Después de dos sorbos de whisky, unos minutos de reflexión. Acabas descartando la segunda opción, porque en un momento de lucidez descubres el principal defecto que encierra, un defecto que obedece a la pregunta: ¿está Shaina al corriente del juego? A priori, has supuesto que tu mujer es una víctima de los manipuladores del juego, como tú, pero, ¿y si no fuera así? El hecho de tener la tarjeta de invitada no implica necesariamente que no forme parte del enredo…
Por tanto, acabas aceptando la tercera opción. ¡Parece, Jericó, que no te queda más remedio que jugar!
Las once y media de la noche. Sales a la terraza del ático. Desde aquí se vislumbra la zona ajardinada y la avenida de Pedralbes, un espectáculo solitario a esta hora. La luz de la luna se derrama sobre el césped y adorna las miles de gotas de agua procedentes de los aspersores, una alfombra de lucecitas que enaltece las sombras plateadas de los inmensos cedros del Líbano. La insólita estera convierte en diminutas las luces amortiguadas de las farolas.
Lo contemplas con melancolía. No sabes durante cuánto tiempo podrás seguir admirando este panorama y te lo grabas en la retina, por si el proceso de embargo también afecta al ático donde vives.
¡Ya no controlas las cosas, Jericó! Ya no eres el Napoleón que impera en el campo de batalla de la vida. Eres como una más de todas estas lucecitas que adornan el césped, efímeras y dependientes del capricho de un astro.
Otro whisky para celebrar el espectáculo nocturno y la quimera existencial. Quisieras dormir, pero no puedes. Has dejado de tomar los somníferos —una decisión motivada por las complicaciones gástricas que te ocasionaban— y debes acostarte al lado de una mujer que te repugna. Dos motivos suficientes para explicar que últimamente suelas demorar el momento de irte a la cama.
Vuelves al despacho arrastrando los pies y te sientas a la mesa. Te resignas a la fatiga y liberas el relato de Sade de debajo de los expedientes de tasación.
«Si mi destino está en el juego, ¿qué puedo hacer yo contra eso?»
Buscas el punto de lectura en que te habías detenido y reanudas el relato…
El marqués no está del todo satisfecho. La cosa no ha funcionado como pensaba. Los confites no han surtido el efecto afrodisíaco que preveía.
Ninguna de las tres prostitutas ha dado muestras de una excitación especial. La que más droga ha ingerido, Marianne, no se ha distinguido por su voluptuosidad. Esto le disgusta, porque había preparado minuciosamente el plan. No le había resultado fácil conseguir el polvo de cantárida y se había molestado en pedir a la cocinera del castillo de Lacoste que elaborara los mejores dulces de anís de que fuera capaz.
Latour, en cambio, está satisfecho. Servir a su señor, ser su fámulo, le comporta todo tipo de placeres, tanto económicos como genitales.
Marianette, la última de las chicas, entra tímidamente en el cuarto y se dirige al marqués, que parece ausente.
—¿Me habéis llamado, señor?
Es la más atractiva con diferencia. Tiene los ojos ligeramente verdes y una cabellera sedosa y negra que le disimula el cuello níveo. La palidez del rostro da realce a la luminosidad de la mirada y los labios carnosos.
—¡No eres marsellesa! Solo en la Provenza hay mujeres tan bellas. ¿De dónde eres?
—Nací en Aix.
—¡Lo sabía! Sabía que eras provenzal. ¿Podrías desnudarte?
Marianette tiene cierto aire distinguido, a pesar de ser una prostituta barata. Sade la acaricia mientras se desnuda, cautivado por su belleza.
—He oído lo que le habéis hecho a las otras y no quisiera que hicierais lo mismo conmigo. Tengo la piel muy fina, como podéis ver, y cualquier herida, por pequeña que sea, tarda en cicatrizar. Puedo complaceros sin necesidad de azotes.
Los ojos melosos de la chica han hipnotizado al marqués durante unos instantes, pero él sabe que no puede apartarse del plan previsto, el guión de la obra.
—Eres muy bella, pero debo azotarte veinticinco veces. Hay que cumplir el plan, Marianette. Te prometo que prácticamente no sentirás dolor.
Marianette se acobarda cuando ve la disciplina de pergamino sobre la colcha y las manchas de sangre. El temor la impulsa a correr hacia la puerta, pero Latour, atento, le cierra el paso.
Sade la sujeta por el brazo y le murmura al oído
:
—¿Tanto miedo te doy? Quizá te animarías si contaras con la compañía de una de tus compañeras. Latour, por favor, haz venir a Marianne.
El fámulo se encoge de hombros.
—¿Cuál de todas?
—La primera chica, la menos agraciada. Es la que ha tenido más tiempo para descansar.
Latour desaparece y el marqués intenta ganarse la confianza de la chica.
—He visitado varias veces Aix. Me gusta el cobre de las viñas en el otoño y las alfombras de pámpanos cubriendo el suelo.
Latour entra acompañado de Marianne, que parece agitada y nerviosa. Viste únicamente una camisa larga. Sade, finísimo observador, advierte el estado de alteración de la recién llegada. «Todavía es posible que la cantárida funcione», se dice. Se dirige a la puerta, la cierra con llave y se guarda esta. A continuación, camina lentamente hasta el baúl y coge la bombonera de cristal.
—¡Comed más bombones, jovencitas! ¡Son deliciosos!
Marianne rechaza el ofrecimiento.
—Ya he comido muchos, señor marqués, no podría tomar ni uno más.
Sade tiende la bombonera a Marianette, que no sin cierta vacilación coge unos cuantos. Está tan nerviosa que se le caen al suelo.
El marqués devuelve la bombonera cerrada al baúl y extiende los brazos.
—¡Comencemos! Marianne, levántate la camisa y túmbate en la cama boca abajo. Y tú, Marianette, sitúate en la cabecera de la cama y estate bien atenta.
El señor se mueve como un director de teatro en un escenario distribuyendo los papeles entre los actores, aleccionándolos, disponiéndolo todo en función de un guión que solo él conoce con exactitud.
Las chicas le obedecen. El marqués de acerca a Marianne, aferra la disciplina y refriega el rostro en el culo de la chica. Cuando levanta la cabeza, Marianette es testigo de su gesto de satisfacción. Acto seguido, azota a la chica unas cuantas veces con furia y, completamente fuera de sí, deja caer la disciplina al suelo y la sodomiza.
Marianette no puede soportarlo y corre hacia la ventana, donde se acurruca aterrorizada.
Sade llama al criado y le solicita que haga lo mismo con él. Latour no vacila en penetrarlo. El juego de nalgas de los dos es espasmódico.
El marqués llega al clímax antes que su criado, pero aguanta la posición hasta que este se corre.
Marianette no había visto nada igual. Nunca habría imaginado una estampa como aquella. Acurrucada bajo la ventana, la chica mantiene la esperanza de que todo haya acabado con el orgasmo de los dos monstruos.
Pero no es así. Para Sade aún no ha terminado la representación.
—Ven aquí, Marianette, querida. Aún no has participado en nuestro juego. Tan solo has sido una espectadora privilegiada. Quiero que le hagas una felación a mi criado.
Incluso Latour se ha quedado petrificado, porque no hace ni dos minutos que ha eyaculado.
Marianne se echa a llorar.
—Sé buena y obedece. ¿O acaso prefieres que te discipline?
La chica se levanta y, temblorosa, avanza unos pasos. Cuando está cerca del marqués, este la felicita
:
—Así me gusta, que seas tan obediente como tu compañera Marianne.
Pero la chica, aterrorizada, se abalanza hacia la puerta y comienza a golpearla con los puños cerrados.
—¡Abridme! ¡Por favor, quiero salir!
Sade se enfada. La insulta gravemente y la amenaza con la disciplina. Es en vano, porque la chica está pegada a la puerta, llorando desconsoladamente.
El marqués cede. Latour le ha esbozado un gesto de «ya es suficiente».
—¡De acuerdo, coged la ropa y salid! Esperadme en la sala. Enseguida vendré para remuneraros por vuestros servicios.
Marianne ha abrazado a Marianette y las dos desaparecen con la esperanza de que ese monstruo se esfume lo antes posible.
—¡Ve con ellas! —ordena a Latour en un tono no menos imperioso.
Cuando está solo en la habitación, Sade se sienta en la cama y acaricia la sábana manchada de sangre. Lee a distancia las cifras que ha grabado en la chimenea: 215, 179, 225 y 240. Hace algunos cálculos en voz baja y, al obtener una cifra, se maldice.
«
Ellos no pueden entender nada de mi juego, no son almas predispuestas al talento, tan solo a la voluptuosidad banal», se queja con amargura.
Se viste, visiblemente insatisfecho, y se encamina a la sala. Están todos, las cuatro chicas, Latour y la asistenta de la casa. Con la barbilla levantada y sin mediar palabra, entrega a cada una un escudo de plata de seis libras. La última imagen que se lleva son los ojos ligeramente verdes de Marianette llorando de miedo. Al marqués le recuerdan el verde mohoso del estanque de su castillo.
Te preguntas por qué un aristócrata como Sade disfrutaba con aquellos juegos. Sin ser un experto en el personaje, te da la impresión de que, más allá de su personalidad convulsa, el marqués de alguna forma pretendía transformar la realidad con sus voluptuosas representaciones. El hecho de hacerse pasar por un criado en una orgía y permitir que su sirviente lo sodomizara, o dejarse azotar por una mujerzuela de baja estofa es bastante relevante para comprender que, en su juego, Sade altera el orden social de la época. Si bien es cierto que es, a la vez, el director de la escenografía, el que establece el guión y decide las pautas del juego, ¿no resulta sorprendente que un miembro de la nobleza, un señor provenzal de aristocrático linaje, se humille de tal forma?
Entonces piensas en el sadismo, la palabra acuñada en su honor y que vela un mundo de obscenidades. La dominación, el dolor, el látex, la humillación… Eres un completo ignorante, pero la mera palabra te produce escalofríos. Recuerdas haber leído en alguna revista de divulgación —no sabrías precisar dónde— que algunos clientes de la humillación sádica son hombres importantes, personas acostumbradas a ejercer el poder. Disfrutan del sexo —explicaba el articulista— esclavizados y dominados por un hombre o una mujer; se llaman «esclavos» en el juego erótico. Se someten a los escarnios más inverosímiles, como lamer los tacones de aguja de unas botas de su «ama» o recibir un escupitajo en el rostro o en los genitales.
«Amos» y «esclavos», el juego real de la vida. Sin embargo, en el sadismo, a menudo los papeles se intercambian. El amo en la vida real pasa a ser el esclavo en el trato erótico y al contrario, el esclavo en la vida real se convierte en amo en el juego. ¿No será que igual que se afirma que, en el hombre, conviven masculinidad y feminidad, también cohabitan el esclavo y el amo?
¡Deja las cábalas filosóficas para los que saben de eso, Jericó! Por más que te esfuerces no podrás entenderlo. ¡Tú no estás en esta especie de frecuencia libertina!
Sin embargo, formas parte del juego de Sade. Participaste en el Donatien, eres cómplice silencioso y cobarde del asesinato de Magda y ahora has descubierto que tu esposa también está involucrada en este vértigo de perversión. La tarjeta que has hallado lo confirma.
Con el corazón encogido por el recuerdo macabro del cadáver de Magda, vas hacia el mueble bar y te sirves un whisky. Te prometes que será el último del día. Paladeándolo, planificas la jornada de mañana. Visitarás el laboratorio de análisis que Eduard te ha recomendado, muy cerca de la Illa Diagonal, y después irás a dar una vuelta por el centro comercial. El martes que viene es el aniversario de Isaura y le escogerás algún detalle, aparte del que le compre Shaina.
Isaura se lo merece todo. ¡Cómo desearías que nunca se encontrara en un pozo de mierda como en el que tú te hallas! ¡Cómo anhelas que en la vida apueste por el camino del corazón, y no por la ostentación banal y la astenia sentimental!
¡Jericó, Jericó! ¿No querrás que tu hija se aferre al romanticismo? Sí, ¿lo deseas realmente? ¿Quieres hacer de tu propia hija una decadente que acabe anclada en la indigencia?
«¡No me atosigues y deja en paz a Isaura! No hay más decadencia que la que estoy viviendo. Ojalá no te hubiera escuchado. Ojalá ni tú ni Gabo os hubierais cruzado en mi camino. Quizá viviría en un lugar más humilde. Posiblemente no habría conocido los laureles del éxito, ¡pero ahora estaría durmiendo junto a una mujer a la que amara y no permanecería aquí, con el ánimo hecho añicos y bebiendo como una esponja!»
¿Sabes una cosa, Jericó? ¡Te estás dejando seducir por la nostalgia del fracaso!
«¿Y tú sabes otra cosa? ¡Eres un imbécil al que nunca debería haber hecho caso!»
Es una mañana soleada y radiante, hasta el punto de que el exceso de luz te ofende. El cielo se ha librado de las nubes legañosas de ayer por la tarde y luce el manto azulado de las grandes ocasiones.
Lo miras desde la terraza del ático con el vaso de leche fría en la mano. Tan solo el bullicio humano de la calle importuna el espectáculo. De pie, en pijama, te dejas conquistar por la excelsa claridad.
El idilio con la naturaleza y la soledad dura muy poco, porque Shaina aparece detrás de ti, vestida con el albornoz blanco y una toalla alrededor de la cabeza.
—Qué día más bonito, ¿verdad, Jericó?
Hace un rato, cuando te has levantado, ella estaba bajo el chorro de la ducha. Te has llenado el vaso de leche del frigorífico y has salido a la terraza. Presagiabas un día radiante y querías saborearlo solo.
—Sí.
Se acerca a ti y apoya la mano sobre tu espalda.
—Esta mañana saldré a comprar. He pensado que podríamos encontrarnos para almorzar juntos en un
japo
.
Se refiere a un restaurante japonés. Le encanta el sushi.
—Tengo la mañana bastante ocupada. He de hacerme un análisis y quiero visitar a Niubó para aclarar algunos temas de la liquidación.
—¿Un análisis?
—El que me hago a menudo por el asunto de la anemia.
—Entonces, ¿no puedes venir a almorzar conmigo?
No te apetece ni poco ni mucho.
—No estoy seguro. Si acaso, ya te llamaré, ¿vale?
—De acuerdo.
Deja resbalar la mano sobre tu espalda y se retira.
Es angustiante tener que vivir mintiendo. Y aún más mentir bajo un cielo azul tan esplendoroso y puro. Pero no tienes por qué mortificarte. Ella también miente. Mentir a una mentirosa es un pecado venial.