¡Un pronto! Te apetece salir, respirar el ambiente nocturno. Podrías comer un bocadillo en cualquier bar y después ir a tomar una copa. Pero te apetece algo diferente. Nada de los locales ostentosos que tanto agradan a Shaina y a toda la camarilla de vacuos conocidos. El destino te sirve a Toni en bandeja. Está de pie delante de ti, cazando con las pinzas una rodaja de limón de un bol de acero de diseño que tienes al alcance del brazo. Lo interpelas:
—¿Puedo pedirte algo?
Te dedica un gesto condescendiente, un movimiento que no perturba su aura alciónica. No tarda ni medio minuto en atenderte, después de servirle un bíter a una clienta. Vas al grano:
—El caso es que querría salir a tomar una copa esta noche y me gustaría cambiar de ambiente, visitar algún sitio, gente nueva… Un lugar fuera de la rutina y lo cotidiano. ¿Me explico?
—¿Nuevas emociones?
—Sí.
—¿Alguna preferencia estética?
Dudas antes de responderle. «¿Estética?» Con el agua al cuello, te importa una mierda la cuestión estética.
—Mira, Toni, estoy hasta los cojones de todo. El barco que gobierno se va a pique y quiero tener un momento mágico, de júbilo nuevo, ¡aunque sea solo una noche!
La sonrisa que ha dibujado el camarero ha sido igual de efímera que una estrella fugaz cortando el crepúsculo. Te ha mirado con un deje de picardía en los ojos —como nunca antes había hecho— y se ha retirado hacia el mostrador de atrás después de un «¡creo que tengo lo que busca, Jericó!» sostenido en la atmósfera enigmática que ambos habéis forjado.
De vuelta, te entrega una tarjeta y en voz baja, con recelo, te alecciona:
—Es un local privado llamado Donatien. En la tarjeta no consta la dirección, pero sí un número de móvil al que debe llamar. Una voz le pedirá una contraseña, que está escrita en el reverso de la tarjeta. La lee y entonces la voz le revelará el lugar de encuentro. ¿Entendido?
Admirable y misterioso. Sientes el efervescente flujo de la adrenalina en las arterias por primera vez en muchos días.
—Te lo agradezco, Toni. ¡Te debo una!
—¿Por qué?
El camarero te mira con aire de desconcierto.
—¡Por esta tarjeta! ¡Por la sugerencia!
—¿Qué tarjeta? ¡Yo no le he dado nada, Jericó!
Te quedas perplejo ante su impavidez y echas un vistazo a la tarjeta para asegurarte de que no lo has soñado. No, Jericó, es real. Le dedicas un momento. En el anverso figura el nombre del local y el teléfono móvil que ha mencionado Toni.
DONATIEN
654990876
En el reverso, una frase escrita con bolígrafo. La caligrafía es afilada:
Les infortunes de la vertu
Es francés: «Los infortunios de la virtud.» Y, según el camarero, se trata de una contraseña. Te extraña que esté escrita en francés, pero este detalle, añadido al enigma de la contraseña, el móvil de contacto y la ausencia de una dirección… Todo te agita.
Raramente excitado, pagas la cuenta y vuelves a darle las gracias. Es en vano, porque no consigues romper su impasibilidad con las muestras de agradecimiento.
Cuando sales a la calle, el cielo tiñe de negro el atardecer rojizo. Sientes la frescura de la marea en el rostro. Se está bastante bien para ser mediados de junio. Buscas la Blackberry en el bolsillo de la americana y, mientras caminas, marcas el número de móvil de la tarjeta.
—Oui
?
Es una voz masculina ligeramente afeminada.
—¿Es el Donatien?
—Oui, monsieur
. ¿Sabe usted la contraseña?
—Les infortunes de la vertu
.
Has marcado el acento nasal, como haces siempre que hablas en francés, a pesar de que Jacqueline, una amiga de París, te reprocha a menudo que lo exageras en exceso.
—Calle Nou de la Rambla, número 24, segunda planta. A partir de las doce de la noche. Deberá presentar la tarjeta que le han entregado.
À tout à l’heure, monsieur
!
LA calle Nou de la Rambla está en el Barrio Antiguo. Lo sabes, porque de joven frecuentabas algunos pubs de la zona, locales emblemáticos como La Bohemia, el Marsella o el London. Hace un montón de tiempo que no vas por allí. Mira por dónde, la vida vuelve a llevarte por esos pagos a los cuarenta y cuatro años.
Te sientes bien, Jericó, muy bien, después de tantos días de fatalidades y hecatombes jurídicas. Respiras hondo y experimentas la salobridad marina en los pulmones, mezclada con una sensación de frescura libertaria únicamente entorpecida por el recuerdo de Isaura, tu hija. Te la imaginas paseando por el Ponte Vecchio con sus compañeros. Quizá se bese con aquel chico que la llama y con el que habla a escondidas —crees recordar que se llama Borja—, con el río Arno de testigo mudo de los anhelos de tantos enamorados.
Tú, Jericó, te enamoraste de Florencia. Habías visitado muchas ciudades antes y habías aprendido que detrás de cada una se intuye un espíritu distinto. Eso solo aciertan a captarlo los que han viajado mucho y tienen un instinto afilado para esta clase de cosas. Porque no se trata simplemente del cambio de cultura, el estilo arquitectónico, las costumbres, la gastronomía o la climatología. Estamos hablando del espíritu secreto de las ciudades. El espíritu forjado por miles de años de historia. Magna historia reflejada en los monumentos o vestigios; historia anónima, encubierta en los pequeños detalles, como aquel letrero medio borrado en una fachada o el remate de vidrio del pasamanos en una escalera decrépita.
Florencia te murmuró el secreto del amor ideal, del amor noble. No te equivocarías si afirmaras que al amparo de la luz especial que baña la ciudad, te surgieron las primeras dudas serias sobre Shaina. Allí, embriagado por un aura de ideales sublimes y artísticos, la vacuidad de tu esposa chirriaba. Visitando los Uffizi, perdiste la noción del tiempo admirando
El nacimiento de Venus
, rendido ante la elegancia de la escena, la púdica impostura de Venus cubriéndose el sexo con los miembros desnudos y el cabello agitado por el soplo de Céfiro. Por no mencionar la casa natal de Dante. Allí sufriste el tormento amoroso del genio literario y te emocionaste con el cuadro de Beatriz…
Florencia te sometió a tal embrujo que a la hora de la siesta, después de una suculenta comida en el restaurante La Giostra, no permitiste que Shaina te la mamara, acostados en la cama del hotel. Recuerda que ni la tocaste durante todo el viaje, Jericó, salvo una noche, de vuelta de una discoteca. Y admite que, al hacerlo, sentiste una especie de náusea por profanar la atmósfera de amor sublime con la voluptuosidad de siempre.
Si algún día puedes permitírtelo de nuevo, regresarás a Florencia con una mujer que sepa compartir contigo su excelsa fragancia. Mira por dónde, tu imaginación ha cincelado la figura de Blanca. Estáis los dos mirando el verde calmo del Arno. Y ella te ofrece los labios húmedos con los que tanto soñaste en la juventud…
Un toque espaciado de claxon y un airado «idiota, mira por dónde vas» te rescatan del ensueño florentino. Distraído, has cruzado un paso de peatones con el semáforo en rojo y un taxista te ha increpado. Lloriquea todo lo que quieras, Jericó, ¡pero no pongas en peligro tu vida! ¡O al menos espera hasta haber estado en el Donatien!
Últimamente, desde que tu imperio se derrumba irremisiblemente, te has dado cuenta de que detrás de las máscaras de tu mundo tan solo quedan las apariencias sociales y la sonrisa carnosa y cínica del fracaso. No hay nada que te importe de este mundo, salvo Isaura, claro. Este deseo que te atormenta —«Si pudiera volver atrás…»— forma parte de la melancolía mórbida con que el artificio adquirido castiga el fracaso. ¡Porque si uno fracasa, Jericó, fracasa y punto! Se levanta y vuelve a comenzar. ¿A qué viene, entonces, torturarte pensando en si pudieras volver atrás, cuando sabes que eso, de momento, es físicamente imposible?
La conjura programada del éxito es tan… ¡endemoniada! Primero, el éxito te impulsa a luchar y hacer cualquier cosa para conseguirlo, en una palabra: te deslumbra. Una vez alcanzado, te narcotiza, te hace perder la noción de la realidad. Y, para terminar, cuando se desvanece, lo hace expidiéndote la fragancia nostálgica y depresiva de la culpa. ¡Así es el éxito!
En fin, Jericó, debes llamar a Shaina para decirle que llegarás tarde, porque en el Donatien se exige la asistencia a medianoche. Tendrás que inventarte alguna excusa… «¡Una cena de negocios!» Ella sabe tan bien como tú —su hermano abogado debe de tenerla aleccionada— que tu empresa ya no puede cerrar demasiados tratos. Lo único que le espera a tu negocio es la liquidación y la ejecución. Pero ¿acaso no podrías tener entre manos algún otro plan, como la venta?
Jericó, ¡eres un gilipollas! Ella se tira al joven dependiente cuando le da la gana, mientras te asegura que está en el dietista o en casa de Berta, su mejor amiga y confidente, ¿y tú te obstinas en buscar una excusa decorosa? ¡A tomar por culo! Tienes una cena de negocios y, si se lo traga, bien, y si no también.
Marcas el número del fijo de casa.
—Oye, Shaina: no te preocupes, que llegaré tarde. Tengo una cena con unos conocidos que me proponen un negocio… No, no los conoces… Ya te explicaré… Sí, de acuerdo… Hasta mañana.
¡Perfecto! Ya has pasado el apuro de mentirle. Pero justo en ese momento sueltas un taco. No le has preguntado si ha llamado Isaura. «¡Mierda!» De todas formas, no vuelves a telefonearla. Además, lo más probable es que Isaura esté disfrutando de Florencia. Seguro que huele el aroma secreto de la ciudad y ha intercambiado complicidades con el río Arno. Cierras los ojos y la ves sentada en la Piazza della Signoria, contemplada por la estremecida sombra de la torre del Palazzo Vecchio. Borja, aquel chico, la observa con dulzura. Y ella le devuelve la mirada. La magia de un beso adolescente disloca las luces retenidas de las esculturas de la Logia…
¡Te haces viejo, Jericó! Isaura ya no es una niña.
LLEVAS al menos media hora caminando, absorto en una bagatela florentina con dejes ascéticos. Tienes ganas de orinar y de comer algo. Notas el vacío en el estómago y la presión de la orina en la vejiga. Al azar, escoges un bar que presenta un aspecto exterior aceptable. Entras y está lleno de gente. El aire acondicionado te rinde una bienvenida contundente, con un par de ráfagas de éter gélido. Miras a tu alrededor cuando, de golpe, un camarero con facciones indígenas americanas muy marcadas te pregunta si cenarás algo. «Un bocadillo y una copa de vino», le has espetado. Te acompaña hasta una mesita que rechazas con amabilidad al descubrir la contundencia del aire acondicionado. Se lo explicas: «El aire acondicionado me castiga severamente las mucosas de las vías respiratorias. ¿Sería tan amable de ubicarme en un sitio más resguardado?» Sonríe con inocencia indígena y registra el local antes de guiarte hacia otra mesita, en el extremo opuesto de la primera. «¡Buena elección!» Allí no sientes la mordedura del frío artificial. El camarero te acomoda y te pregunta qué quieres beber. «Una copa de Montsant.» El chico se queda petrificado.
¡Jericó, Jericó! ¿Cómo quieres que un inmigrante, que vete a saber los días que oficia de camarero, conozca los Montsant? «No… un Rioja, mejor un Rioja», rectificas a tiempo. Ahora sí que le ha vuelto la sonrisa de satisfacción al rostro. Antes de que se marche, le preguntas dónde están los lavabos. «Los mingitorios están detrás de esa columna, señor, a mano derecha», se ha explicado, señalando hábilmente. «¡Joder, esa sí que es buena! ¡Los mingitorios!»
Hace muchos años que no oías esa palabra, por otra parte tan familiar para ti; una manera más de denominar los urinarios en castellano. La palabra era muy empleada por el mesías de los negocios con quien tropezaste, Gabriel Fonseca. Sonríes mientras te encaminas hacia ellos. «¡Mingitorios!» El histriónico Gabo. Gabo iba más allá de la excentricidad. Se definía como «un asfixiante ambigüista».
Recuerdas el día que te lo presentaron. Eras un promotor nuevo y acudiste —al primer toque— a la fiesta que había montado el señor Fonseca en su imponente mansión de la avenida Tibidabo para celebrar su sexagésimo aniversario. La mano derecha de Gabo, Arquímedes Abreu, se había fijado en el buen hacer de tu promotora para la subcontratación de unos proyectos millonarios en el Vallès. Habíais cenado juntos para hablar del proyecto, una semana antes de la fiesta, y al cabo de dos días te llamaron para invitarte en nombre de Gabriel Fonseca.
Te impactó la presencia de
ready mades
que ornamentaban la casa. Por entonces, tú aún ignorabas qué eran los
ready mades
, y qué significaban. No habías oído hablar de Marcel Duchamp, ni del urinario de R. Mutt. Por este motivo, te estremeciste al descubrir los dos urinarios de porcelana colgados de la pared del inmenso comedor, encima de un sofá de cuatro plazas. Después de dar una vuelta rápida por la casa, dedujiste que el propietario debía de ser muy acaudalado, pero también un excéntrico y un loco. Había que estarlo para colgar dos urinarios en la pared del salón.
¡Hay que ver, Jericó! Este recuerdo de hace veintitantos años te hace sentir bien. Rejuveneces. Te ves a ti mismo caminando por la casa, boquiabierto, admirando una decoración inédita: un ambiente diferente de todo lo que has visto en tu vida; un escenario donde conviven el mobiliario cotidiano con objetos estrafalarios como los urinarios de porcelana elevados a obra de arte. Hasta que, deambulando, te encaminas hacia el grupo de gente que, congregada en el mueble bar, va removiendo los vasos de tubo de bebidas multicolores mientras conversa. Te sientes incómodo a pesar de la calidez de la música
new wave
de fondo, a pesar de haber sido invitado por expreso deseo del gran Fonseca, el anfitrión. La causa de la incomodidad —esto lo puedes afirmar ahora, con la perspectiva que ofrece el tiempo— es que no tienes ni idea de qué va esa estética.
Te sumas tímidamente al grupo, esperando que alguien te introduzca en el coro de carcajadas y te entregue un vaso con algún cóctel. Arquímedes Abreu aparece detrás de ti, te da la bienvenida y te presenta públicamente. «¡Vaya sensación!» Te sientes desnudado por las miradas interrogativas y las dudas que flotan en el ambiente: «¿De dónde sale este?» «¿Conoces la promotora del tal Jericó?» «¡No lo había visto en mi vida!» El trance dura poco, es fugaz, directamente proporcional a la relevancia del recién llegado. En un santiamén, te incorporas al coro de carcajadas, saboreando un cóctel Wasabi Dream, que, como es de suponer, nunca antes habías probado.