El cañón de luz ilumina algunos de los instrumentos mencionados en el relato, todos colgados de las paredes, sin restar protagonismo al urinario. No deja de sorprenderte todo el montaje escenográfico.
Jeanne se sobrecoge, sobre todo cuando examina detenidamente las disciplinas. Cae de rodillas en el suelo y grita desesperadamente. Al oír el alboroto acude el criado, La Grange, que estaba en la planta baja, aguardando su momento, y su fornida silueta se recorta en el trasluz de la puerta. El marqués le asegura que todo va bien, que no se preocupe, que cierre la puerta con llave y espere fuera. El sirviente obedece.
La penumbra de la habitación —el atardecer está cediendo a la oscuridad de la noche— contribuye a otorgar a la ornamentación un aire más siniestro. Jeanne le suplica, rendida, hundida…
El marqués, ajeno al terror de la muchacha, se desviste el torso. Se quita la camisola blanca y la lanza sobre una de las sillas. Jeanne sigue aterrorizada los movimientos del señor, que ha escogido una de las disciplinas que cuelgan de la pared, una de cuerdas trenzadas. La tiene cogida por el mango y se le acerca.
Jeanne se cubre la cara con las dos manos para evitar la visión de ese demonio medio desnudo que sostiene el maligno instrumento en las manos.
—No tengas miedo. Ten —le ordena el marqués, con suavidad, tendiéndole la disciplina de cuerdas—, cógela y flagélame en la espalda.
A Jeanne le tiembla la mano. Apenas puede sostener la disciplina mientras contempla al señor, que se ha reclinado contra la silla donde ha dejado la camisola, ofreciéndole su espalda.
—¡Te lo ordeno, disciplíname!
Es una orden, más que una petición, pero Jeanne se ve incapaz de obedecer. No tiene ánimos para llevar a cabo una brutalidad como esa. Horrorizada, deja caer la disciplina al suelo.
El marqués se enfada. Continúa ofreciéndole la espalda desnuda, en la misma postura, pero esta vez levanta la voz, grita
:
—¡Maldita zorra! ¡He dicho que me flageles!
El marqués le repite dos veces más que lo discipline, pero Jeanne está sentada en el suelo, encogida en un rincón, lloriqueando. Él la amenaza con matarla de un disparo de pistola o hundiéndole el espadín en el vientre. Todo es en vano. Jeanne no reacciona, se halla en un completo estado de abandono. Cuando Sade por fin se convence de que no va a conseguir que la joven lo obedezca, abandona la postura de sumisión y se dirige a ella.
—No puedes hacerlo, claro. Eres una ingenua virtuosa. Vives en la miseria, porque hay gente como yo que se aprovecha de tu estupidez. Te ofrezco dos luises de oro y una disciplina para vengarte de los que te han condenado a la penuria y renuncias a ellos. En tu lugar, yo no habría dudado. Habría golpeado con fuerza la espalda del señor. Una vez por cada uno de los agravios soportados en una vida de privaciones. Habrías preferido que todo fuera distinto, ¿no? Como las otras veces que Du Rameau te ha concertado una cita. Te habrías abierto de piernas y habrías fingido un placer que no sentías hasta que tu benefactor llegara al clímax. Dos luises de oro para seguir siendo una esclava de los que podemos pagar y vejar. Así una y otra vez… ¡Estúpida! ¡Y yo te pongo en bandeja la posibilidad de redimir esta humillación continuada y no lo aceptas! No hay ninguna duda de que tienes la conciencia de los ingenuos, el sello de la virtud arraigada. ¿Miedo de Dios, quizá?
La actuación del marqués te ha impactado. Y no tan solo a ti, sino también a Anna, la rubia descarada, que ha musitado un «azótalo» lleno de excitación. Tiene las piernas cruzadas y sigue atentamente la representación.
Mira por dónde, Anna te atrae, te excita su aura lasciva. Te gustaría empujarla hacia atrás, contra el sofá, desgarrarle la camisa y besarle los pezones…
Jeanne no sabe qué responderle. El desconcierto es tal que le cuesta entender lo que le dice el señor marqués. Este se ha revuelto el cabello castaño, furioso, y se ha abalanzado hacia la pared donde cuelgan los crucifijos de marfil.
—Si es el temor de Dios, Jeanne, te equivocas, porque este Dios al que temes es más inofensivo que tú misma. ¡Mira lo que hago con Él!
Descuelga una de las dos cruces y la arroja al suelo. Acto seguido, la pisa una y otra vez, enfurecido, con el tacón de su zapato blanco.
—¡Mira lo que le hago a este impostor, míralo bien, Jeanne!
Jeanne ya no tiene dudas. Ese hombre es un loco. Se santigua, horrorizada por semejante sacrilegio.
El marqués, que la ha visto persignarse, suelta una carcajada cruel y estridente.
—¿Qué más necesitas para comprender que este Dios no está vivo? ¿Qué señor se dejaría humillar de esta forma por uno de sus súbditos? ¡Este crucifijo no es nada! Ven, levántate y písalo tú también. Verás como te sentirás mejor que nunca.
Jeanne ya casi no tiene fuerzas para seguirlo, pero el marqués no se rinde. Se ha propuesto aleccionar a aquella mujer y lo hará hasta donde haga falta.
—¿No tienes bastante con esto? ¡Pues mira qué le hago ahora!
Descuelga la otra imagen y la deja caer al suelo. Se baja los pantalones marrones y, por primera vez en toda la representación, deja al descubierto sus partes íntimas en erección. Inicia la masturbación con la derecha mientras desafía a la mujer
:
—¿Te ves con valor de masturbarme tú, Jeanne?
Te has quedado atónito cuando el actor ha sacado el pene por un descosido. Una verga gruesa y larga, propia de un actor de cintas eróticas, que, además, está en erección. Nunca habrías imaginado que llegaría tan lejos. ¡Pero ya estás, Jericó! ¡Ya estás en el juego de Sade!
No hay respuesta. El marqués está excitado. Desafiar a Dios delante de una ingenua criatura, aunque sea una puta barata, lo complace. Para él, provocar a la candidez es lo más sublime del acto sexual. Como un maníaco, se masturba con frenesí y no tarda ni dos minutos en llegar al orgasmo. Emite un grito que atemoriza a Jeanne. El semen gotea sobre el crucifijo que acaba de lanzar al suelo.
—¡Aquí tienes mi ofrenda, a ver si te gusta! —ha proferido el marqués, escurriéndose el pene.
El actor ha fingido el orgasmo. Has observado con gran atención si derramaba esperma sobre el crucifijo. Por un lado, deseas levantarte y marcharte —porque todo esto se está desquiciando, arremolinándose en una perversión que te supera—, pero, por otro lado, el morbo te retiene.
¿Y tú eres el que buscaba nuevas emociones? ¡Tú, Jericó, no estás hecho para nuevas experiencias, eres un pusilánime con prejuicios!
«¡Basta! ¡No me provoques! ¡Llegaré hasta donde haga falta! Además, ya no tengo nada que perder. Ni tan solo el alma.»
Jeanne sigue acurrucada en el suelo, temblorosa y aterrada. Ha visto con sus propios ojos aquella felonía del señor marqués. Se dice que si consigue salir viva de aquella habitación, nunca más aceptará ninguna otra cita concertada por Du Rameau.
La habitación ha quedado totalmente sumida en la oscuridad. Es noche cerrada y el marqués ronda por la habitación, pensativo. Está ebrio de placer. No hay nada que le complazca más que el escándalo.
—Todo lo que has visto, Jeanne, no es nada comparado con lo que tengo previsto proponerte para ayudarte a vencer el miedo a este impostor. De hecho, te había preparado una lavativa. Una vez estimulados tus intestinos, me halagaría que descargaras sobre el crucifijo y lo cubrieras de mierda. Los restos fecales de una ingenua virtuosa que se rebela a su destino de infortunios.
Esta vez Jeanne no puedo reprimirse.
—Podéis matarme, señor, pero nunca haría eso. ¡Nunca ofendería de esta manera a Dios Nuestro Señor!
El marqués es lo bastante inteligente para comprender la situación. La puta está aterrorizada y no se avendrá a sus obsesivas y sacrílegas propuestas. Por otra parte, ya casi no se ve nada en el interior de la habitación. La abaniquera ha resultado un reto difícil. Pero él no puede desfallecer. Seguirá el plan de su propia obra y procurará convencerla. Siente el furor de la excitación en el vientre. La ha escandalizado y horrorizado como quizá nunca antes había conseguido con nadie hasta entonces.
—¿Tienes hambre?
—¡Cómo queréis que tenga hambre después de lo que he presenciado! —El tono de Jeanne es de náusea y cansancio.
—Deberías comer algo. Aún no hemos terminado. Haré que mi sirviente suba algunos alimentos y le ordenaré que ilumine la habitación.
El marqués llama a La Grange. El sirviente, que está fuera, abre inmediatamente la puerta y recibe las instrucciones de su señor.
Pese a estar tan inmerso en el relato, pese a la magnífica representación de los actores, no olvidas que el criado, La Grange, es el amante de Shaina y que hace solo un rato Anna ha proclamado que su pene era una verdadera obra de arte. Tampoco te olvidas de Magda, de su compañero escritor, hijo de un buen amigo tuyo.
La atmósfera del Donatien te excita. Sade sacude, pero no hasta el extremo de borrar los vínculos con el otro mundo, el real, el que está ahí fuera…
Jeanne oye, desde su rincón, el chirrido de la llave. La han encerrado de nuevo. Está prisionera. Ella no se mueve durante el rato que La Grange tarda en acudir con un par de candiles y una bandeja con alimentos: un panecillo, una loncha de tocino, unos higos secos y unos bombones de azúcar y miel. En la bandeja también hay una jarrita de vino tinto y unas servilletas azules.
La Grange acomete la tarea de iluminar la habitación. Coloca una de las lámparas de aceite sobre la mesa, entre las pistolas y la lavativa, y la otra la cuelga de un gancho de la pared donde se exhiben las disciplinas. No ha vacilado a la hora de escoger los puntos donde dejar los candiles. Lo tenía previsto desde el momento en que ayudó a su amo a ornar la habitación para aquella representación. La bandeja de comida la dejó en el suelo, delante mismo de la mujer.
—Come, mujer. Hazme caso. Llena el estómago hoy que puedes, y no tengas miedo. Mi amo no es ningún asesino, para él todo es como una representación teatral. Déjalo hacer, acepta su guía y todo saldrá bien.
Es el consejo de La Grange antes de cerrar otra vez la puerta.
Pero Jeanne no le hace caso. No se atreve a probar nada de la bandeja, aunque los bombones de azúcar y miel la seducen. Pero desconfía. «¿Y si quieren envenenarme?
»
El candil que el sirviente ha colgado del gancho proyecta la sombra siniestra de las disciplinas. Las paredes blancas de la habitación se revisten de unos trasluces amarillos y sombras angustiantes. Jeanne no tiene ánimo suficiente para mirar hacia el lugar, en el suelo, donde están los dos crucifijos de marfil maltratados por el señor marqués. Desea con todas sus fuerzas ser liberada y huir lo más lejos posible de ese lugar.
Al cabo de un buen rato, una hora aproximadamente —pero Jeanne no puede saberlo, porque no tiene forma de medir el tiempo en esa habitación—, el marqués vuelve a la escena de sus manías, con idéntica vestimenta que antes, pero con un librito en las manos. Se siente renovado, ya que ha ingerido algunos alimentos y ha bebido un par de copas de vino. Contempla con satisfacción el efecto de estabilidad de las lámparas de aceite, pero se irrita al comprobar que la prostituta no ha probado ni un bocado de lo que él le ha ofrecido.
—¡No has comido nada! —observa con acritud.
Jeanne le responde con la voz debilitada.
—Disculpadme, señor, pero no tengo hambre.
—Tú misma —le dice mientras se acomoda en una silla al lado de la mesa—. Si no quieres comer, peor para ti. Los bombones son exquisitos, provienen de una de las mejores confiterías de París y no cuento con que tengas demasiadas ocasiones más para probarlos.
El marqués se acerca al candil que hay encima de la mesa y aparta una de las pistolas para colocar encima el libro que lleva en las manos.
—Este libro que he traído es un poemario que ha escrito un amigo mío, hábil con las palabras y las rimas. Los versos que podrás escuchar en exclusiva no son las habituales alabanzas a la vida, la naturaleza y el amor. Son fruto de una mente lúcida que entiende el mundo como un lugar donde el crimen es la expresión soberbia de la naturaleza y la amoralidad, su ley. Son versos magníficos que claman los infortunios de un mundo de virtud como transgresión de la propia naturaleza. Presta atención, Jeanne, y escúchame…
El marqués comienza a recitar. Ella recibe aquellas rimas con indiferencia, aunque no lo demuestra. Son versos que blasfeman, describen hechos indignos y alaban actos aberrantes como la sodomía. Pisotean la virtud religiosa y masacran la fe. Todo ello, piensa Jeanne, una locura más. Pero le sorprende la emoción que pone el lector, el alma con que recita. No sabe nada de letras, pero se atrevería a afirmar que quien lee y quien lo escribió son la misma persona. De vez en cuando, el señor marqués levanta los ojos del papel y, con la mirada perdida, sigue recitando, como si se lo supiera de memoria.
El acto literario se alarga hasta el aburrimiento de la mujer. La única persona de la habitación que saborea los versos es el lector y, de pronto, se le ocurre preguntar a la mujer qué le han parecido.
—Convendrás conmigo, Jeanne, en que el autor de estos versos es un genio de una lucidez superior a cualquier otro autor que hayas podido escuchar —espeta el marqués, dejando el libro sobre la mesa.
—Son unos versos extraños, pero muy bonitos.
Esto sí que lo enfurece de verdad. La hipocresía lo pone enfermo y la esa mujerzuela finge para no perturbar su deleite. Hipocresía revestida de ignorancia y astucia barata. El marqués siente que la sangre le bulle en las venas y se dice a sí mismo que ya ha sido bastante cortés con esa zorra.
Se levanta bruscamente y comienza a desabrocharse los pantalones.
—Venga, maldita, gánate los dos luises de una vez. ¡Desnúdate!
Jeanne comprende que ha dado un mal paso con su fingida apreciación, porque el señor es presa de un ataque de rabia.
—¡Levántate y desnúdate! Ha llegado la hora de que hagas bien tu trabajo. Hazlo o esta vez sí te atravesaré la garganta con la espada —grita el marqués, fuera de sí.
Ahora ella vuelve a sentir que el terror la paraliza. Ni cuando el señor pisoteaba el crucifijo ha mostrado una ira semejante. Se levanta, sacando fuerzas de no sabe dónde, y comienza a desnudarse.
Él la contempla con el pene erecto. Un pene grueso encorvado hacia arriba.
—¡Apresúrate, zorra, que es para hoy! —le grita con la satisfacción que le provoca la percepción del miedo de la mujer.