Ha llovido mucho desde entonces, lo suficiente para comprender que apostaste a la ruleta del éxito, menospreciando totalmente el amor. Acuérdate, Jericó, acuérdate de que también habías experimentado la dulce punzada del romanticismo. Acuérdate del escalofrío que te provocaba ver bailar a Blanca en el pub Zona, el bar de tu juventud…
Cuando el cuerno de la abundancia te vomitó riquezas, ella desapareció; ella y todo lo que parecía puro y dulce. Mientras el cuerno vomitaba, cerraste las puertas al pasado hasta el punto de que te parecía que no lo habías tenido, que tu vida había comenzado en la biblioteca de Gabo, en su casa adornada con mingitorios. Piénsalo bien, Jericó. ¿Dónde conociste a Shaina? ¿Dónde aprendiste a admirar los
ready made
? ¿Dónde te iniciaste en la ostentación banal?
Sí, ya sé lo que me responderás. De hecho, lo repites constantemente: que el éxito te había narcotizado. ¿Y no es un narcótico maravilloso? Escucha bien esto: si no estuvieras en la cuna del fracaso, no te habrías detenido a cavilar todo lo que últimamente piensas. Te lo garantizo yo, Jericó, que te conozco bien. Olvídate del otro, del Jericó nostálgico que suspira como una mujercita: «¡Ay, si tuvieras una segunda oportunidad!»
EL camarero de facciones indígenas deposita la cuenta sobre la mesa. Le dejas propina, demasiado generosa para tu estado financiero actual, pero es como si quemaras los últimos cartuchos de la vida.
Decides salir a la calle para caminar un rato, ampararte bajo las luces de la ciudad. Te sientes extraño y confuso en un mundo que antes adorabas. Te paras un momento para encenderte un Montecristo Club y caes de nuevo en la añoranza mirando el Zippo con el que lo has prendido. Es el último regalo de Isaura, de cuando cumpliste los cuarenta y dos en enero de este año. «¡No me gusta que fumes, papá, pero sé que te hará ilusión! Lo he comprado con mis ahorros.» Tenía los ojos brillantes de emoción y la abrazaste con fuerza. «¡Me gusta muchísimo! Lo llevaré siempre conmigo.»
Pero Shaina tenía que estropear la escena. Celosa y arrogante, esperó a que le dieras la vuelta al Zippo entre los dedos y con la voz empapada de rencor profirió: «A papá, hija, le habría agradado más el Dupont de oro que te mencioné.» Levantaste la mirada hacia ella, desafiante: «¡No es cierto, mamá, te equivocas, me gustan mucho los Zippo, sobre todo el ruido que hacen al abrirlos y cerrarlos! ¡Y, además, este, con el grabado oriental del yin-yang, es precioso!»
Sostuvisteis la mirada un rato, ambos tensos. Ahogasteis quién sabe cuántos reproches para no herir a Isaura. Tú fuiste el primero en abandonar el duelo de miradas para recrearte en los ojos melosos de tu hija. La seguiste corriendo hasta la cocina y preparasteis unas palomitas en el microondas que os zampasteis mirando la última película de Harry Potter. No prestaste atención a dónde se escondió Shaina aquella noche por la casa. No te importaba. ¡Como si hubiera querido salir a echar una canita al aire con el tipo que aparecía en la foto del detective!
A la hora de acostarte, la encontraste en la cama, tumbada de costado. Experimentaste un deseo irreprimible de huir de ella. Habrías dormido en otra habitación encantado de la vida, pero te echaste evitando su contacto.
¡Olvídate de ella, Jericó! Este es tu día, tu noche. Disfruta de esta brisa benigna y de la escenografía cromática de la ciudad. ¡Piensa en el Donatien! ¡Recréate y prepárate para las nuevas sensaciones que te esperan!
Miras el reloj con impaciencia. ¡Ya queda poco, Jericó! Magda estará allí, ¡qué casualidad! Quién te iba a decir que la compañera del hijo de uno de tus amigos actuaría en tu noche secreta. Recuerdas muy bien a la chica: esbelta, cabellera rizada de color castaño, formas redondeadas… Rememoras que te impactó en el primer vistazo. Su mirada estaba llena de sensualidad.
¿Sensualidad? ¡Esta sí que es buena, Jericó! La tía estaba buenísima, una tía de esas con las que sueñas en el onanismo. «Pero ¡es la pareja del hijo de un buen amigo!» ¿Y qué, Jericó, qué pasa? ¡No me vengas ahora con prejuicios!
La sirena de una ambulancia te rescata. Ha pasado delante de ti, a la altura de Balmes con la Diagonal, como una exhalación. Te preguntas por el desgraciado o la desgraciada que la ocupa, agonizante. Y entonces meditas sobre la muerte. La muerte como descanso.
Con la guadaña de la dama amortajada de negro finaliza todo el sufrimiento, pero también todo el placer. La pregunta, Jericó, es: si tú recibieras ahora el golpe de guadaña de la muerte, ¿descansarías o dejarías de disfrutar? «¡Uufffff!» No lo tienes nada claro. Esto significa que aún no has perdido las ganas de vivir, a pesar de todo.
«¡Isaura!» Tu hija, claro. ¡Un buen recurso al que aferrarte! Siempre acabas rodando hacia ella, como un puerco espín que se hace un ovillo y se deja ir. Siempre tienes la percha de tu hija para sostenerte en la cuerda floja. Y, de rebote, la memoria te regala a Blanca, la chica a la que nunca tuviste los cojones de declararle lo mucho que te gustaba.
Decides parar un taxi para ir hacia la calle Nou de la Rambla. Te sitúas y tratas de colocarte en un lugar bien visible de la acera, por donde transitan los usuarios del servicio de transporte. Descubres uno que se acerca con la luz verde y lo detienes con un gesto del brazo. «¡Oh, no! ¡Mierda!» Es un vehículo destartalado y anticuado. Suspiras. Ahora ya no puedes echarte atrás, lo has parado.
Ya adentro, tus presagios se cumplen. El ambientador es ofensivo y el estado del interior, deplorable.
—¿Adónde lo llevo?
Un aliento a cerveza te ha arrollado. El taxista es gordo, tiene el cabello grasiento y un aspecto desaliñado.
—A la calle Nou de la Rambla, número 24.
—¿Sabe a qué altura queda?
—No, lo cierto es que es la primera vez que voy.
—No se preocupe, ahora lo compruebo en la guía.
Mientras el vehículo arranca, te lamentas por la mala suerte de haber topado precisamente con ese taxi, hasta que te convences de que no ganas nada mortificándote. ¡Ya estás y punto! Intentas imaginarte cómo será la noche en el Donatien. Presagios eróticos te espolean…
La radio emite una pieza musical clásica: la
Romanza para violín y orquesta número 2
de Beethoven. No pega en absoluto con la escenografía del taxi y del conductor. La percepción combinada del temblor del violín y el tufo del ambientador barato te hace imaginar al señor Giralt —anciano pulcro y gentil que tiene un abono en el Liceu y ocupa la butaca contigua a la tuya— devorando un bocadillo de tortilla mientras escucháis a Beethoven. Al acabárselo, el venerable anciano se sacude las migas del traje oscuro, eructa de felicidad disimulando con la mano y, tras su particular actuación, te dedica una sonrisa impúdica.
Estas asociaciones de percepciones tan extrañas como la anterior —caes— son recientes, han empezado a producirse desde que estás inmerso en la crisis. Antes, Jericó, nunca se te había ocurrido asociar el ambiente decadente del taxi con el pulcro y gentil señor Giralt, comiéndose grotescamente un bocadillo de tortilla a la francesa en el Liceu.
Para ahuyentar tan estúpidas y banales reflexiones, te resguardas a la sombra proyectada en tu imaginación por los pechos de Magda…
El taxista sostiene el volante con la izquierda mientras con la derecha consulta una gastada guía de Barcelona. Lo sigues con preocupación. De hecho, querrías advertirle, ordenarle que clavara los ojos en el tráfico y se olvidara de la jodida guía.
—Ya está, ya la he encontrado, señor. ¿Quiere que lo deje delante mismo?
—¿Es muy lejos de la Rambla?
—Ummm… ¡Como máximo, diez minutos!
—Pues, entonces déjeme, por favor, en la Rambla.
—¡Como quiera!
¡Por Dios, qué aliento a cerveza! ¡Y qué cabello más grasiento! Consideras que a tipos como este no deberían otorgarles una licencia de taxi.
Pero ¿con qué me sales ahora, Jericó? ¡Quieres dejar de hacerte el panoli! ¿Crees que todo el mundo puede ir semanalmente a Cebado y cuidar su cabello? ¿Crees que todos los hombres se aplican mascarillas reparadoras o emplean vitaminas para reforzar la cabellera, como haces tú?
No tienes tiempo de responderte, porque te ha perseguido la voz del taxista:
—Sea prudente, señor, cuando vaya por esas calles. Hoy en día hay muchos quinquis que huelen la pasta enseguida.
—¿Qué quiere decir?
—Que si le descubren ese pedazo de peluco Rolex… ¡puede tener serios problemas!
Te quedas boquiabierto. El esperpéntico taxista se ha fijado en el reloj.
—¿Esto? —le contestas, tal vez por cautela, estirando el brazo al alcance de su mirada por el retrovisor—. Es una imitación de los chinos.
Escuchas su carcajada enronquecida.
—¡Claro! Y los Sebago que calza, ¿también son una imitación?
Ahora sí que estás a punto de soltarle cuatro palabras por impertinente.
Pero él se te adelanta:
—No se ofenda, señor, solo quería advertirle. ¡Tal como viste usted es como si un conejito se introdujera en una madriguera de serpientes!
—¡Gracias por su preocupación, pero sé cuidarme!
Durante el silencio que ha provocado la última intervención —tono seco y desdeñoso—, has descubierto que en el salpicadero, junto a la gastada guía, hay una
Guía del Ocio
de Barcelona.
«¡Quizás este tipo tenga idea de dónde está el Donatien!», has pensado.
—Disculpe, ¿usted conoce el Donatien?
—¿El Donatien?
El taxista lo ha preguntado con una expresión de extrañeza muy marcada.
—Sí, señor, ¡el Donatien!
—Nunca he oído hablar. ¿Qué es? ¿Un restaurante?
«¡Cojonudo!» Ni tú mismo sabes bien qué es.
—Diría que es un club privado… Algo así.
—Pues ahora mismo no caigo. No recuerdo que haya hecho nunca una carrera a un local con ese nombre. ¿No sabe dónde es?
Frotas la tarjeta, dentro del bolsillo interior de la americana, y dudas si desvelarle que es a la dirección donde te lleva. Te detienes. ¡No puedes hacer eso, Jericó! Toni, el camarero, ha fingido que no te había entregado nada después de dártela. Para salir del paso, le dejas caer:
—No lo sé, creo recordar que está por ahí…
—Es curioso. Conozco bastante bien esa zona. Hago muchas carreras por la noche. Está el mítico bar London y otros locales con historia, como el Marsella o La Bohemia, pero el Donatien… No, no caigo.
Disimulas con un «¡Debe de ser un local nuevo!», que no recibe respuesta. Pero eso mismo, ese misterio, te excita aún más.
El taxi se detiene en un semáforo de la Rambla.
—¿Le va bien aquí?
—¡Perfecto!
Le pagas con propina incluida —renuncias a los tres euros de vuelta para agradecerle una información sin éxito y un tufo insoportable a cerveza y ambientador— y sales del destartalado vehículo con un escalofrío de excitación que te persigue.
NO hace ni dos minutos que has bajado del taxi en la Rambla, muy cerca de la calle Nou de la Rambla. Has decidido caminar hasta el número 24. De hecho, Jericó, es un ritual habitual, porque siempre te apeas de los taxis unos metros antes del destino para recorrer el último tramo a pie.
Te miras de arriba abajo mientras caminas. Los mocasines, Sebago burdeos; los pantalones, Hugo Boss beis, y la camisa Ateseta de hilo blanca, adquirida en una camisería de Florencia, tu ciudad predilecta. Sí, el taxista tenía razón: no vistes como la fauna de estos lugares, pero tampoco ves motivos de alarma. ¡Ya hace unos días que no tienes miedo de nada, ni de la guadaña afilada de la muerte!
Hace una temperatura agradable. Además, sopla la brisa procedente del mar, tibia y salobre. Nunca antes habías paseado por esta calle de leyenda. Es la antigua calle del Conde del Asalto, la calle que nunca dormía. Putas, granujas, proxenetas, jugadores, yanquis de la Sexta Flota, policías… Aún se intuye cierto rumor de todo aquello.
Has recorrido muchas veces la Rambla de arriba abajo —la pisas cada vez que vas al Liceu—, pero no te habías extraviado en ninguna de las calles afluentes desde los tiempos de estudiante de arquitectura. Sin embargo, conoces muy poco la Barcelona del sur, tal como llamas a la zona de la ciudad que dormita por debajo de la Diagonal.
La calle está animada. Es jueves y, ya se sabe, mucha gente sale, sobre todo los nostálgicos del fin de semana. Cuanto más te alejas de la Rambla, más te acosa el ruido decrépito y la amalgama de olores: el de los suavizantes de las coladas que cuelgan de los balcones, el de las frituras de aceite que se escabulle de las cocinas, el tufo a orines en las esquinas…
Este último y desagradable olor te rememora los urinarios de porcelana blanca de Gabo. Y sonríes, Jericó, haces una mueca. Has vinculado a través del pensamiento asociativo dos espacios antagónicos: la flamante avenida del Tibidabo y la calle Nou de la Rambla. Orina - urinarios -
ready made
- Gabo = avenida del Tibidabo. Esta ha sido la secuencia en diapositivas mentales que ha reunido ambas calles antagónicas. Te maravillas del mecanismo mental.
¡Basta de tonterías, Jericó! ¡Me aburres!
Llegas plácidamente al número 24. No te sorprende en absoluto el aspecto deplorable del edificio. ¿Y qué esperabas? ¿No aseguraste a Toni que buscabas algo diferente? Tal vez deberías preguntarte: «¿Qué hace un tipo como yo en un lugar como este?» ¡Adelante, Jericó! ¿Qué puedes perder?
La puerta de la calle está abierta de par en par, una puerta del siglo pasado, desvencijada, con la mirilla adornada con motivos arabescos, el único vestigio de un ilustre pretérito. Te adentras un paso y constatas que la atmósfera exterior se perpetúa. La entrada es reducida y baja. Tan solo los buzones metálicos del correo, empotrados en la pared de la izquierda, llenan el hueco decadente. Débil iluminación proporcionada por unas bombillas que cuelgan directamente de los cables.
Notas que el cuero de la suela de los Sebago se pega al suelo. Echas un vistazo y descubres un vaso roto del que se ha derramado una bebida viscosa.
Las escaleras, empinadas y angostas, producen una sensación claustrofóbica. Te aferras al pasamanos de hierro de la pared y vas subiendo. Olores de refritos y tabaco se precipitan por la estrecha escalera. Subes, receloso. Pasas el primer piso y llegas al segundo. Una puerta similar a la de la entrada y una mirilla idéntica. Te parece percibir música, una melodía
new wave
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