El lamento de la Garza (64 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El lamento de la Garza
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—De cincuenta a cien. No tuvimos tiempo de contarlos a todos.

—Estamos más o menos igualados, pero ellos cuentan con todas las ventaja del terreno —indicó Hiroshi.

—Es demasiado tarde para tomarles por sorpresa; pero ¿será posible rebasar el flanco enemigo? —quiso saber Takeo.

—Nuestra única esperanza consiste en conseguir que salgan a descubierto —contestó Hiroshi—. Entonces, podremos apuntar a matar. Vos mismo y la señora Shigeko tendréis que cabalgar a la máxima velocidad mientras que nosotros os cubrimos.

Takeo caviló en silencio durante un rato y luego envió a Sakai a la cabecera de la comitiva para que ordenara a los hombres que se detuvieran antes de llegar al puerto, y que se ocultaran. A continuación él mismo se acercó hasta Shigeko y Gemba.

—Tengo que pedirte que me devuelvas el caballo —le dijo a su hija—. He pensado un plan para que los soldados de Saga abandonen su escondite.

—Supongo que no irás solo —se preocupó Shigeko mientras desmontaba de lomos de
Tenba
y cogía las riendas de
Ashige,
que su padre le entregaba.

—Iré con
Tenba
y el
kirin,
pero nadie me verá.

Takeo casi nunca utilizaba los poderes de la Tribu en presencia de Shigeko, ni siquiera le hablaba de ellos, y ahora tampoco deseaba darle explicaciones. Vio que su hija mostraba una expresión de duda, que rápidamente controló.

—No te preocupes. Nada puede hacerme daño —aseguró Takeo—; pero tenéis que preparar los arcos y estar alerta para disparar a matar.

—Trataremos de incapacitarles, mejor que acabar con sus vidas —repuso ella dirigiendo la mirada a Gemba, quien permanecía silencioso e impasible a lomos de su caballo negro.

—Va a ser una batalla en toda regla, no un torneo amistoso —advirtió Takeo, deseando preparar a su hija para lo que tenían por delante, para la locura y el ansia de sangre que la guerra traía consigo—. Puede que no tengas elección.

—Tengo que devolverte a
Jato,
Padre. No deberías partir sin tu sable.

Takeo lo cogió, agradecido. Habían ordenado fabricar un soporte especial para el sable, pues resultaba demasiado pesado para que Shigeko lo acarrease; el objeto ya se encontraba a lomos de
Tenba,
justo delante de la silla de montar. El sable lucía aún su funda de ceremonia y mostraba un aspecto magnífico. Takeo ató el cordón de seda del
kirin
a la brida del caballo y antes de montarse abrazó a Shigeko, elevando una plegaria silenciosa para que su hija permaneciera a salvo. Era alrededor del mediodía y el calor apretaba; incluso allí, en las montañas, el aire resultaba inmóvil y pesado. Mientras agarraba con la mano izquierda las riendas de
Tenba,
Takeo miró hacia arriba y vio enormes nubes de tormenta que se acumulaban por el oeste. El caballo sacudió la cabeza para librarse de un pelotón de mosquitos.

Mientras Takeo se alejaba llevando consigo al
kirin,
se percató de que alguien le seguía a pie. Había dado órdenes de que nadie le importunara, y se giró para exigir a quienquiera que fuese que se quedara atrás.

—¡Señor Otori!

Era Mai, la muchacha de los Muto, hermana de Sada.

Takeo se detuvo un instante y ella se acercó al flanco del caballo.
Tenba
giró la cabeza en su dirección.

—¡Tal vez pueda ayudaros! —dijo—. Permitidme que os acompañe.

—¿Vas armada?

Mai sacó un puñal de dentro de su túnica.

—También llevo cuchillos arrojadizos y un garrote. ¿Tiene el señor Otori la intención de hacerse invisible?

Él asintió con la cabeza.

—Yo también podría hacerlo. El objetivo es conseguir que salgan de su escondite para que los guerreros puedan dispararles, ¿verdad?

—Verán un caballo de combate y el
kirin,
aparentemente solos. Confío en que la curiosidad y la avaricia les haga aproximarse. No les ataques hasta que estén a descubierto y Sugita haya ordenado que comiencen los disparos. Hay que lograr un ambiente de tranquilidad que les haga bajar la guardia. Dirígete hacia el lado donde parezca haber menos hombres escondidos y mata a tantos como puedas. Cuanto más confundidos se sientan, mejor para nosotros.

Mai esbozó una ligera sonrisa.

—Gracias, señor. Cada una de sus muertes será un consuelo por el asesinato de mi hermana.

"Ahora estoy obligado a ir a la guerra", pensó Takeo con lástima a medida que apremiaba a
Tenba
para que continuara hacia adelante y él mismo se hacía invisible.

El sendero se iba volviendo más empinado y pedregoso, pero justo antes de llegar al puerto de montaña se ampliaba y allanaba formando una pequeña meseta. El sol seguía en el cielo, aunque empezaba a descender por el oeste y las sombras habían comenzado a alargarse. A ambos lados de Takeo se extendía la cordillera, que emergía de entre los frondosos bosques; frente a él se encontraban los Tres Países, ahora cubiertos de nubes. Un relámpago centelleó en la distancia y se escuchó el retumbar de los truenos.
Tenba
levantó la cabeza hacia arriba y se estremeció, mientras que el
kirin
hembra caminaba con la tranquilidad y la elegancia acostumbradas.

Takeo escuchó el lejano rasguido de unas cometas y el aleteo de pájaros, el crujido de árboles centenarios y el remoto goteo del agua. Mientras se aproximaba cabalgando al valle oyó voces susurrantes, el ligero murmullo de hombres cambiando de posición, el suspiro de cuerdas de arco al tensarse y, por último, el ligero chasquido que indicaba que un arma de fuego estaba siendo cargada con pólvora.

Por unos instantes la sangre se le heló. No temía a la muerte; la había rozado en muchas ocasiones y ya no le atemorizaba. Es más, se había convencido a sí mismo de que nadie le mataría hasta que lo hiciera su propio hijo; pero ahora un recelo del que apenas se había percatado antes emergió a la superficie: el miedo a la bala que mataba desde la distancia, esa pieza de hierro que atravesaba la carne y los huesos. "Si voy a morir, que sea con la hoja del sable —rezó mientras se escuchaban más truenos—; aunque si un arma de fuego termina con mi vida, se hará justicia, pues fui yo quien las introdujo y las fabricó".

No recordaba haberse hecho invisible a lomos de un caballo con anterioridad, acostumbrado como estaba a mantener separadas sus habilidades como guerrero de sus dotes de la Tribu. Soltó las riendas sobre el cuello del animal y sacó los pies de los estribos para que no hubiera seña alguna de la existencia de un jinete. Se preguntó qué estarían pensando los hombres que observaban desde sus escondites cómo el caballo y el
kirin
avanzaban por el valle. ¿Parecería una imagen sacada de un sueño, o acaso alguna antigua leyenda que hubiera cobrado vida? El caballo negro, con las crines y la cola tan brillantes como la ornamentada silla de montar, y el sable en el flanco; a su lado el
kirin,
una criatura alta y extraña, con su largo cuello y su pelaje de insólitos dibujos.

Se escuchó el zumbido de una flecha;
Tenba
dio un respingo y Takeo tuvo que hacer un esfuerzo por mantener el equilibrio y no desplomarse hacia un lado. No deseaba caerse (como Kono), pero tampoco perder la invisibilidad por falta de concentración. Aminoró la respiración y dejó que su cuerpo se adaptara a los movimientos del caballo como si ambos fueran una sola criatura.

La flecha se clavó en el suelo a pocos metros de él. No había sido dirigida directamente a los animales; simplemente se trataba de un sondeo de la naturaleza de aquéllos. Takeo dejó que
Tenba
se desfogara un poco más y luego apretó las piernas ligeramente contra los flancos, apremiando al animal para que avanzara y agradeciéndole, al mismo tiempo, su manera de responder y el vínculo que les unía. El
kirin
les seguía con docilidad.

Un grito llegó desde la derecha de Takeo, desde la parte norte del valle.
Tenba
elevó las orejas y las giró en dirección al sonido. Otro hombre gritó en respuesta, desde el extremo sur.
Tenba
rompió a trotar y el
kirin
apretó el paso a su lado con sus habituales zancadas saltarinas.

Los soldados comenzaron a salir a la luz uno a uno, abandonando sus respectivos escondites y corriendo en dirección al valle. Llevaban armaduras ligeras, que resultaban más prácticas y flexibles a la hora de ocultarse que la coraza de batalla completa; habían confiado en una emboscada rápida. Casi todos iban pertrechados con arcos, y unos cuantos con armas de fuego, aunque las apartaron a un lado.

Tenba
resopló, alarmado por los soldados como si de una manada de lobos se tratara, y aceleró el paso hasta lograr un medio galope. Esto hizo que aparecieran más hombres y corrieran a mayor velocidad, tratando de detener a los animales antes de que alcanzaran el final del valle. Takeo notó que el terreno empezaba a ir en declive: acababan de atravesar el punto más alto. Frente a sus ojos el horizonte se abría. Ahora podía ver las llanuras más abajo, donde aguardaba el ejército de Kahei.

Se escuchaban gritos por todas partes, pues los soldados habían abandonado cualquier idea de esconderse y competían entre sí por ser los primeros en agarrar las riendas del caballo de combate y reclamar su posesión. Por delante, en el hueco entre los riscos, aparecieron cinco o seis jinetes.
Tenba
ya galopaba, zigzagueando como un semental que reuniera a una manada de yeguas, enseñando los dientes, preparado para morder; las enormes zancadas del
kirin
parecían hacerle flotar por encima del suelo. Takeo escuchó que otra flecha pasaba silbando por su lado. Entonces se aplastó contra el cuello del caballo, se aferró a las espléndidas crines y vio caer al primer soldado con la flecha clavada en el pecho. Desde sus espaldas le llegaba el tamborileo de cascos de caballo mientras sus propias tropas se lanzaban al valle.

El terrible silbido de las flechas llenaba la atmósfera como si del aleteo de cientos de aves se tratase. Los soldados se percataron demasiado tarde de la trampa en la que habían caído, y empezaron a correr hacia las rocas con el fin de protegerse. Uno de ellos se desplomó de inmediato con un cuchillo en forma de estrella clavado en el ojo, lo que hizo que cuantos le seguían vacilaran lo suficiente como para sucumbir ante la siguiente salva de flechas. O bien
Tenba
y el
kirin
se encontraban fuera de alcance, o la puntería de los arqueros Otori era soberbia, pues aunque Takeo escuchaba el rasguido de las varas a su alrededor ninguna alcanzaba a los animales.

Por delante de él, los jinetes enemigos descollaban amenazantes, con los sables en alto. Takeo buscó a tientas los estribos, ancló los pies y, aunando energías, agarró a Jato con la mano izquierda y volvió a recobrar la visibilidad mientras balanceaba el sable hacia la izquierda, derribando al primero de los jinetes con un golpe que le atravesó el cuello y el pecho. Procurando no perder el equilibrio en la silla de montar, Takeo echó el peso de su cuerpo hacia atrás para tratar de que
Tenba
decelerase. En ese momento cortó el cordón que unía el
kirin
al caballo. La criatura echó a correr hacia delante con paso torpe mientras
Tenba,
recordando tal vez para lo que había sido entrenado, redujo la marcha y se giró para enfrentarse a los otros jinetes, que ahora rodeaban a Takeo.

Casi había olvidado aquella sensación que, de nuevo, le arrastró como un torrente: la demente determinación que hacía desaparecer todo aquello que no fuera la fortaleza, la habilidad y el empuje que aseguraría la supervivencia del combatiente. Se olvidó de su edad y sus limitaciones físicas; la mano izquierda asumió el papel de la derecha lisiada y
Jato
se movía con el mismo ímpetu de siempre, como por voluntad propia.

Se dio cuenta de que Hiroshi estaba a su lado. El pálido pelaje de
Keri
se veía teñido de sangre. Luego llegaron Shigeko y Gemba, que procedieron a rodearle; llevaban los arcos a la espalda y los sables en la mano.

—¡Seguid adelante! —les gritó, y sonrió para sí mientras pasaban de largo y empezaban a descender.

Shigeko estaba a salvo, al menos por aquel día. El combate fue remitiendo y Takeo se percató de que los últimos jinetes enemigos trataban de escapar, y los hombres de a pie también huían, buscando refugio entre los árboles y las rocas.

—¿Les seguimos? —le dijo Hiroshi a voces, mientras recobraba el aliento y hacía que
Keri
diese la vuelta.

—No, les dejaremos marchar. Saga debe de encontrarse cerca. No podemos retrasarnos. Ahora estamos en los Tres Países y esta noche nos reuniremos con Kahei.

"Esto es sólo una escaramuza —pensaba Takeo mientras volvía a colocar a
Jato
en el soporte y la cordura empezaba a regresar—. La batalla definitiva está aún por llegar".

—Reunid a nuestros muertos y heridos —le ordenó a Hiroshi—. No dejéis a ninguno atrás.

Luego, a voz en cuello, gritó:

—¡Mai! ¡Mai!

Percibió el parpadeo de la invisibilidad en el flanco norte y cabalgó hacia ella a lomos de
Tenba,
mientras la muchacha aparecía a sus ojos de nuevo. Se inclinó hacia abajo y, tirando de Mai, logró subirla a la grupa.

—¿Estás herida? —le preguntó por encima del hombro.

—No. Maté a tres hombres y herí a otros dos.

Takeo notaba en su espalda el latido acelerado del corazón de la joven; el olor de su sudor le trajo a la memoria que hacía meses que no yacía con Kaede, y anheló estar con ella. No dejaba de pensar en su mujer mientras paseaba la vista por el valle en busca de supervivientes y luego reunía a los últimos de sus soldados. Cinco muertos, al parecer; tal vez seis heridos más. Sintió lástima por los caídos, eran hombres a los que conocía desde hacía años. Decidió darles un entierro digno en su tierra natal de los Tres Países, y abandonar en el valle a los muertos del bando de Saga sin molestarse en llevarse sus cabezas ni rematar a los heridos. El general llegaría a aquel lugar al día siguiente, y bien esa misma jornada o la próxima se enfrentarían en combate.

Cuando llegó a la llanura y saludó a Kahei, el estado de ánimo de Takeo era sombrío. Aliviado al comprobar que Minoru se encontraba sano y salvo, se dirigió junto al escriba a la tienda de Kahei, donde relató a su comandante en jefe todo lo que había ocurrido y discutieron los planes para el día siguiente. Hiroshi se llevó los caballos a las líneas; allí se hallaba Shigeko, con el
kirin.
Al contemplarla, Takeo vio que su hija estaba pálida y parecía un tanto apocada; el corazón de su padre sufría por ella.

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