La cegadora luz del exterior le había contraído las pupilas y durante unos segundos no consiguió ver nada. La habitación estaba cargada; un ligero olor a vómito impregnaba el ambiente. Entonces vio al muchacho, acurrucado en una esquina del colchón y con un brazo cubriéndole la cara. Por el ritmo constante de su respiración parecía estar dormido. Maya nunca conseguiría una ocasión como aquella. Sosteniendo el aliento, flexionó las muñecas, acopió toda su energía, atravesó la estancia, se arrodilló junto a Hisao y le agarró por el cuello.
El esfuerzo debilitó su concentración y perdió la invisibilidad. El joven abrió los ojos y la observó unos segundos antes de empezar a contorsionarse en un intento por liberarse. Era más fuerte de lo que Maya había previsto, por lo que le miró directamente a los ojos e Hisao se sintió desfallecer. Mientras arqueaba la espalda y agitaba los brazos tratando de respirar, la gemela apretó los dedos como si fueran tentáculos. Se aferró a él con la fuerza de un animal mientras el chico se incorporaba y se colocaba a cuatro patas. La piel de Hisao estaba sudorosa y Maya notó que los dedos se le resbalaban; él también se dio cuenta y, efectuando otro giro, sacudió la cabeza hacia atrás. Agarró a su atacante y la empujó contra la pared. Las frágiles mamparas se rasgaron y a Maya le pareció escuchar que Noriko soltaba un grito desde alguna parte. "He fallado", pensó mientras las manos de Hisao se le cerraban alrededor de la garganta. Entonces, se preparó para morir.
"¡Miki!", llamó en silencio. Como si su hermana respondiese, notó que la rabia que sentía hacia aquel muchacho la invadía y el gato cobraba vida, escupiendo y gruñendo. Hisao soltó un grito de asombro y la soltó. El gato se echó hacia atrás, preparado para escapar y, al mismo tiempo, sin querer darse por vencido.
La pausa proporcionó a Maya unos segundos para recobrar el control y la concentración. Vio que a pesar de la rapidez de la reacción de Hisao, había algo que aún le incapacitaba: los ojos se le desenfocaron y perdió el equilibrio ligeramente. Daba la impresión de que intentaba fijar la mirada en algo situado a espaldas de la gemela, y que escuchaba una voz susurrante.
Maya pensó que se trataba de una trampa para que ella misma desviara los ojos, por lo que siguió mirándole fijamente. El olor a moho y a putrefacción iba en aumento; el calor en la alcoba resultaba sofocante y el pelaje del gato la asfixiaba. De nuevo oyó la tenue voz a su derecha; aunque no conseguía distinguir las palabras, sabía que no se trataba de Noriko. Había alguien más en la habitación.
Miró hacia un lado y vio a la mujer. Era joven; rondaría los diecinueve o veinte años. Tenía el cabello corto y el cutis pálido. Vestía una túnica blanca, cruzada al lado contrario del habitual, y flotaba por encima del suelo. La expresión de su semblante denotaba tal coraje y desesperación que el despiadado corazón de Maya no pudo evitar emocionarse. Se percató de que Hisao anhelaba mirar al fantasma y, a la vez, temía hacerlo. El espíritu del gato que la poseía se movía libremente entre ambos mundos y por primera vez la gemela buscó su conocimiento y consejo.
"A esto se refería Taku", reflexionó mientras reconocía su deuda para con el felino y meditaba cómo podía compensarle; inmediatamente después cayó en la cuenta del poder que el animal le otorgaba, y calculó cómo podría emplearlo.
La mujer se dirigió, implorante, a la gemela:
—¡Ayúdame! ¡Ayúdame!
—¿Qué quieres? —preguntó el gato.
—Deseo que mi hijo me escuche.
Antes de que pudiera responder, Hisao se acercó a Maya.
—¡Has vuelto! —exclamó—. Me has perdonado. Ven aquí, por favor, déjame tocarte. ¿Eres también un fantasma? ¿Puedo sujetarte?
Alargó la mano y la gemela se percató de que ésta había cambiado; había adquirido una forma redondeada que anhelaba adaptarse al denso pelaje del gato. Para asombro de Maya, y también para su contrariedad, el felino respondió como si Hisao fuera su dueño y maestro: bajó la cabeza, aplastó las orejas y se dejó acariciar.
La niña obedeció al gato. El tacto de Hisao unía algo innato entre el joven y el animal. Entonces, el chico ahogó un grito. Maya notó en su propia cabeza el dolor, que luego fue aminorando. La gemela veía a través de los ojos de su hermano: percibía la ceguera parcial y las luces que giraban como engranajes de un instrumento de tortura. Luego el mundo se enfocó de una manera diferente e Hisao tomó la palabra.
—¿Madre?
El fantasma de la mujer respondió:
—¡Por fin! ¿Me escucharás, ahora?
La mano de Hisao aún se encontraba sobre la cabeza del felino. Maya percibió la confusión del muchacho: su alivio por la desaparición del dolor, su temor a entrar en el mundo de los muertos, su recelo ante los poderes que parecían despertarse en él. En el borde de la conciencia de la propia gemela aleteaba el miedo ante un camino que ella no deseaba tomar, un sendero que Maya y su hermano tendrían que recorrer juntos aunque ella fe odiara y deseara darle muerte.
Noriko llamó desde el exterior:
—¡Deprisa! ¡El maestro regresa!
Hisao le apartó la mano de la cabeza. Maya regresó con alivio a su forma humana. Deseaba huir, pero él la agarró del brazo y la niña sintió como si le atravesara la carne hasta el tuétano. Hisao la contemplaba con ojos asombrados y ansiosos.
—No te vayas —suplicó—. Dime, ¿la viste?
Noriko, en el umbral, alternaba la mirada entre ambos.
—¡Estás mejor! —exclamó—. ¡Te ha curado!
Ambos hicieron caso omiso de la criada.
—Claro que la vi —respondió Maya mientras pasaba deslizándose junto a Hisao para marcharse—. Es tu madre y desea que la escuches.
"Se lo dirá a Akio", pensó Maya, mientras Noriko la conducía a toda prisa hasta la cámara oculta. "Se lo cuenta todo. Akio se enterará de lo del gato. Me matará, o acaso ambos me utilizarán de alguna forma en contra de mi padre. Huiré; sí, debo regresar a casa. Advertiré a mi madre acerca de Zenko y Hana. Tengo que volver a casa."
Pero el gato había sentido la mano de su maestro en la cabeza, y ahora no anhelaba marcharse. Y Maya, aun a sabiendas de su falta de sensatez, deseaba experimentar de nuevo el momento en el que se desplazó entre los dos mundos y habló con el fantasma. Quería averiguar qué se percibía al estar muerto, así como otros de los secretos que los difuntos ocultan a los vivos.
Llevaba semanas durmiendo mal, pero en cuanto regresó a la pequeña estancia pobremente ventilada le sobrevino una flojera irresistible. Los párpados le pesaban y el cuerpo entero se resentía por el cansancio. Sin dirigirle la palabra a Noriko, Maya se tumbó en el suelo y se sumergió al instante en el profundo río del sueño.
Como si la sacaran desde debajo del agua, una orden la despertó.
"Ven a mí."
Era noche cerrada. En el húmedo ambiente no corría una gota de aire; el cabello y el cuello de la gemela estaban empapados de sudor. No deseaba soportar el denso pelaje del animal, pero su maestro lo estaba llamando: tenía que acudir a él.
Las orejas del gato se enderezaron; movió la cabeza de un lado a otro y luego flotó sin dificultad a través de los tabiques y los muros exteriores de la vivienda. Llegó al patio trasero y lo atravesó en dirección al taller, donde el fuego de la forja se mantenía encendido toda la noche. Los moradores de la casa se habían acostumbrado a que Hisao estuviera en el cobertizo muy temprano, antes incluso del amanecer. Había convertido aquel espacio en su propiedad y nadie le molestaba.
Extendió la mano y el gato acudió hasta él, como si anhelase sus caricias. Hisao le frotó la cabeza y el felino le lamió la mejilla con su áspera lengua. Ninguno de los dos articuló sonido alguno, pero entre ellos fluía una primitiva necesidad de afecto, un ansia de cercanía, de contacto.
Pasado un buen rato, Hisao dijo:
—Muestra tu forma real.
Maya se percató de que estaba apretada contra el cuerpo del joven; aún tenía la mano en su nuca, lo que le resultaba a un tiempo excitante y repulsivo. Se liberó del abrazo de él. No veía su expresión bajo la luz mortecina. El fuego crepitaba y el humo le irritaba los ojos.
Hisao levantó la lámpara y tras acercarla al rostro de la gemela se quedó observándolo. Ella mantuvo los ojos bajos, no quería desafiarle. Ninguno de ellos habló, como si no desearan regresar al mundo humano del lenguaje.
Por fin, Hisao preguntó:
—¿Por qué te conviertes en gato?
—Maté a uno con la mirada de los Kikuta, y su espíritu me ha poseído —respondió ella—. Nadie de los Muto sabe cómo hay que tratarlo, pero Taku me enseñaba a dominarlo.
—Yo soy su maestro; pero no sé cómo ni por qué. Cuando estuvo a mi lado, hizo que mi malestar desapareciera y aplacó la voz de la mujer fantasma para que yo pudiera oírla. Me gustan los gatos, pero mi padre mató a uno delante de mí porque yo lo quería. ¿No serás tú ese gato?
Ella sacudió la cabeza.
—De todas formas, te aprecio —declaró—. Debes de agradarme mucho, porque no puedo dejar de pensar en ti. Necesito que estés conmigo. Prométeme que te quedarás.
Volvió a colocar la lámpara en el suelo e intentó abrazar a Maya. Ella se lo impidió.
—¿Sabes que somos hermanos?
Él frunció el ceño.
—¿Acaso la mujer fantasma es tu madre? ¿Por eso eres capaz de verla?
—No, no tenemos la misma madre, sino el mismo padre.
Ahora Maya podía verle con más claridad. No se parecía a Takeo, ni a Miki ni a ella misma; pero su espeso cabello, brillante como el del ala de un pájaro, sí era igual, y su piel tenía un color y una textura similares: ese tono de miel que a Kaede tanto disgusto le había causado. De pronto a la gemela le vino a la mente un recuerdo de su niñez: sombrillas para protegerse del sol y lociones para aclarar el cutis. Qué frivolo y absurdo parecía todo eso ahora.
—Tu padre es Otori Takeo, a quien llamamos El Perro —afirmó Hisao.
Éste se echó a reír de esa manera cínica que la gemela aborrecía. De repente Maya volvió a odiarle, y se despreció a sí misma por el entusiasmo y la facilidad con que el gato se rendía ante él.
—Mi padre y yo vamos a matarle —prosiguió el chico. Se apartó del resplandor de la lámpara y sacó una pequeña arma de fuego. La luz produjo un destello en el oscuro cañón de acero—. Es un hechicero, y nadie ha conseguido acercarse a él; pero esta arma es más potente que su brujería. —Hisao miró a Maya y con deliberada crueldad, añadió:— Ya viste cómo acabó con Muto Taku.
La gemela no respondió, sino que reflexionó sobre la muerte de Taku con la mente clara, apartada de sentimentalismos: había perdido la vida peleando (lo que otorgaba a su muerte un cierto honor), no había traicionado a nadie y él y Sada habían fallecido juntos. No había nada que lamentar. Las provocaciones de Hisao no la afectaban ni la hacían más vulnerable.
—El señor Otori es tu padre —espetó ella—. Por eso intenté acabar con tu vida, para que tú no le mataras a él.
—Mi padre es Akio.
La duda y la cólera asomaban a su voz.
—Akio te trata con crueldad, abusa de ti y te miente. No es tu padre. Tú no sabes cómo se comporta un padre con sus hijos.
—Él me quiere —susurró Hisao—. Esconde su amor ante los demás, pero me quiere. Me necesita.
—Pregúntale a tu madre —replicó la gemela—. ¿No te dije que la escucharas? Ella te contará la verdad.
Se produjo otro prolongado silencio. Hacía calor; Maya notaba el sudor en la frente. Tenía sed.
—Conviértete en el gato otra vez y la oiré —propuso él en un tono tan bajo que apenas se le oía.
—¿Está aquí ella?
—Nunca se marcha. Está unida a mí por un cordón, como una vez yo estuve vinculado a ella. Jamás me hallo libre de su presencia. A veces permanece callada; eso no está mal. Cuando se pone a hablar empiezan los mareos y el dolor de cabeza.
—Es porque tratas de luchar contra el mundo de los espíritus —explicó Maya—. A mí me ocurrió lo mismo. Cuando el gato quería aparecer y yo me resistía, también me sentía muy enferma.
Hisao respondió:
—Nunca he tenido los poderes de la Tribu. No soy como tú; no puedo hacerme invisible ni desdoblarme en dos cuerpos. El mero hecho de verlo me hace marearme. Pero con el gato es diferente: me hace fuerte y poderoso.
No parecía darse cuenta de que la voz le había cambiado y había adoptado un tono hipnotizante que Maya no fue capaz de resistir. Notó que el gato se estiraba y flexionaba los músculos, añorando una caricia. Hisao atrajo hacia sí el cuerpo del animal y recorrió su espeso pelaje con los dedos.
—Quédate cerca de mí... —susurró; y luego añadió en voz más alta:— Madre, escucharé lo que tengas que decirme.
* * *
Las llamas de la fragua y la luz de la lámpara parpadearon y perdieron intensidad cuando una racha de viento caliente y fétido atravesó de repente el suelo de tierra, levantando una nube de polvo y haciendo que las contraventanas se agitaran ruidosamente. Entonces la lámpara soltó una llamarada y ardió con más intensidad, iluminando el espíritu de la mujer a medida que se acercaba flotando a escasa distancia del suelo. Hisao permaneció sentado, sin moverse; el gato se encontraba tumbado junto a él, con sus ojos dorados bien abiertos y la mano del muchacho sobre la cabeza.
—Hijo mío —saludó la madre con voz temblorosa—. Deja que te acaricie, deja que te abrace.
Sus delgados dedos se posaron sobre la frente de Hisao y luego le acariciaron el cabello. Hisao notó el espectro junto a sí, y percibió una ligera opresión cuando le abrazaba.
—Solía sujetarte de esta manera cuando eras un recién nacido.
—Me acuerdo —susurró él.
—No podía soportar la idea de abandonarte. Me obligaron a tomar veneno. Kotaro le dio la orden a Akio, quien lloraba de amor por mí mientras, obedeciendo al maestro, me introducía a la fuerza las cápsulas de veneno en la boca y me veía morir en agonía física y espiritual. Pero no consiguieron apartarme de ti. Yo tenía tan sólo veinte años. No deseaba morir. Akio me mató porque odiaba a tu padre.
Las manos de Hisao se clavaron en el pelaje del gato, haciendo que éste sacara las uñas.
—¿Quién era mi padre?
—La muchacha tiene razón. Ella es tu hermana, Takeo es tu padre. Yo le amaba. Me ordenaron que yaciese con él, para concebirte. Yo les obedecía en todo; pero no contaban con que me enamorase de él, ni con que tú nacerías de un amor tan apasionado, de manera que intentaron destruirnos a todos. Primero a mí, y ahora te utilizarán a ti para que mates a tu padre y, finalmente, tú también perderás la vida.