El lamento de la Garza (59 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El lamento de la Garza
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El segundo monje regresó con incienso. Poco después, mientras Shizuka se arrodillaba en silente oración, llegó el propio abad y se hincó de rodillas a su lado. Permanecieron callados unos instantes; luego, el sacerdote empezó a entonar de nuevo el mantra de los difuntos.

Los ojos de Shizuka se cuajaron de lágrimas, que en seguida le bajaron en torrente por las mejillas. Las ancestrales palabras se elevaron hasta las copas de los árboles, mezclándose con el canto matinal de las golondrinas y el suave zureo de las palomas.

Más tarde, el abad llevó a sus propios aposentos a Shizuka y le sirvió té.

—He encargado que esculpan la lápida. Imaginé que es lo que el señor Otori desearía.

Shizuka miró al abad fijamente. Le conocía desde hacía algunos años, pero siempre le había visto de buen humor. Era capaz de bromear con los marineros en el tosco dialecto de éstos y, al mismo tiempo, componer elegantes versos satíricos junto a Takeo, Kaede y el doctor Ishida. Ahora su rostro se veía serio; su expresión, distante.

—¿Acaso no se ha encargado de la lápida el propio hermano de Taku, el señor Zenko?

—Me temo que tu hijo mayor está un tanto influenciado por los extranjeros. Se ha convertido a su religión y ahora declara que es la única doctrina verdadera. No se ha hecho ningún anuncio oficial, pero todos comentan el asunto. Sus nuevas creencias le prohiben entrar en nuestros templos y santuarios, y le incapacitan para realizar las ceremonias necesarias en honor de su hermano.

Shizuka se quedó mirando al sacerdote, sin apenas dar crédito a lo que escuchaba.

—Ello ha causado bastante inquietud —prosiguió el abad—. Se han producido señales y augurios que demuestran que los dioses están ofendidos. Los ciudadanos creen que ellos mismos serán castigados por las acciones de su señor. Los extranjeros insisten en lo contrario: aseguran que su gran deidad,
Deus,
recompensará a Zenko y a todos cuantos se unan a él. —Hizo una pausa, y luego añadió:— Entre los que ya se incluyen casi todos sus lacayos, a quienes ha ordenado abrazar la nueva religión bajo amenaza de muerte.

—¡Es una locura! —exclamó Shizuka, decidida a hablar con Zenko lo antes posible.

No esperó a que su hijo la llamase a su presencia, sino que al regresar a la posada se arregló meticulosamente y pidió un palanquín.

—Espérame aquí —le indicó a Miki—. Si no he vuelto para el atardecer, ve a Daifukuji; en el templo cuidarán de ti.

La niña la abrazó con sorprendente intensidad.

Zenko salió a los escalones de la veranda tan pronto como el palanquín hubo traspasado las verjas de la mansión, lo que provocó que durante unos instantes Shizuka se animara y pensara que tal vez había juzgado mal a su hijo. Las primeras palabras de Zenko fueron de condolencia, seguidas de expresiones de placer por volver a ver a su madre así como de sorpresa por que Shizuka no hubiera acudido a instalarse con él directamente.

Ella posó los ojos en las cuentas para la oración que su hijo llevaba al cuello, símbolo de la religión de los extranjeros, y en la cruz que le colgaba en el pecho.

—Esta noticia terrible nos ha estremecido a todos —dijo Zenko mientras conducía a Shizuka a sus aposentos privados, que miraban al jardín.

Un niño pequeño, el hijo menor de los Arai, jugaba en la veranda bajo la atenta mirada de su niñera.

—Ven a saludar a tu abuela —llamó Zenko.

El niño, obediente, entró en la habitación y se arrodilló delante de Shizuka. Era la primera vez que ésta veía a su nieto, que tenía dos años.

—Como sabes, mi esposa ha partido hacia Hagi para visitar a su hermana. No le agradaba dejar aquí a Hiromasa, pero yo pensé que era mejor tener a mi lado a uno de mis hijos.

—Entonces, ¿reconoces que estás arriesgando la vida de los otros dos? —preguntó ella con voz tranquila.

—Madre, Hana estará con ellos dentro de dos semanas; no creo que corran ningún peligro. En todo caso, yo no he hecho nada malo. Tengo las manos limpias —y a continuación las levantó en el aire; luego agarró las del niño y añadió bromeando con éste:— ¡Más limpias que Hiromasa!

—¡Tiene la marca de los Kikuta! —exclamó Shizuka, perpleja—. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Interesante, ¿verdad? La sangre de la Tribu nunca acaba de erradicarse.

Zenko esbozó una amplia sonrisa e hizo un gesto a la criada para que se llevase al pequeño.

—Me recuerda a Taku —prosiguió Zenko, secándose los ojos con la manga—. Me consuela un poco que mi pobre hermano siga viviendo en mi hijo.

—Tal vez puedas decirme quién le mató —observó entonces Shizuka.

—Fueron bandoleros, naturalmente. ¿Qué otra explicación puede haber? Los perseguiré y los llevaré ante la justicia. No hay que olvidar que, con Takeo fuera del país, hay hombres desesperados a los que puede la osadía y abandonan sus escondites.

Quedaba a las claras que a Zenko no le importaba el hecho de que su madre le creyera o no.

—¿Y si te ordeno que me digas la verdad?

Zenko apartó los ojos de Shizuka y volvió a esconder la cabeza en la manga; pero a ella le dio la sensación de que no estaba llorando, sino riéndose, sorprendido y satisfecho por su propio atrevimiento.

—No hablemos de órdenes, Madre. Cumpliré todos mis deberes filiales para contigo; pero por otra parte, creo que ahora lo apropiado es que tú me obedezcas a mí, como Muto que soy, y como Arai.

—Yo sirvo a los Otori —replicó ella—, al igual que hizo Kenji; tú también les has jurado lealtad.

—Sí, tú sirves a los Otori —se mofó él, empezando a dar muestras de su rabia—. Ése ha sido el problema durante años. Dondequiera que observemos la historia del ascenso de los Otori, vemos tu intervención: en la persecución de la Tribu por parte de Takeo, en el asesinato de mi padre, incluso en la muerte del señor Fujiwara. ¿Qué te empujó a traicionar a la Tribu desvelándole sus secretos a Shigeru?

—¡Te lo diré! Deseaba una tierra mejor para Taku y para ti. Pensaba que deberíais vivir en el mundo con el que soñaba Shigeru, y no en el de los señores de la guerra y los asesinos que yo veía a mi alrededor. Takeo y Kaede consiguieron crear ese mundo. No te permitiremos que lo destruyas.

—Takeo está acabado. ¿Crees acaso que el Emperador le dará su bendición? En caso de que consiga regresar de la capital, le mataremos; y yo seré confirmado como gobernante de los Tres Países. Es mi derecho legítimo y me encuentro preparado.

—¿Estás acaso preparado para enfrentarte en combate contra Takeo, Kahei, Sugita, Sonoda y la mayoría de los guerreros de los Tres Países?

—No será una batalla, sino más bien una desbandada. Con Saga al otro lado de la frontera con el Este y el apoyo que nos ofrecen los extranjeros —agarró la cruz que le colgaba del pecho—, es decir, sus armas y sus naves, Takeo será derrotado sin ningún problema. No es un gran guerrero, la verdad; ganó sus famosas batallas gracias a la suerte y no a su maestría. —Zenko bajó la voz:— Madre, puedo protegerte hasta cierto punto; pero si persistes en desafiarme no conseguiré refrenar a la familia Kikuta. Exigen que se te castigue por tus años de desobediencia a la Tribu.

—Antes me quitaría la vida —anunció ella.

—Tal vez fuera lo mejor —respondió él, mirando a su madre a los ojos—. ¿Y si yo te lo ordenara, ahora mismo?

—Te llevé nueve meses en mis entrañas.

De pronto Shizuka recordó el día que acudió a su tío Kenji con el fin de solicitar el permiso de la Tribu para tener ese hijo. Había sido el regalo de Shizuka a su amante, quien se había mostrado muy orgulloso. Y con el tiempo resultaba ser que tanto padre como hijo, en diferentes momentos, perseguían la muerte de quien tanto les había amado. La rabia y el dolor la embargaban; ni siquiera un año entero de lágrimas conseguirían calmarla. Notaba que empezaba a perder la cordura. "Ojalá pudiera quitarme la vida", pensó, fuertemente tentada por el descanso que la muerte traería consigo. Sólo el destino de las gemelas le impidió tomar la decisión. Deseaba preguntar acerca de Maya, pero temía la posibilidad de revelar una información que Zenko no conociera. Mejor sería mantenerse en silencio y fingir, como había hecho toda la vida; y luego actuar como le pareciera conveniente. Shizuka hizo un enorme esfuerzo para apartar a un lado las emociones que la consumían y asumió la actitud amable que con tanta frecuencia utilizaba.

—Zenko, eres mi hijo mayor y deseo ser una buena madre, respetuosa contigo. Meditaré sobre tu propuesta. Dame un día o dos. Permíteme que haga las disposiciones para la ceremonia de tu hermano. No puedo tomar ninguna decisión mientras mi mente está nublada por el sufrimiento.

Por un momento pensó que Zenko se negaría. Entonces, Shizuka procedió a calcular la distancia que tendría que recorrer hasta llegar al jardín y saltar la tapia. En el silencio reinante le pareció escuchar el sonido de la respiración de varios hombres: había guardias escondidos detrás de los biombos, en el exterior. "¿Teme realmente que yo haya venido a matarle? ¿Con Taku recién enterrado?" Sus posibilidades de escapar eran limitadas. Se haría invisible: si los guardias la perseguían, ella podría desarmar a uno de ellos, quitarle la espada...

Un vestigio de respeto pareció brotar en Zenko.

—Muy bien —concedió—. Mis guardias te escoltarán. No intentes escapar, y bajo ningún concepto abandones Hofu. Una vez que hayas superado el periodo de duelo, o bien te unes a mí o te quitas la vida.

—¿Quieres acompañarme a ofrecer plegarias por tu difunto hermano?

Zenko lanzó a su madre una mirada de hielo, seguida por una impaciente sacudida de cabeza. Shizuka no quiso presionarle, pues temía que pudiera retenerla en la mansión incluso por la fuerza, si fuera necesario. Hizo una humilde reverencia a su hijo mientras notaba que la furia le carcomía las entrañas. Mientras se marchaba, escuchó voces en el extremo más alejado de la veranda; giró la cabeza y vio a don Joao y a su intérprete, Madaren, que se dirigían hacia ella. Ambos vestían ropas nuevas, espléndidas, y caminaban con un renovado aire de confianza.

Shizuka saludó a don Joao con frialdad y luego se dirigió a Madaren sin emplear frases corteses, dando rienda suelta a la cólera que tanto le había costado contener.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Madaren se sonrojó ante el tono de la pregunta, pero tras recobrarse de la sorpresa, respondió:

—Estoy cumpliendo la voluntad de Dios, como todos debemos hacer.

Shizuka no contestó y se subió al palanquín. Mientras era conducida a paso de trote por seis de los hombres de Zenko, maldijo a los extranjeros por entrometerse con sus armas y su dios. Apenas se había dado cuenta de las palabras que salieron por su boca: la rabia y el sufrimiento la volvían incoherente; la empujaban hacia la locura.

Cuando el vehículo se detuvo y fue colocado en el suelo, a las puertas de la posada, no descendió de inmediato, deseando poder quedarse confinada en aquel reducido espacio, tan parecido a un ataúd, y no tener que volver a relacionarse con los vivos. Por fin, el pensamiento de Miki la hizo salir al deslumbrante resplandor cobrizo de la mañana.

Bunta estaba en cuclillas en la veranda, en la misma posición en que Shizuka le había dejado; pero la habitación se encontraba vacía.

—¿Dónde está Miki? —exigió saber.

—Dentro —respondió él, con extrañeza—. Nadie ha pasado a mi lado, ni para entrar ni para salir.

—¿Quién se la ha llevado?

El corazón de Shizuka, atemorizado, empezaba a desbocarse.

—Nadie, te lo juro.

—Más vale que no me estés mintiendo —advirtió ella mientras regresaba a la habitación y buscaba, en vano, aquel delgado cuerpo que era capaz de contorsionarse y esconderse en los más diminutos espacios. La alcoba estaba desierta, pero en un rincón encontró un arañazo reciente sobre la viga de madera: dos medios círculos enfrentados uno a otro y, bajo ellos, un círculo cerrado.

"Se ha ido en busca de Maya."

Shizuka se arrodilló en el suelo, tratando de serenar los latidos de su corazón. Miki se había marchado; se había hecho invisible y había pasado junto a Bunta sin que éste se percatara, para luego adentrarse en la ciudad. Precisamente para eso se había entrenado con la Tribu durante varios años. Ahora no había nada que Shizuka pudiera hacer por ella.

Se quedó sentada un buen rato, notando que el calor del día la iba asfixiando y que el sudor le brotaba entre los pechos y en las axilas. Oyó que los guardias se llamaban entre sí con impaciencia, y cayó en la cuenta de que sus oportunidades iban disminuyendo. No podía escaparse de la ciudad sin que Taku tuviera una ceremonia apropiada; pero por otra parte, ¿iba ella a quedarse en Hofu hasta que su hijo mayor o los Kikuta dispusieran su muerte? Tampoco había tiempo para mandar aviso a los Muto y pedirles ayuda y, en caso de que fuera posible, ¿estarían ellos dispuestos a protegerla, ahora que Zenko había reclamado el liderazgo de la familia?

Invocó a los difuntos para que la aconsejaran: a Shigeru, Kenji, Kondo y Taku. La congoja y la falta de sueño comenzaron a cobrarse su precio. Shizuka notaba el frío aliento de los muertos mientras, entre suspiros, le pedían: "Reza por nosotros. Sí, reza por nosotros".

Su mente exhausta se aferró a esta petición. Iría al templo y elevaría plegarias por los difuntos, hasta convertirse en uno de ellos o bien hasta que los espíritus le dijeran cómo debía proceder.

—Bunta —llamó—. Hay una última tarea que deseo pedirte. Ve a buscar unas tijeras afiladas y una túnica blanca.

Bunta apareció en el umbral con el rostro grisáceo por la conmoción.

—¿Qué ha ocurrido? Por favor, no me digas que te vas a quitar la vida.

—Haz lo que te ordeno. Tengo que ir al templo y hacer disposiciones para la lápida de Taku y los ritos funerarios. Una vez que me hayas traído lo que te pido, puedes hacer lo que te plazca. Te libero de mi servicio.

Cuando Bunta regresó, Shizuka le pidió que esperase fuera. Se desató el cabello, lo dividió en dos largas matas y las cortó sucesivamente, colocando ambos mechones con sumo cuidado sobre la estera y cayendo en la cuenta, con cierta sorpresa, de que muchas de las hebras eran blancas. Luego siguió hasta que el cabello quedó completamente corto; notaba que iba cayendo a su alrededor como si de polvo se tratara. Se cepilló la pelusa con la mano y se enfundó la túnica blanca. Cogió sus armas —la espada, el puñal, el garrote y los cuchillos arrojadizos— y las colocó en el suelo, entre los dos mechones. Inclinó la cabeza hasta tocar el suelo, dando gracias por las armas y por toda su vida hasta ese momento; luego llamó para pedir té, bebió la infusión y rompió el cuenco en dos trozos con un ágil movimiento de sus fornidas manos.

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