El lamento de la Garza (68 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El lamento de la Garza
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"Se están retirando", se dijo Takeo apenas sin dar crédito, mientras el sonido de la caracola quedaba ahogado por un rugido de triunfo y los hombres que le rodeaban se lanzaban hacia adelante en persecución del enemigo a la fuga.

47

Los antiguos parias, procedentes de sus aldeas en Maruyama, atravesaban el campo de batalla para encargarse de los caballos heridos y enterrar a los soldados muertos. Una vez que hubieron colocado en hileras los cadáveres de los caídos, Kahei, Gemba y Takeo pasaron revista, identificando a cuantos podían, mientras Minoru registraba sus nombres. En cuanto a los hombres de Saga, había demasiados para identificar; los enterraron rápidamente en un gigantesco foso que cavaron en el centro de la llanura. Se había prohibido que se les cortara la cabeza como trofeo de guerra. La tierra era pedregosa, por lo que las tumbas no tenían mucha profundidad. Los cuervos ya se congregaban, descollando a través de la lluvia con sus enormes alas negras y lanzándose graznidos entre sí desde los riscos. De noche los zorros acechaban, y Takeo supo que una vez que los humanos hubieran partido llegarían los lobos, más astutos, que disfrutarían del festín durante todo el verano.

Se desmontaron las empalizadas y con algunas de las estacas se construyeron camillas para trasladar a los heridos de regreso a Inuyama. El resto de los maderos se empleó para levantar una barrera en medio del puerto de montaña; Sonoda Mitsuru y doscientos de sus hombres permanecieron allí para montar guardia. Rara el atardecer del segundo día y una vez que los cadáveres fueron enterrados, las defensas se encontraban en posición y no había señal del regreso de Saga y los suyos. Daba la impresión de que la batalla, en efecto, había concluido. Kahei dio órdenes para descansar; los hombres se despojaron de sus corazas, soltaron las armas y al instante se durmieron.

Desde el momento en que Saga Hideki fue herido y ordenó la batida en retirada, la lluvia había disminuido hasta convertirse en una ligera llovizna. Takeo caminó entre los hombres dormidos de la misma manera que anteriormente lo había hecho entre los muertos, mientras escuchaba el suave susurro del agua sobre la hojarasca y las rocas, el distante chapoteo de la cascada y el canto vespertino de los pájaros. Notaba cómo las gotas de humedad se le acumulaban sobre el rostro y el cabello. La mitad derecha de su cuerpo, desde el hombro al talón, le dolía intensamente, y el alivio de la victoria quedó atemperado por la lástima ante el precio que habían tenido que pagar. También sabía que los exhaustos soldados sólo podrían dormir hasta el amanecer, cuando habría que reunirlos para la marcha de regreso a Inuyama y, a continuación, al País Medio, con objeto de evitar que Zenko se sublevara en el Oeste. El mismo Takeo se encontraba ansioso por regresar lo antes posible; la advertencia de Gemba acerca del suceso desconocido que había alterado la armonía de su gobierno acudía ahora a su mente para atormentarle. Sólo podía significar que algo le había ocurrido a Kaede...

Hiroshi había sido trasladado a la tienda de Shigeko, pues ofrecía mayor grado de comodidad y la mejor protección contra la lluvia. Takeo encontró allí a su hija, a la que apenas reconoció. Aún vestía su atuendo de batalla; seguía con el rostro cubierto de barro y tenía el pie toscamente vendado.

—¿Cómo está? —preguntó. Se arrodilló junto a Hiroshi y notó el pálido rostro y la respiración entrecortada de éste.

—Sigue vivo —respondió Shigeko en voz baja—. Creo que está un poco mejor.

—Le llevaremos a Inuyama mañana. Los médicos de Sonoda se encargarán de él.

Hablaba con confianza, aunque en su fuero interno pensaba que Hiroshi no resistiría el viaje. Shigeko asintió en silencio.

—¿Te han herido?

—Se me clavó una flecha en el pie. Nada importante; no me di cuenta hasta más tarde. Apenas podía caminar cuando regresaba y Mai tuvo que ayudarme.

Takeo no entendió lo que su hija le decía.

—¿Dónde fuisteis tú y Mai? Creí que estabais con Gemba.

Shigeko le miró y a toda prisa, relató:

—Mai me llevó hasta el señor Saga. Le clavé una flecha en el ojo —explicó, y de pronto se le saltaron las lágrimas—. ¡Ahora no querrá casarse conmigo!

Su llanto se tornó en una extraña carcajada.

—¿Quieres decir que tenemos que agradecerte su repentina batida en retirada? —la emoción embargó a Takeo por el hecho de que se hubiera hecho justicia. Saga no había aceptado su propia derrota en el torneo amistoso y había provocado el enfrentamiento en combate; ahora Shigeko le había infligido una grave herida, posiblemente mortal, y había asegurado la victoria de los Otori.

—Traté de no matarle. Sólo pretendía herirle, de la misma manera que durante la batalla intenté incapacitar al enemigo, sin tener que quitarle la vida.

—Te has comportado de forma ejemplar —repuso él, intentando enmascarar su emoción con palabras formales—. Eres digna heredera de los Otori y los Maruyama.

La alabanza de su padre provocó otro ataque de llanto.

—Estás agotada.

—Como todos los demás; como tú mismo. Debes dormir, Padre.

—Lo haré, tan pronto como haya comprobado el estado de
Tenba.
Quiero cabalgar por delante hacia Inuyama. Kahei se encargará de los hombres. Tú y Gemba debéis escoltar a Hiroshi y al resto de los heridos. Confío en que
Tenba
se encuentre en buena forma; de no ser así, lo dejaré a tu cargo.

—También me encargaré del
kirin —
recordó Shigeko.

—Sí, pobre animal. Nunca pudo imaginar el viaje que tenía por delante, ni el impacto que causaría en esta tierra extraña.

—No puedes cabalgar solo, Padre. Lleva a alguien contigo. Lleva a Gemba. Y puedes montar a
Ashige;
yo no necesito un caballo.

Las nubes empezaban a abrirse ligeramente. A medida que el sol se ponía por el oeste se iba vislumbrando un débil resplandor, la huella de un arco iris al otro lado del cielo. Takeo abrigó la esperanza de que presagiara el final de la lluvia para el día siguiente, aunque ahora que las precipitaciones habían comenzado, posiblemente éstas continuarían durante varias semanas.

Tenba
se encontraba tumbado al lado del
kirin,
de espaldas a la llovizna, con la cabeza baja. Emitió un leve relincho a modo de saludo al ver que su dueño se acercaba. La herida del pecho ya se había cerrado y parecía limpia, pero cuando Takeo lo vio moverse cojeaba por el lado derecho, si bien daba la impresión de que las patas estaban ilesas. Takeo sacó la conclusión de que los músculos del hombro se le habían inflamado, por lo que lo llevó al remanso y le aplicó agua fría durante un rato; pero
Tenba
seguía apoyándose sobre la pata delantera derecha y probablemente no era posible montarlo. Entonces Takeo se acordó de
Keri,
el caballo de Hiroshi. No logró encontrarlo entre las cabalgaduras supervivientes. El corcel gris perla con crin y cola negras, el hijo de
Raku,
debía de haber muerto en la batalla, al igual que su hermanastro,
Ryume,
el caballo de Taku. Ambos animales habían cumplido los diecisiete años, una avanzada edad; sin embargo sus muertes apenaban a Takeo en gran medida. Taku se había ido; Hiroshi estaba moribundo. De regreso a la tienda, su estado de ánimo era sombrío. En el interior reinaba la penumbra bajo la macilenta luz de una lámpara. Shigeko se había quedado dormida junto a Hiroshi, con el rostro casi pegado al de él. "Como un matrimonio", reflexionó.

Takeo les miró con profundo afecto.

—Ahora puedes casarte con quien deseas —dijo en voz alta.

Se arrodilló al lado de Hiroshi y le colocó una mano en la frente. Daba la impresión de que la fiebre había disminuido; su respiración se escuchaba más pausada y profunda. Takeo creía que estaba inconsciente, pero de pronto el joven abrió los ojos y esbozó una sonrisa.

—Señor Otori... —susurró.

—No trates de hablar. Te vas a poner bien.

—¿La batalla?

—Se ha terminado. Saga se ha batido en retirada.

Hiroshi volvió a cerrar los ojos, pero la sonrisa no abandonó sus labios.

Takeo se tumbó, un poco más animado. A pesar del dolor, el sueño cayó sobre él como una nube oscura que le sumió en el olvido.

* * *

Al día siguiente partió hacia Inuyama con Gemba —como Shigeko había sugerido— y Minoru, quien cabalgaba a lomos de su propia yegua, de naturaleza plácida. La yegua y el corcel negro de Gemba se encontraban tan descansados como
Ashige,
y marchaban deprisa. En la tercera jornada de viaje una ligera fiebre infecciosa afectó a Takeo, y las horas pasaron en lenta agonía mientras su cuerpo luchaba contra los efectos de la calentura. Le asediaban los sueños y las alucinaciones; pasaba constantemente del ardor a los escalofríos, pero se negaba a abandonar el viaje. En cada uno de los lugares de parada extendían la noticia de la batalla y la victoria, y en poco tiempo un reguero de gente empezó a ascender a la cordillera de la Nube Alta para llevar comida a los guerreros y ayudar a trasladar a los heridos a casa.

Había llovido generosamente por todo el territorio de los Tres Países, haciendo que el arroz creciera y se hinchara; pero el agua había llegado tarde y la cosecha se resentiría. Las carreteras se encontraban embarradas y con frecuencia, inundadas. A menudo Takeo se olvidaba de dónde estaba y creía que se hallaba inmerso en el pasado, a lomos de
Aoi,
junto a Makoto, y en dirección a un río desbordado y un puente roto.

"Kaede debe de tener frío —pensó—. No ha estado bien últimamente. Tengo que acudir a ella y abrigarla".

Pero él mismo estaba tiritando y, de pronto, Yuki se encontraba a su lado.

—Estás helado —le dijo—. ¿Te traigo un poco de té?

—Sí —respondió el—; pero no debo yacer contigo, porque estoy casado.

Entonces Takeo se acordó de que Yuki estaba muerta y que nunca yacería con él ni con nadie más, y sintió una punzada de arrepentimiento por el destino de la joven y el papel que él mismo había jugado en el fatal desenlace.

Rara cuando llegaron a Inuyama la fiebre había remitido y Takeo había recobrado la lucidez; pero sus inquietudes no le abandonaban. No quedaron disipadas ni siquiera por el caluroso recibimiento que le dispensaron los habitantes de la ciudad, quienes celebraron su regreso y la noticia de la victoria con fiesta y baile en las calles. Ai, la hermana de Kaede, acudió a recibirle al patio del castillo, donde Gemba y Minoru le ayudaron a desmontar.

—Tu marido está a salvo —le comunico al instante, y notó que el rostro de su cuñada se iluminaba de alivio.

—Alabado sea el Cielo —respondió ella—. Pero, dime, ¿estás herido?

—Creo que ya he pasado lo peor. ¿Tienes noticias de mi esposa? No he sabido nada de ella desde que iniciamos el viaje en el cuarto mes.

—Señor Takeo... —comenzó a decir Ai, y el corazón de él se encogió de miedo. Había empezado a llover de nuevo, y varios criados corrieron hacia ellos con paraguas, cuyos vivos colores resplandecían en el ambiente gris—, el doctor Ishida está aquí. Enviaré a buscarle ahora mismo. Cuidará de ti.

—¿Ishida está aquí? ¿Por qué?

—Él te lo explicará todo —respondió su cuñada, cuyo tono bondadoso aterrorizaba a Takeo—. Vamos dentro. ¿Quieres darte un baño, primero? Prepararemos una comida para todos vosotros.

—Sí, tomaré un baño —aceptó, deseando retrasar las noticias y, al mismo tiempo, enfrentarse a ellas preparado y en buena forma.

La fiebre y el dolor le habían dejado mareado; su capacidad auditiva parecía más aguda que de costumbre y hasta el mínimo sonido le retumbaba dolorosamente en los oídos.

Él y Gemba acudieron a los manantiales de agua caliente y se despojaron de sus sucias ropas. Gemba retiró cuidadosamente las vendas del hombro y el brazo de Takeo y le lavó la herida con agua casi hirviendo, lo que hizo que se le embotara la cabeza aún más.

—Está cicatrizando bien —observó Gemba, pero Takeo se limitó a asentir en silencio.

No mediaron palabra mientras se lavaban, enjuagaban y salían del agua burbujeante y sulfurosa. La lluvia les caía suavemente sobre el rostro y los hombros, rodeándoles como si hubieran sido transportados a otro mundo.

—No puedo quedarme aquí para siempre —dijo por fin Takeo—. ¿Me acompañas a escuchar el motivo que ha traído a Ishida hasta Inuyama?

—Claro que sí. Conocer lo peor es saber cómo seguir adelante.

Ai trajo sopa, pescado asado, arroz y verduras de temporada. Ella misma les sirvió. Comieron deprisa; Ai pidió a las criadas que se llevaran las bandejas y trajeran el té. Cuando regresaron, el doctor Ishida las acompañaba.

Ai sirvió el té en unos hermosos cuencos barnizados de tono azul oscuro.

—Ahora, os dejaré.

Mientras se arrodillaba para abrir la puerta corredera, Takeo se fijó en que su cuñada se llevaba la manga de la túnica a los ojos para secarse las lágrimas.

—¿Otra herida? —preguntó Ishida una vez que hubieron intercambiado saludos—. Déjame que la examine.

—Más tarde. Ya se está curando. —Tras dar un sorbo de té, sin notar apenas el sabor, Takeo prosiguió:— Supongo que no habrás hecho este viaje tan largo para traer buenas noticias, ¿no es cierto?

—Pensé que debías saberlo lo antes posible —respondió Ishida—. Perdóname; creo que todo es culpa mía. Dejaste a tu esposa y tu hijo a mi cuidado. Son cosas que ocurren. Los recién nacidos se aferran levemente a la vida; se nos escapan sin que podamos evitarlo —se detuvo y clavó en Takeo una mirada impotente; la boca le temblaba a causa de la congoja, y las lágrimas le surcaban las mejillas.

Takeo notaba cómo su propio pulso le retumbaba en los oídos.

—¿Me estás diciendo que mi hijo ha muerto?

La oleada de angustia le cogió por sorpresa y, al instante, estalló en llanto. Sufría por la diminuta criatura, a la que él apenas había conocido y ahora nunca iba a conocer.

"No puedo soportar este nuevo golpe... —pensó; y luego se dijo:— Si yo no puedo, ¿cómo lo hará Kaede?".

—Debo acudir junto a mi esposa inmediatamente —resolvió—. ¿Cómo se lo ha tomado? ¿Se trató acaso de una enfermedad? ¿Se encuentra mal ella, también?

—Fue una de esas muertes infantiles inexplicables —contestó Ishida con la voz quebrada—. El niño estaba completamente sano la noche anterior, bien alimentado, sonreía y jugueteaba. Se quedó dormido plácidamente y nunca se despertó.

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