—Túmbate sobre la cama, Eva.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Haz lo que te digo. Túmbate sobre la cama.
—¿Podemos ir al McDonald’s? —preguntó Emma de repente.
—¿Cómo? Pues sí, podemos. Vamos al McDonald’s. Al menos allí estaremos calentitas.
Se levantó algo aturdida y cogió a la niña por un brazo. Sacudió la cabeza y miró hacia el río. El rostro había desaparecido, no se veía nada, pero ella sabía que volvería, que la perseguiría tal vez durante el resto de su vida. Subieron al camino y anduvieron lentamente en dirección a la ciudad. No se encontraron con nadie.
Eva notó cómo sus pensamientos volaban de nuevo, tomaban sus propios caminos y aterrizaban en lugares que ella prefería olvidar. El murmullo del río formaba una serie de imágenes flotantes. Esperaba que desaparecieran, que la dejaran por fin en paz. Mientras tanto, el tiempo transcurría. Un día tras otro se habían convertido en seis meses.
—¿Puedo pedir una hamburguesa con regalo? Vale treinta y siete coronas, y me falta Aladino.
—De acuerdo.
—¿Qué tomarás tú, mamá? ¿Pollo?
—Aún no lo sé.
Volvió a mirar las negras aguas; tan sólo pensar en la comida le producía náuseas. No le gustaba demasiado comer. Veía cómo la superficie subía y bajaba, formando una espuma amarilla grisácea.
—Ya estamos mejor de dinero, mamá, podemos comer lo que queramos, ¿verdad?
Eva calló. De repente se detuvo y cerró los ojos apretándolos. Algo grisáceo surgió justo debajo de la superficie del agua. Se mecía inerte y la poderosa corriente lo empujaba hacia la orilla. Sus ojos estaban tan ocupados en mirar que se olvidaron de la niña, que también se había detenido y veía mucho mejor que su madre.
—¡Es un hombre! —exclamó Emma dando un respingo. Se agarró al brazo de Eva, los ojos desorbitados. Durante unos instantes se quedaron como petrificadas mirando esa figura aguada y blanduzca que flotaba entre las piedras con la cabeza por delante. El hombre yacía boca abajo. Tenía poco pelo en la parte posterior de la cabeza y un trozo completamente calvo. Eva no se percató de las uñas que le estaban atravesando el jersey; miraba ese cadáver grisáceo, de pelo rubio y ralo, y no recordaba haberlo visto antes. Pero las zapatillas de deportes… esas zapatillas de rayas blancas y azules, de caña alta… le subió hasta la boca un tremendo sabor a sangre.
—Es un hombre —dijo Emma de nuevo, esta vez en voz más baja.
Un grito se abrió paso hasta la garganta de Eva, pero no llegó a salir.
—Se ha ahogado. ¡Pobrecito, se ha ahogado, Emma!
—¿Por qué está tan asqueroso? ¡Parece de gelatina!
—Porque —tartamudeó—, porque lleva mucho tiempo en el agua.
Se mordió el labio con tanta fuerza que se lo reventó. El sabor a sangre le hizo tambalearse.
—¿Tenemos que sacarlo?
—¡No, claro que no! Lo hará la policía.
—¿Vas a llamarla?
Eva rodeó con su brazo los anchos hombros de la niña y siguió tambaleándose por el camino. Echó un rápido vistazo hacia atrás, como si esperara un ataque, pero ignorara de dónde vendría. Había una cabina telefónica junto a la subida al puente; tiró de la niña para que la siguiera y hurgó en los bolsillos de su falda en busca de calderilla. Encontró una moneda de cinco coronas. La imagen del hombre medio disuelto centelleaba ante sus ojos como un mal augurio, un augurio de todo lo que llegaría. Por fin se había tranquilizado, el tiempo se había posado como una capa de polvo sobre todas las cosas, haciendo palidecer la pesadilla. El corazón le latía en ese momento como un trueno bajo el jersey, completamente fuera de control. Emma estaba callada. Seguía a su madre con sus ojos grises asustados.
—Espera aquí. Voy a llamar para que vengan a recogerlo. ¡No te vayas a ningún sitio!
—Nos quedaremos hasta que lleguen, ¿verdad?
—¡De eso nada!
Se metió rápidamente en la cabina e intentó dominar su pánico. Una avalancha de pensamientos e ideas pasó velozmente por su cabeza, pero los fue rechazando uno por uno. Tomó una rápida decisión. Tenía los dedos sudorosos; metió la moneda en la hendidura y marcó a toda prisa un número. Contestó su padre, con voz cansada y somnolienta.
—Soy yo —susurró Eva—. ¿Te he despertado?
—Sí, pero ya era hora de que me despertara. Me paso el día y la noche durmiendo. ¿Pasa algo? —gruñó—. Estás nerviosa. Noto en tu voz que estás nerviosa, te conozco.
Su voz era seca y quebrada, y sin embargo tenía una agudeza que ella siempre había admirado. Un aguijón que la clavaba a la realidad.
—No, no pasa nada. Emma y yo vamos a cenar fuera, y pasábamos por una cabina…
—¡Dile que se ponga!
—Eh…, no, está abajo, junto al río.
Observaba cómo iba disminuyendo la cantidad que marcaba el contador, y miró por un momento a Emma, que apretaba la cara contra el cristal de la puerta. Su nariz aplastada parecía de mazapán. ¿Oiría lo que estaba diciendo?
—Apenas me quedan monedas. Iremos a verte un día de estos, si quieres.
—¿Por qué susurras? —preguntó su padre suspicaz.
—No me daba cuenta de que estaba susurrando —dijo ella en voz algo más alta.
—Dale un beso de mi parte a mi niña. Le tengo guardada una cosa para cuando vengáis a verme.
—¿El qué?
—Una nueva mochila. Le hará falta una mochila para el colegio en el otoño. Pensé ahorrarte ese gasto, ya que no estás atravesando un buen momento, ¿no?
—Eres muy bueno, papá, pero la niña sabe muy bien lo que quiere. ¿Se puede cambiar?
—Sí, sí, pero compré la mochila que me dijeron que comprara. Una mochila de cuero rosa.
Eva forzó la voz para que sonara normal.
—Tengo que colgar, papá, no me quedan más monedas. ¡Cuídate!
Se oyó un clic, y él desapareció. El contador se había detenido.
Emma la miró expectante.
—¿Vendrán enseguida?
—Sí, envían un coche. Venga, vamos a cenar. Se pondrán en contacto con nosotras si nos necesitan para algo, pero no creo que lo hagan, al menos de momento, tal vez nos llamen más adelante. En realidad todo esto no tiene nada que ver con nosotras, ¿sabes?
Hablaba febrilmente, casi sin aliento.
—¿Por qué no esperamos hasta que vengan? ¡Por favor!
Eva negó con la cabeza. Cruzó la calle con el semáforo en rojo arrastrando a la niña. Formaban una pareja de caminantes muy dispar: Eva, alta y delgada, de hombros estrechos y pelo largo y negro; Emma, gorda y ancha, patizamba, que se contoneaba al caminar. Las dos tenían frío. Toda la ciudad tenía frío, con ese viento helado que emanaba del río. Es una ciudad poco armoniosa, pensó Eva, como si nunca fuera capaz de ser totalmente feliz por estar dividida en dos. Las dos partes competían por el primer puesto. La parte norte con la iglesia, el cine y las tiendas más caras; la parte sur con el ferrocarril, los centros comerciales baratos, los pubs y la tienda estatal de licores y vinos. Esto último era importante, ya que aseguraba un constante flujo de gente y coches cruzando el puente.
—¿Por qué se ahogó, mamá?
Emma tenía los ojos clavados en la cara de su madre, esperando una respuesta.
—No lo sé. Tal vez estaba borracho y se cayó al río.
—Quizá estaba pescando y se cayó de la barca. Debería haber llevado un salvavidas. ¿Era viejo, mamá?
—No muy mayor, tal vez como papá.
—Menos mal que papá sabe nadar —dijo la niña aliviada.
Habían llegado a la puerta verde del restaurante McDonald’s. Emma la empujó con el costado. Los olores a hamburguesas y patatas fritas la arrastraban hacia dentro, su apetito no se saciaba nunca. Se había olvidado ya del hombre muerto en el río, se había olvidado de la gravedad de la vida. Sus tripas rugían, y Aladino estaba a su alcance.
—Busca una mesa —dijo Eva—, mientras yo voy a pedir.
La niña fue hacia un rincón, como hacía siempre. Se sentó bajo el almendro en flor de plástico, mientras Eva se ponía a la cola. Intentó sacudirse la imagen que se balanceaba ante su ojo interno, pero ésta insistía en abrirse camino hacia el exterior. ¿Se olvidaría Emma de lo que habían visto, o se lo contaría a todo el mundo? Tal vez tuviera pesadillas por las noches. Tendría que callarse y no volver a hablar de ello. Al final pensaría que no había sucedido.
La cola avanzó un poco. Eva miraba distante a los jóvenes que trabajaban a un ritmo vertiginoso detrás del mostrador, ataviados con viseras rojas y camisas de manga corta del mismo color. El humo de la comida se levantaba como una compacta pared, y el olor a manteca, a carne frita, a queso fundido y a toda clase de especias se abrió camino hasta su nariz. A esos jóvenes les era indiferente el ambiente cargado, correteaban como laboriosas hormigas y sonreían con optimismo ante cada nuevo pedido. Eva contemplaba los dedos rápidos y los pies ligeros que correteaban por el suelo. Su jornada de trabajo no tenía mucho que ver con la de ellos. Solía pasar la mayor parte del tiempo de pie, en medio del estudio, con los brazos cruzados contemplando hostilmente un lienzo tensado. En los días buenos miraba con agresividad y atacaba, llena de autoridad y soberbia. Rara vez vendía un cuadro.
—Un
happy meal
—dijo rápidamente—. Una de pollo y dos Coca-Colas. ¿Podrías meter un Aladino? Es la única figura que le falta a mi hija. ¡Por favor…!
La chica se puso manos a la obra. Daba la vuelta a la carne, freía, empaquetaba y doblaba a la velocidad del rayo. Emma estiraba el cuello desde su rincón, mirando a su madre, que se acercaba con la bandeja. Las rodillas de Eva comenzaron de repente a temblar. Se dejó caer junto a la mesa y miró asombrada a la niña, que se afanaba en abrir la caja-casita de cartón, buscando el regalo. El grito de júbilo fue ensordecedor.
—¡Mamá, me ha salido Aladino! —gritó, levantando la pequeña figura para enseñársela a la gente. Todo el mundo la miraba. Eva se tapó la cara con las manos y lloró.
—¿Estás enferma?
Emma se había puesto muy seria y había escondido a Aladino debajo de la mesa.
—No, sí… No me encuentro muy bien. Se me pasará enseguida.
—¿Estás triste por ese hombre muerto?
Se sobresaltó.
—Sí —dijo sencillamente—. Estoy triste por el hombre muerto. Pero ya no hablaremos más de él. ¡Nunca! ¿Me oyes, Emma? ¡A nadie! Eso nos pondría tristes.
—¿Crees que él tiene niños?
Eva se secó la cara con las manos. Ya no estaba tan segura del futuro. Miraba fijamente el pollo, esas apelmazadas bolas marrones fritas en manteca, y sabía que no las quería. Las imágenes volvieron a desfilar ante su mirada. Las veía a través de las ramas del almendro.
—Sí —dijo por fin, secándose la cara—. Tal vez tenga niños.
U
na señora mayor que estaba paseando a su perro vio de repente la zapatilla blanca y azul entre las piedras. Al igual que Eva, llamó desde la cabina que había junto al puente. Cuando llegó la policía, estaba esperándolos en la orilla, un poco perdida y de espaldas al cadáver. Uno de los inspectores, un tal Karlsen, salió del coche en primer lugar. Sonrió cortésmente a la mujer y miró con curiosidad al perro.
—Es un pequinés pelado —dijo ella.
En verdad era una criaturita fascinante, completamente sonrosada y arrugada. En la parte más alta de la cabeza tenía un grasiento y amarillento mechón de pelo; por lo demás estaba, como bien había dicho la señora, pelado.
—¿Cómo se llama el perro? —preguntó amablemente.
—
Adam
—contestó.
Sonriendo, Karlsen se inclinó sobre el maletero del coche para sacar el equipo. Durante un buen rato estuvieron luchando con el muerto, hasta que por fin lograron sacarlo del agua y tumbarlo en la orilla, sobre una lona. El hombre no era muy corpulento, aunque lo parecía tras su larga estancia en el agua. La señora del perro se retiró un poco. Los policías trabajaban minuciosamente y hablaban en voz baja; el fotógrafo hacía fotos, un forense se arrodilló junto a la lona y tomó algunas notas. La mayor parte de las defunciones se debía a causas triviales, y la policía no esperaba nada extraordinario. Tal vez se trataba de un borracho que se había caído al agua, había muchos debajo del puente y por los senderos durante la noche. El hombre tendría entre veinte y cuarenta años, era delgado, pero con barriga de cerveza, rubio, y no muy alto. Karlsen se puso un guante de goma en la mano derecha y levantó cuidadosamente el faldón de la camisa del muerto.
—Puñalada —dijo secamente—. Varias puñaladas. Vamos a darle la vuelta.
Dejaron de hablar. Lo único que se oía era el sonido de los guantes de goma cuando se los ponían o se los quitaban, el pequeño clic de la cámara, algún que otro suspiro, y el crujido del plástico que los hombres desdoblaron junto al cadáver.
—Me pregunto —murmuró Karlsen— si por fin hemos encontrado a Einarsson.
La cartera del hombre, si es que la llevaba, había desaparecido, pero el reloj de pulsera seguía en su sitio, un cacharro con aspecto de baratija, lleno de accesorios, como la hora en Nueva York, Tokio y Londres. La correa negra había dejado una profunda marca en la muñeca hinchada. El cadáver llevaba bastante tiempo en el agua y probablemente la corriente lo había arrastrado desde una zona más alta, por lo que el lugar donde había sido hallado no era especialmente significativo. No obstante lo investigaron, buscando posibles huellas a lo largo de la orilla, pero lo único que encontraron fue un bidón de plástico vacío que había contenido anticongelante y un paquete de cigarrillos también vacío. En la pasarela se había congregado mucha gente, sobre todo jóvenes. Estiraban los cuellos intentando ver un retazo del cadáver, que yacía bajo la lona. El cuerpo presentaba un avanzado estado de putrefacción. La piel se había desprendido del cuerpo, sobre todo en pies y manos; parecía llevar unos guantes demasiado grandes. Tenía un color muy feo. Los ojos, que habían sido verdes, eran transparentes e incoloros, el pelo caía en mechones y la cara se había hinchado de tal manera que se le estaban borrando los rasgos. Los otros habitantes del río, como cangrejos, peces e insectos, se habían servido de él ávidamente. Las puñaladas del costado eran enormes rendijas abiertas en la carne grisácea.
—Yo solía venir aquí a pescar —dijo uno de los chicos que estaban en el puente. No había visto una persona muerta en sus diecisiete años de vida. En realidad no creía en la muerte, como tampoco en Dios, porque nunca había visto ni lo uno ni lo otro. Escondió la barbilla en el cuello de la chaqueta y se estremeció. A partir de ese momento todo sería posible.