El lamento de la Garza (29 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El lamento de la Garza
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—Aquellos días son cosa del pasado —comentó Jizaemon, propietario de un importante negocio, después de ofrecer a Akio una bienvenida no del todo entusiasta—. Hay que avanzar con los tiempos. Podemos obtener más éxito y ejercer mayor control sobre los acontecimientos suministrando armas y otras necesidades cotidianas, prestando dinero. Tenemos que fomentar a toda costa la preparación para la guerra y al mismo tiempo tratar de evitar que llegue a estallar.

Hisao pensó que su padre reaccionaría con la misma violencia que con Gosaburo, y sintió lástima. No quería que Jizaemon muriera antes de que pudiera mostrarles algunos de los tesoros que había adquirido: artilugios mecánicos que medían las horas, botellas y recipientes para beber fabricados con cristal, espejos y nuevas exquisiteces dulces o saladas, aparte de "regaliz" y "azúcar", palabras que nunca antes había escuchado.

El viaje había sido tedioso. Ni Akio ni Kazuo eran jóvenes, y a sus respectivas actuaciones en público les faltaba pasión. Las canciones que interpretaban resultaban anticuadas y ya no eran populares. A lo largo del camino les habían recibido de mala gana y, en una aldea en concreto, los habitantes no habían disimulado su abierta hostilidad: nadie quiso darles alojamiento y se vieron obligados a caminar durante toda la noche.

Ahora, Hisao examinó a su padre atentamente, si bien con disimulo, y se percató de que ya era viejo. En la aldea secreta Akio gozaba de un poder innato como maestro indiscutible de la familia Kikuta; era temido y respetado por todos. Pero en Akashi, ataviado con sus ropas descoloridas, parecía un ser insignificante. Hisao sintió una punzada de lástima que en seguida trató de anular, porque la lástima solía dejarle expuesto a las voces de los muertos. Comenzó el familiar dolor de cabeza: la mitad del mundo se desplazó a la zona de bruma; la mujer le susurraba, pero él no estaba dispuesto a prestarle ninguna atención.

—Puede que tengas razón —escuchó decir a Akio, como desde la distancia—; pero no será posible evitar la guerra eternamente. Hemos oído hablar de los mensajeros que Otori ha enviado al Emperador.

—Sí, partieron de aquí hace unas semanas. Nunca he visto una comitiva más ostentosa. Otori debe de ser muy rico, y además se nota que es refinado y tiene un gusto exquisito. Dicen que es por influencia de su esposa...

—¿Es cierto que el Emperador tiene un nuevo general? —Akio interrumpió en seco el entusiasmo del comerciante.

—En efecto. Es más, querido primo, el general tiene armas nuevas, o muy pronto las tendrá. Dicen que ése es el motivo por el que el señor Otori busca el favor del Emperador.

—¿A qué te refieres?

—Durante años, los Otori han mantenido un riguroso embargo sobre las armas de fuego; pero hace poco un cargamento de tales armas se envió a Hofu de contrabando, según cuentan, con la participación directa del mismísimo Arai Zenko. ¿Conoces a Terada Fumio?

Akio asintió en silencio.

—El caso es que Fumio se dirigió a Hofu con la intención de requisar el armamento, pero llegó dos días después que el armamento. Se puso furioso. Primero ofreció grandes sumas de dinero y luego amenazó con regresar con una flota y quemar la ciudad entera si las armas no eran devueltas. Pero resultó ser demasiado tarde: ya estaban camino de ser entregadas al general Saga. No puedes imaginarte lo que eso ha supuesto para el precio del hierro y del salitre: ¡lo ha puesto por las nubes! Sí, primo, sí; por las nubes.

Jizaemon sirvió otro tazón de vino y animó a sus invitados a que bebieran con él.

—A nadie le importan las amenazas de Terada —comentó con una risa ahogada—. No es más que un pirata. Él mismo solía pasar de contrabando cosas peores. Y el señor Otori nunca atacará la ciudad libre, puesto que necesita que los comerciantes alimenten y equipen a su ejército.

Hisao se extrañó de la falta de respuesta por parte de Akio. Su padre se limitó a dar prolongados tragos de vino y a asentir en señal de acuerdo ante todo lo que su interlocutor decía, aunque su ceño se iba haciendo más profundo y su semblante, más sombrío.

Hisao se despertó por la noche y escuchó que Akio hablaba con Kazuo en susurros. Notó que el cuerpo entero se le tensaba y en cierto modo esperó volver a escuchar los sonidos apagados de otro asesinato, pero los dos hombres conversaban acerca de otro asunto. Departían sobre Arai Zenko, el cual había permitido que las armas de fuego escaparan de las redes de los Otori.

Hisao conocía la historia de Zenko. Sabía que era el hijo mayor de Muto Shizuka y sobrino nieto de Kenji; un primo lejano del propio Hisao. Zenko era el único miembro de la familia Muto al que los Kikuta no habían execrado: no había estado implicado en la muerte de Kotaro y corrían rumores de que no le era del todo leal a Takeo, a pesar de que éste era su cuñado. Se sospechaba que le culpaba por la muerte de su propio padre e incluso que alimentaba un secreto deseo de venganza.

—Zenko es ambicioso y cuenta con poder —susurró Kazuo—. Si está buscando congraciarse con el señor Saga, debe de estar preparándose para enfrentarse al Perro.

—Es el momento perfecto para aproximarse a Arai Zenko —repuso Akio con voz queda—. Takeo está pendiente de las amenazas de la capital. Si Zenko le atacase por el Oeste, quedaría atrapado entre ambos bandos.

—Tengo la impresión de que a Arai le gustaría que te pusieras en contacto con él —replicó Kazuo—. Además, tras la muerte de Kenji, debe convertirse en el maestro de los Muto. ¿Qué mejor momento para pedirles que pongan fin a sus desavenencias con la Tribu, que vuelvan a unir a todas las familias?

Jizaemon, contento tal vez por librarse de sus visitantes, les suministró salvoconductos y les equipó con ropas y accesorios propios de los comerciantes. A continuación realizó las disposiciones necesarias para que viajaran en uno de los barcos de su cofradía y al cabo de unos días zarparon en dirección a Kumamoto por la vía de Hofu, aprovechando el tiempo cálido y tranquilo de finales del otoño.

23

Maya no viajó como hija del señor Otori, sino disfrazada a la manera de la Tribu. Era la hermana menor de Sada y ambas se dirigían a Maruyama a visitar a unos parientes y a buscar trabajo, ahora que sus padres habían fallecido. A Maya le gustaba representar el papel de huérfana. Le gratificaba imaginar que sus padres habían muerto, pues seguía enfadada con ellos, sobre todo con su madre, y le hería profundamente el hecho de que prefirieran a Sunaomi. Maya había visto al niño gimoteando ante lo que había tomado por un fantasma y que en realidad no era sino una estatua inacabada de Kannon, la misericordiosa. La niña despreciaba los temores de su primo, más aún al compararlos con lo que ella misma había sentido aquella noche sin estrellas, la tercera noche del Festival de los Muertos.

No había tenido dificultad en seguir a Sunaomi utilizando los poderes habituales de la Tribu, pero cuando llegó a la playa percibió algo extraño en el ambiente y en los rescoldos de las hogueras; la intensidad y el sufrimiento del Festival la conmovieron intensamente y la voz del gato que habitaba su interior le habló, diciendo: "¡Mira lo que veo yo!".

Al principio fue como un juego: la repentina claridad de la oscuridad que la rodeaba; sus pupilas ahora dilatadas, que percibían el menor movimiento; las apresuradas carreras de los animalillos y los insectos nocturnos; el temblor de las hojas; las gotas de agua empujadas por la brisa. El cuerpo de la gemela se suavizó y se fue estirando hasta convertirse en el del gato, y entonces cayó en la cuenta de que la playa y el pinar estaban atestados de fantasmas.

A través de los ojos del gato veía los espectros con sus rostros grises, sus ropas blancas y sus pálidas extremidades flotando por encima del suelo. Los muertos volvían la vista hacia ella y el gato les respondía, consciente de los amargos pesares de los espíritus, de sus quejas y sus deseos insatisfechos.

Maya, conmocionada, soltó un grito. Luchó en vano por recuperar su propio cuerpo. Las garras del gato escarbaron las oscuras tablillas esparcidas por el suelo y, de un impulso, el felino saltó a los árboles que rodeaban la casa. Los fantasmas lo siguieron, oprimiéndolo; en el pelaje notaba el tacto helado de los espíritus. Escuchó sus voces teñidas de llanto y de anhelo, que recordaban al murmullo de las hojas bajo el viento del otoño.

"¿Dónde está nuestro maestro? Llévanos hasta él. Le estamos esperando."

Aunque no las comprendía, las palabras de los espectros aterrorizaron a Maya, como si se tratase de una pesadilla en la que una sola frase ininteligible paralizase a la persona dormida. Escuchó el chasquido de una rama al partirse y vio que un hombre con una lámpara en la mano salía de la casa a medio derruir. Los muertos se apartaron de la luz y las pupilas de la niña se empequeñecieron tanto que ya no lograba verlos con claridad. Oyó gritar a Sunaomi y escuchó el goteo de la orina al escapársele. El desprecio hacia el miedo de su primo la ayudó a controlar sus propios temores, al menos lo bastante como para huir a través de los arbustos y regresar al castillo sin ser vista. Maya no recordaba en qué momento el gato la había abandonado y había vuelto a recuperar su propio ser, de la misma forma que ignoraba qué había provocado que el animal se hiciera presente. Y no conseguía liberarse del recuerdo de los fantasmas ni de las huecas voces de los muertos.

"¿Dónde está nuestro maestro?"

Maya temía la posibilidad de volver a ver y a oír de aquella manera, e hizo todo lo posible para evitar que el gato la poseyera. Había heredado algo de la implacable naturaleza de los Kikuta, junto con otras muchas habilidades de la familia; pero el gato seguía acudiendo a ella en sueños, despiadado y aterrador, pero también fascinante.

—¡Serás una espía excelente! —exclamó Sada tras la primera noche de travesía, cuando Maya le contó los chismorreos que había acertado a oír en el barco el día anterior: nada siniestro ni peligroso, sólo secretos particulares que habrían preferido permanecer ocultos ante el resto del mundo.

—Preferiría ser espía a tener que casarme con algún señor —respondió Maya—. Quiero ser como tú, o como era Shizuka.

Dirigió la vista a través del agua moteada de blanco hacia el Este, donde la ciudad de Hagi ya se había perdido en la lejanía. Oshima también se hallaba a sus espaldas, a gran distancia; sólo se distinguían las nubes que rodeaban la cumbre del volcán. Habían pasado junto a la isla durante la noche, para pesar de la gemela, pues ésta había escuchado numerosas historias acerca del antiguo baluarte de los piratas y sobre la visita de Takeo al señor Terada, y deseaba ver el lugar con sus propios ojos; pero el barco no podía permitirse retraso alguno. El viento del noroeste no duraría mucho más y lo necesitaban para que les condujera hasta las costas occidentales.

—Shizuka solía hacer lo que le venía en gana —prosiguió Maya—, pero luego se casó con el doctor Ishida y ahora es como cualquier esposa corriente.

Sada se echó a reír.

—¡No subestimes a Muto Shizuka! Siempre ha sido mucho más de lo que aparenta.

—También es la abuela de Sunaomi —gruñó la niña.

—Estás celosa, Maya. Ése es tu problema.

—Es injusto —protestó la niña—. Si yo fuera varón, daría igual que fuese gemelo. Si yo fuera un niño, Sunaomi nunca habría venido a vivir con nosotros y mi padre no estaría pensando en adoptarle.

"Y no se me habría ocurrido desafiar al muy cobarde a que fuera al santuario", pensó para sus adentros Maya. Después, tras volver la vista a Sada, le dijo:

—¿No has deseado ser un hombre alguna vez?

—Sí, solía hacerlo cuando era niña. Incluso en la Tribu, donde las mujeres disponen de mucha libertad, se valora más a los varones. Yo siempre me ponía en su contra, siempre me esforzaba por vencerles. Muto Kenji decía que eso explicaba por qué me crié tan alta y corpulenta como un hombre. Me enseñó a copiar a los chicos, a usar su lenguaje y a imitar sus gestos. Ahora puedo ser un hombre o una mujer, y eso me gusta.

—¡A mí me enseñó lo mismo! —exclamó Maya, pues como todos los niños y niñas de la Tribu ella también había aprendido a comportarse como un hombre a la vez que como una mujer, y podía hacerse pasar por cualquiera de ellos.

Sada se quedó mirándola.

—Sí, podrías pasar por un chico.

—La verdad es que no me importa que me hayan echado de casa —le confió Maya—; porque me caes bien, y quiero mucho a Taku.

—Claro, todo el mundo quiere a Taku —observó Sada entre risas.

Maya no tuvo otra oportunidad de enterarse de más comentarios en el idioma atractivo y casi incomprensible de los marineros —algunos apenas mayores que ella—, porque las olas crecieron y, para su contrariedad, la gemela descubrió que no era buena navegante. Los movimientos del barco provocaban que la cabeza le estallara y le dolieran los músculos. Sada la cuidó sin hacer aspavientos ni dedicarle palabras cariñosas, pero le sujetaba la cabeza cuando vomitaba y después le pasaba una esponja por la cara; le hacía tomar pequeños sorbos de té para mojarse los labios y cuando el mareo iba remitiendo la tumbaba, apoyando la cabeza de la niña en su regazo y colocando una mano fresca sobre su frente. A Sada le parecía notar justo debajo de la piel de la niña una naturaleza animal, un pelaje extraño, sólido y pesado aunque suave al tacto, que llamaba a voces para que lo acariciaran. Maya experimentaba el contacto de la joven como el de una enfermera o una madre. Se despertó del mareo cuando el barco rodeaba el cabo, justo cuando los vientos cambiaban y la brisa del oeste llegaba para acercarles a la orilla. Levantó la vista hacia el rostro afilado de Sada, con sus altos pómulos como los de un muchacho. La gemela reflexionó que sería maravilloso yacer en sus brazos para siempre y notó que su propio cuerpo se agitaba en respuesta. En ese mismo momento le embargó la pasión por aquella muchacha mayor que ella, una mezcla de admiración y necesidad, su primera experiencia en el amor. Se estiró, acercándose a Sada, la envolvió con sus brazos y notó sus fuertes músculos, como los de un hombre, y la sorprendente suavidad de sus pechos. Frotó la nariz contra el cuello de la joven de una manera que recordaba en parte a una niña y en parte a un animal.

—Imagino que estas muestras de afecto significan que te encuentras mejor —comentó Sada, devolviéndole el abrazo.

—Sí, voy mejorando. Ha sido horrible. ¡Nunca volveré a montarme en un barco! —hizo una pausa y luego, añadió:— Sada, ¿tú me quieres?

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