, al que se le había puesto un nudo en la garganta del tamaño de un melón— está por ver, ¿no?

Karlsen cerró la carpeta con un golpe seco.

5

S
ejer dejó la carpeta de Einarsson en su sitio en el archivador. La puso al lado del caso Durban, pensando que Maja Durban y Egil Einarsson se harían compañía. Ambos estaban muertos, pero nadie sabía por qué. Se recostó en el respaldo del sillón, cruzó sus largas piernas, las puso sobre el escritorio, se palpó el bolsillo trasero del pantalón y sacó la cartera. Entre el carné de conducir y la licencia de saltar en paracaídas encontró la foto de su nieto Matteus. Acababa de cumplir cuatro años, sabía casi todas las marcas de coches y ya había tenido su primera pelea a brazo partido, que lamentablemente había perdido. Se llevó una gran sorpresa aquella vez que acudió al aeropuerto de Oslo a recoger a su hija Ingrid y a su yerno Erik, que habían pasado tres años en Somalia, ella como enfermera y él como médico de la Cruz Roja. Ingrid estaba en lo alto de la escalerilla del avión, con el pelo aclarado por el sol y dorada por todas partes. Por un instante enloquecido fue como ver a Elise el día que se conocieron. Llevaba al niño en brazos. Tenía entonces cuatro meses, era de color chocolate, con el pelo rizado y los ojos más negros que jamás había visto. En realidad los somalíes son gente hermosa, pensó. Y observó la foto un instante antes de volver a guardarla. El barracón estaba en silencio, y también el gran edificio de al lado. Metió dos dedos por debajo de la manga de la camisa y se rascó el codo. La piel se le caía como si fuera caspa. Debajo había una nueva piel rosada que también caía como la caspa. Cogió la chaqueta del respaldo de la silla, cerró, y pasó a toda velocidad por la recepción, donde estaba la señora Brenningen. Ésta dejó inmediatamente el libro que estaba leyendo. Había llegado a una prometedora escena de amor, la reservaría para cuando se hubiera acostado. Intercambiaron unas cuantas palabras, él le dijo adiós con la cabeza y se encaminó hacia Rosenkrantzgate, donde vivía la viuda de Egil Einarsson.

6

S
e miró rápidamente en el espejo y se pasó los dedos por el pelo; lo llevaba tan corto que ni se movía. Era más un ritual que vanidad.

Sejer aprovechaba cualquier ocasión para salir del despacho. Condujo lentamente por el centro de la ciudad, siempre conducía despacio; el coche era viejo y lento, un gran Peugeot 604 azul que jamás le había dado motivos para cambiarlo. En la nieve era como conducir un trineo. Enseguida vio a su derecha cuatro viviendas de colores alegres: rosa, amarillo y verde, el sol se reflejaba en ellas y lucían con un aspecto muy hospitalario. Habían sido construidas en los años cincuenta, lo que les confería cierta solera de la que adolecían las casas nuevas. Los árboles eran grandes y los jardines frondosos, o al menos lo serían cuando llegara el calor. Pero todavía hacía frío; la primavera se hacía esperar. No había llovido desde hacía mucho tiempo, y algunas manchas de nieve parecían basura en las cunetas. Sejer buscó con la mirada el número dieciséis, y reconoció la casa verde bien conservada nada más verla. La entrada era un caos de triciclos, pequeños camiones y juguetes de plástico de todo tipo, que el niño, sin ningún orden, había subido del sótano o bajado del desván. El asfalto libre de nieve siempre resultaba tentador tras un largo invierno. Aparcó y llamó al timbre.

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