—Acomódate y espera al señor marqués. Pronto estará contigo.
Y a continuación aferra el pomo de la puerta y hace correr la llave, dejando a Jeanne encerrada dentro.
La joven está perpleja. ¡La han encerrado! «¿Por qué?» Un escalofrío le sube hasta la garganta. Presiente el peligro. La mirada azul del marqués ya le había suscitado desconfianza. Se sienta en la silla y se queda mirando la cama donde deberá satisfacer vete a saber qué perversiones del anfitrión. La colcha es amarilla, de lana, y los cojines, blancos. Mal augurio el color de la colcha. Suspira y recuerda la última cita que le había concertado Du Rameau con
monsieur
Roman, un médico viejo de Chambéry, al cual le gustaba que, tumbado sobre un sofá con tapizado amarillo —un amarillo tan vivo como aquel— le hiciera una felación a la vez que le introducía el dedo índice por el recto.
Jeanne recuerda con desagrado que
monsieur
Roman tardó al menos media hora en llegar al orgasmo. La fatiga y las arcadas que le causaron propiciar placer a aquel viejo decrépito se ven reavivadas por el amarillo vivo de la colcha.
Estás empalmado, ¿no, Jericó? Tu subconsciente desdibuja voluptuosidades. A ti también te gusta que te metan el dedo en el recto mientras te la chupan. A Shaina no se lo habías propuesto hasta que descubriste el adulterio. Aún recuerdas el grado de satisfacción que experimentaste la primera vez que lo probaste, cuando Gabo te invitó a aquella cena, en Roma, y después fuisteis a un piso privado donde os esperaban dos prostitutas de oropeles. Debe de hacer más de veinte años de eso…
Habías bebido mucho Chianti durante la comida, te desplomaste sobre una cama y te entregaste al buen hacer de la chica. Era lituana —no recuerdas el nombre, un nombre de guerra— y tenía en la mirada la escarcha del norte y la tristeza de un pasado difícil. Cuando sentiste su fino dedo en la cavidad anal, te incorporaste con un respingo, sobresaltado. Ella liberó la boca y te pidió con mucha dulzura que la dejaras hacer, acompañándolo con un suave empujón en el vientre para que te tumbaras de nuevo.
¡Te gustó! ¡Tienes que aceptarlo, Jericó, te gustó mucho!
Desde entonces, cuando Shaina te estimulaba con la boca, reprimías el deseo de que repitiera la actuación de la lituana de Roma, pero nunca tuviste suficientes cojones para solicitárselo. Todo cambió cuando descubriste su infidelidad. Entonces, a la primera de cambio, no te cortaste un pelo en requerirle que te lo hiciera, menospreciando totalmente su gesto inicial de contrariedad y asco.
De pronto, la cerradura chirría. Alguien hace girar la llave. Es el marqués, que se ha quitado la levita y lleva una camisola blanca.
—¿Aún no te has desnudado, Jeanne?
Ella se ruboriza de miedo.
—¡Enseguida, señor!
—Detente —le ordena en un tono severo—. Ya habrá tiempo… Antes quiero charlar un rato contigo.
El marqués la invita a sentarse sobre la cama —él ya lo ha hecho— y entonces Jeanne repara en el resplandor de los zapatos blancos del señor, impecablemente limpios, y de las medias de seda blanca que le escalan hasta la pantorrilla para meterse dentro de los pantalones marrones.
Se sienta a su lado, pero antes se desprende de la chaqueta de lana negra y la coloca, pulcramente doblada, en un costado de la cama.
—¿Crees en Dios? —le pregunta el marqués, señalando el crucifico que cuelga encima del cabezal.
—Claro, señor —afirma ella, santiguándose.
—¡Ingenua virtuosa! —exclama, colérico—. Seguro que debes de rezar a menudo, ¿no es cierto?
Jeanne está inquieta. En el rostro del marqués se descubre la ansiedad. Las palabras le brotan tan débiles que ni el marqués entiende bien qué ha murmurado.
—¿Cómo has dicho?
—Que rezo cada noche, antes de quedarme dormida.
Por un capricho mental, la vocecita piadosa que ha fingido Magda te evoca a Isaura. Tú también rezas muchas noches con ella, antes de ir a dormir, acurrucados en su cama. Te lo había pedido tu hija, meses antes de hacer la comunión, siguiendo las preceptivas del padre Bailach, el profesor de religión.
No tienes prejuicios de culto. No eres un creyente fervoroso como tu padre —su obstinada fe fue la causa de tu maldito nombre, Jericó, en homenaje a las murallas destruidas por el sonido de las trompetas bíblicas—, pero siempre has conservado cierto respeto por los asuntos espirituales. Tu hija se educa en un colegio religioso y te enternece verle los ojos húmedos de emoción cuando musita el padrenuestro con las manos pegadas.
Qué paradoja, ¿no, Jericó? Tu hija vive el amor sublime en la ciudad del arte y tú aquí, empalmado como un mono en el Donatien.
Él rompe a reír. Parece que la situación le divierte, pero Jeanne no comprende qué ocurre. Existe la posibilidad de que sea un loco, un perturbado mental, una hipótesis la hace sentir aún más indefensa.
—¿Y te escucha? A fe de Dios que te escucha —se explaya él—, porque tienes el estigma del hambre grabado en el rostro, las mejillas chupadas y los ojos hundidos. Este a quien rezas cada noche, cándida Jeanne, no existe, es un invento malicioso de unos pocos idiotas.
Jeanne no puede reprimir un sollozo al oír aquello. «No hay ninguna duda: el señor marqués está loco», se dice. Ahora ya teme por su vida.
—Por favor, señor, no me hagáis daño.
Lo ha rogado, dejándose caer de rodillas en el suelo, a sus pies, y con las palmas de las manos unidas, como si rezara.
—Tranquilízate, chiquilla, porque hoy tendrás la fortuna de descubrir la gran verdad y, cuando salgas de esta casa, serás una mujer nueva.
Se lo dice en un tono severo y aleccionador, mientras le acaricia la cola de caballo.
—Tienes un cabello precioso y sedoso, Jeanne, déjatelo suelto y siéntate otra vez en la cama.
Ella obedece. Con la mano derecha temblorosa desanuda la cinta roja que le recoge la cabellera y se sienta de nuevo. Los ojos del marqués la escrutan.
—Mucho mejor así, Jeanne —comenta, levantándose bruscamente. Da una vuelta por la estancia como si meditara y, cuando ha ordenado mentalmente su discurso, se acurruca a sus pies y le explica—: Dios no existe, Jeanne, ni Cristo, ni la Virgen, ni nada de eso. Te lo demostraré relatándote unos hechos que yo mismo viví. Me crees, ¿verdad?
Jeanne asiente, atemorizada.
—Yo me he esforzado por creer, he rezado como tú, he comulgado y he asistido a todas las ceremonias religiosas de precepto, pero al sentir siempre un vacío tan intenso en todas estas acciones pensé que tal vez todo era una invención, un cuento producto de la tradición a la cual nos habíamos aferrado movidos por la propia necesidad de dar un sentido a la existencia o por la pericia ingeniosa de la Iglesia, que nos tiene sometidos al miedo de un Dios justiciero y a las penas de su infierno. —Llegado a este punto, el marqués se levanta, pero sigue mirándola. Jeanne comprueba que en la expresión del señor hay rencor—. Pensé —prosigue él— que la mejor manera de descubrir si Él existía realmente era desafiándolo. Si era un Dios tan acostumbrado a ejercer el poder sobre sus criaturas, tan justiciero, ¿qué mejor manera de provocar su respuesta que haciendo aquello que más podía ofenderlo? Alimenté este deseo durante mucho tiempo. Hasta que una tarde de mayo, en la abadía de Ebreuil, donde oficiaba mi tío, el abad Jean François de Sade, al que había ido a visitar, me di cuenta de que estaba solo delante del altar mayor. Busqué al abad, pero él había salido a pasear por los campos de la Provenza. Sobre el altar relucía el cáliz sagrado de plata con el que mi tío celebraba la transmutación del agua en vino en cada eucaristía. Era una magnífica ocasión para poner en práctica aquello que tanto había meditado: agraviar a Dios Nuestro Señor.
»Estábamos solos, frente a frente, en su propio templo. Cogí el cáliz y lo tuve un rato entre las manos. Era una joya de una belleza admirable. Tenía incrustadas unas magníficas gemas y el interior estaba recubierto de un baño de oro. Me bajé los pantalones y saqué el pene. Con la mano derecha me masturbé frenéticamente, rememorando las orgías más sugerentes en las que había participado, mientras con la izquierda sostenía el cáliz. Cuando llegué al clímax, eyaculé en el interior del cáliz. Mi semen resbalaba por la finura dorada del interior…
No puedes evitar un estremecimiento. «¡Qué salvajada!»
Presumes de liberal y avanzado, pero eres como la mayoría, Jericó, un hombre adiestrado en los caprichos de la moral ordinaria. Los iconos religiosos te han remendado el alma. No eres inmune a su destilado sofrológico, a sus avatares virtuosos. ¿No entiendes que este loco de Sade solo pretende que te percates del cautiverio al que te ha condenado tu educación, la sempiterna educación a perpetuidad?
Jeanne escucha atónita el relato del señor marqués. No acierta a reprimir un sollozo de desconsuelo, que va en aumento, y una expresión le sale del corazón
:
—¡Oh, Dios mío, estáis loco! ¡Eso es un sacrilegio!
El marqués actúa como si no la hubiera oído. Reanuda el relato con la misma intensidad.
—Cuando ya el semen estaba en el cáliz, levanté este hacia el altar, mirando fijamente la expresión moribunda del Crucificado, y llamé su atención: «¿Has visto lo que he hecho? ¿Te has dado cuenta de hasta qué punto llega mi menosprecio por ti? He derramado mi esperma en el recipiente de tu sagrada sangre. ¡Castígame por esta insolencia! ¡Castígame! Así sabré que estás vivo y no eres solo un icono sin vida.
»
El marqués sigue de pie, delante de Jeanne, representando el papel del personaje de su relato, con los dos puños levantados, uno sobre el otro, conmemorando aquel momento, como si levantara un cáliz invisible.
—No recibí ningún castigo, ingenua Jeanne, ningún rayo me fulminó, nadie me respondió. En el altar todo seguía igual, solo resonaba el eco de las últimas palabras de mi desafío.
¡El actor que interpreta al marqués está tan inmerso en su papel! Y Magda… ¡Magda está espléndida! El doble papel de virtuosa y sensual hace que te resulte de lo más interesante. Bien mirado, quizá la representación sea más real de lo que crees. Tal vez ella sea así. Aparenta ser virtuosa con su compañero escritor y después se abandona en brazos de la perversión.
A Jeanne se le ha encogido el alma. Si ese hombre fue capaz de lo que ha contado, su vida corre verdadero peligro. Puede matarla con la misma osadía con que eyaculó dentro del cáliz sagrado.
—¡Señor, por favor, no sigáis! ¡Me dais miedo! —exclama con voz desgarrada.
El marqués se da cuenta de que llora. Demora un buen rato la mirada en las lágrimas que le caen esquivando los pómulos angulosos. Siente una excitación que no es nueva. Percibe las feromonas del miedo de su víctima, como un cazador feliz, pero aún no ha acabado su actuación. Esa mujer del pueblo tiene que marcharse con el convencimiento de que Dios no existe y ha de ser él quien se lo demuestre.
—No debes tener miedo de mí, Jeanne, no quiero hacerte ningún daño, ¡créeme! Tan solo quiero transformar tu miserable vida de infortunio en una existencia próspera, una vida de placeres, sin arrepentimiento ni miedos. —El marqués le seca las lágrimas con un pañuelo de hilo, cuya suavidad no ha pasado desapercibida a la mujer—. ¿Estás mejor?
—Sí.
—Pues ahora seguiremos experimentando juntos en mi desafío a este Dios impostor y falso. En la habitación de al lado —prosigue, señalando la pared medianera— tengo una serie de instrumentos que servirán para esta propuesta. Levántate, por favor, y acompáñame.
Jeanne está descompuesta. Se niega a creer lo que le está sucediendo. La idea de pasar a la otra habitación le suscita un terror admonitorio. La palabra «instrumentos» la ha estremecido. No quiere ir a esa estancia. Aunque el miedo le impide pensar, se le ocurre una treta para intimidar al marqués.
—No, por favor, señor marqués, no sigamos por este camino. No me había atrevido a confiároslo, pero hace ya tres meses que no menstrúo. Estoy embarazada, señor. No me horroricéis con estas cosas porque podría perder la criatura que llevo en el vientre.
Los dos están de pie. Ella se acaricia la barriga, totalmente lisa, y por unos instantes cree que su mentira ha causado efecto al captar el rictus de desconcierto de él.
—¿Embarazada? ¡Maldita Du Rameau! Le hice una mención muy clara referente a este punto. ¡Ni mujeres enfermas ni embarazadas! —exclama, colérico.
—Señor marqués, ella no lo sabía, porque no se lo he contado a nadie, salvo a una compañera de trabajo, Thérèse. Necesito el dinero. Si se lo hubiera explicado a Du Rameau no me habría concertado ninguna cita. Los hombres no quieren mujeres embarazadas.
El marqués piensa. Duda. Ha preparado minuciosamente la representación y aquel detalle tan importante le estropea el guión. Mueve la cabeza, contrariado. Se siente traicionado.
La mirada se le ensombrece… «¿Y por qué no? —musita—. Al fin y al cabo, si alecciono a la madre de alguna manera aleccionaré al niño que lleva en el vientre.
»
—¡Sígueme! —la apremia, tirándola del brazo con energía.
—¡No, por favor, no me hagáis eso, dejadme marchar, no revelaré a nadie lo que ha sucedido aquí! ¡No es necesario que me paguéis!
Los lamentos de Jeanne caen en un pozo. El marqués se halla demasiado ensimismado en su obra, en el guión, y no está dispuesto a estropear todo el trabajo. Así es que prácticamente la arrastra hasta la habitación de al lado, a pesar de la oposición de la mujer.
Abre la puerta con la izquierda, porque con la derecha sujeta con fuerza el brazo derecho de Jeanne y la obliga a entrar en la misteriosa estancia.
—¡No temas, respetaré vuestras vidas, la tuya y la del niño!
La escenografía que había preparado perturba a Jeanne, que rompe a llorar desconsoladamente. Las paredes de cal blanca están ornadas con extraños y terroríficos objetos. Cuatro manojos de varas de madera, cinco disciplinas de diferentes tipos, estampas religiosas, imágenes eróticas de una indecencia apabullante y dos crucifijos de marfil cuelgan de las paredes en una disposición que el marqués ha meditado minuciosamente. Las estampas religiosas y las imágenes eróticas se alternan en un intento de que las segundas profanen el aura mística de las primeras. Por otro lado, el mobiliario es exiguo: una mesa de madera de haya y dos sillas. Sobre la mesa hay un par de pistolas y una espada envainada, junto a una lavativa cargada.