No tardas en descubrir que en el grupo hay un maestro de ceremonias. Un tipo alto, esbelto y de cara afilada; pelo blanco; cejas espesas a juego; labios pálidos pero carnosos; ojos azules, enmarcados por unas gafas de pasta negra, estilo
retro
, redondas. Viste de alpaca beis. El acento argentino, muy acusado y melódico, se adecua de alguna forma al lenguaje corporal. Incluso se diría que se mueve al compás de la música
new wave
de fondo. La intuición te dice que es el anfitrión, el señor Gabriel Fonseca. Y no te equivocas, porque enseguida cruza el corro de gente hasta donde estás, te tiende la mano y se presenta. Es él, el gran Gabo, el propietario de los urinarios de porcelana elevados a obra de arte.
Exhibiendo una habilidad especial, el señor Fonseca te aleja del grupo y os detenéis delante de los dos urinarios que tanto te han impresionado. Ha cazado al vuelo el impacto que te han provocado. «¿Y si le dijera, Jericó, que estas dos réplicas del urinario de Duchamp valen más de un millón de dólares? Pero no crea que los tengo aquí por el precio. ¡Obsérvelos bien! ¿No cree que, liberados de los prejuicios de su finalidad, son unas verdaderas obras de arte, con estas formas suavemente redondeadas y la porcelana blanca celestial?»
Asientes, más para no contrariarlo que por el convencimiento artístico. Te pasa una mano por la espalda y va empujándote suavemente mientras se explaya. «Los mingitorios —la primera vez que oyes esta palabra— se han convertido en una obsesión artística para mí. Hace muy poco, pagué una fortuna por unos urinarios novecentistas diseñados por Rubió que pertenecían a la familia Sagalés, del textil catalán. ¡Por no mencionar lo que me costó el orinal de noche de
madame
Curie!»
Cuando te das cuenta, estáis en una especie de biblioteca con las paredes revestidas de maderas nobles. Los lomos de los libros de los estantes ya son suficiente ornamentación gracias al prolífico colorido y a los dorados relucientes de las letras.
Y ahí mismo empieza tu idilio con la riqueza, Jericó. Allí, sentado en la biblioteca de Gabo, te ofrecen el contrato de tu vida. Y para rematarlo, después del apretón de manos preludio de la firma del gran contrato, el anfitrión te guía entre los presentes, a la vez que saluda a todo el mundo con una cordialidad distante, hasta donde está Shaina. Te retiene dos metros antes de abordarla y te roza el lóbulo de la oreja con el labio: «¡Mírela, Jericó, es preciosa! No hay ningún varón en esta fiesta, ni ninguna bollera, que no estuviera dispuesto a pagar por acostarse con ella. Pero si me permite el consejo: ¡nunca se enamore de una mujer así, joven, más vale que se aficione a coleccionar mingitorios!» Y en ese punto llama a Shaina, le pide que se acerque, le dedica un par de piropos galantes y os presenta…
UNA sensación de alivio te sacude al vaciar la vejiga. El urinario del local no tiene nada que ver con la cosmogonía de mingitorios que tanto agradaba a Gabo. Es una taza de váter corriente y moliente, pero se ha tragado la orina sin decir ni pío. Bien mirado, ¿cómo iban a encajar en un bar de tapas unos urinarios de diseño? De hecho, serías incapaz de mencionar siquiera un local en Barcelona con unos urinarios artísticos. Cada vez estás más convencido, Jericó, de la derrota moderna de la genialidad.
La funcionalidad, la homogeneización global y la estandarización se imponen desde el utilitarismo, esta hipertrofia epicúrea británica que Bentham teorizó en un libro titulado
Introducción a los principios de la moral y la legislación
, publicado en 1789, un libro que tú, Jericó, habías leído como un evangelio en tus inicios formativos.
Tu convencimiento de la deflación de la genialidad en la sociedad actual es algo reciente. Tú mismo estás donde estás —además de Shaina, la banalidad o el derroche— por la apuesta de la genialidad. ¿O acaso no es cierto que las primeras grandes pérdidas económicas de tu promotora inmobiliaria vinieron después del desvío hacia la actividad de la restauración de piezas de arte? ¿Cuántos millones de euros apostaste en esa empresa desatinada? ¡Y todo por el delirio de la genialidad!
Vuelves a la mesa con el cabreo de verte obligado a reconocer que te equivocaste nadando contra la corriente. La copa de vino está sobre la mesa, encima de un posavasos de tonos morados con el nombre del local. Dejas deslizar el vino por la cavidad bucal. «¡No está nada mal!» Tragas un par de sorbos sin acertar a esquivar la sensación de culpabilidad que te acecha.
La apuesta por la genialidad demasiado a menudo conduce al fracaso. Lo sabes muy bien. ¿Cuántas genialidades duermen bajo el manto de la indigencia, inéditas, o se pudren en un ataúd con los cerebros roídos por los gusanos?
Rememoras la definición de genialidad de la
Encyclopédie Française
, otro de tus mitos literarios. «El genio consiste en la extensión del espíritu, la fuerza de la imaginación y la actividad del alma.» Ahora, convertido en un desengañado de la Ilustración, añadirías: «Con la consiguiente ruina de quien lo sufraga.»
Levantas la copa y brindas por la genialidad. Los ojos negros del camarero han presenciado tu brindis, pero no te incomodas. Ya lo has perdido casi todo, Jericó, hasta la vergüenza. Con tanta preocupación, ni siquiera has mirado la carta de bocadillos y tapas, pero qué más da, llamas al servil camarero, predispuesto a cederte un tiempo adicional para que escojas, y le pides dos sándwiches mixtos y otra copa del mismo vino.
Para matar el tiempo, coges la Blackberry y te entretienes un rato rebuscando entre los mensajes, pero al final levantas la cabeza al oír que alguien te llama por tu nombre. ¡Mira qué casualidad! Meditando sobre la genialidad has ejercido una fuerza de atracción en el universo y tienes delante a uno de los escasos genios vivos a los que conoces de primera mano: Alfred, el joven escritor, el hijo de tu amigo Eduard y de Paula.
—¿Qué haces en un antro del pueblo, Jericó?
Os habéis saludado con un apretón de manos y os miráis de pie, frente a frente.
—Estoy haciendo tiempo para acudir a… ¡una reunión!
—No nos veíamos desde…
—Desde la última presentación de tu libro en Abacus, hace dos años —apuntas—. ¿Por qué no te sientas y me acompañas?
—¡No quisiera molestar!
—Al contrario, será un placer charlar contigo. ¿Quieres comer algo?
Alfred se ha sentado. Resopla.
—Acabo de cenar hace un rato. Estaba en otra mesa y te he visto entrar. Me tomaré el café contigo.
—¿Cómo está tu padre? Tampoco sé nada de él desde la presentación.
—Como siempre: atareado con la consulta, los enfermos, el tenis y el golf.
Sonríes. A continuación, un momento de tregua en el que os examináis.
—No tienes buen aspecto, Alfred, ¿no te van bien las cosas?
—La verdad es que no. La crisis también afecta al mundo del libro y las editoriales son cada vez más conservadoras y apuestan por los caballos ganadores.
«¡Hacen bien!» Lo piensas, pero te lo callas. Tú también deberías haber hecho lo mismo, Jericó, y quizás ahora no estarías con el culo al aire.
—Me gustó muchísimo tu novela. No te lo tomes como un cumplido. Es de lo mejor que he leído últimamente.
—¡Se agradece! Ojalá la crítica y los lectores hubieran pensado lo mismo.
Una lluvia de nostalgia impregna la mesa.
—¿No ha funcionado?
—Según la editorial, no se han cumplido los objetivos y, ya ves…, seguramente tendré que buscarme otra para la próxima novela.
A punto estás de consolarlo y repetirle que lo consideras un genio de la pluma, pero cambias de idea. No querrás, Jericó, contagiar a este joven escritor con el virus de tu fracaso, ¿verdad?
—¡Anímate, Alfred! Eres muy joven, ya te llegará el momento de triunfar. Si pudiera aconsejarte lo haría, pero, con el tiempo, el veneno del éxito y la ponzoña del fracaso, he descubierto que la sabiduría no se transmite y que las palabras perjudican y malversan la esencia de las cosas. Todo se disfraza cuando lo expresamos con palabras. Pero si lo que quieres es montarte en el dólar con la escritura, entonces haz caso a la editorial y narcotiza el genio que llevas dentro. Escucha lo que pide el público. No te ancles en el virtuosismo y la gracia, no te embriagues con tu ingenio. Escribe lo que pueda venderse fácilmente y deleita al
popolo
.
El joven te observa con los ojos abiertos desorbitados. Los tiene negros como el carbón y vivamente expresivos.
—¡No te entiendo, Jericó! ¿No acabas de decirme que te ha gustado mi novela?
—Sí, muchísimo. Pero no es una obra para el gran público. Yo diría, sin entender ni jota de tendencias editoriales ni ser crítico literario, que es una novela para disidentes de la Ilustración y, entre nosotros, Alfred, ¿cuánta gente sabe qué fue y qué representó la Ilustración? Adelante, levántate y pregúntalo tú mismo a los que están comiendo en este bar. ¿Quién sabría explicarnos qué significó la Ilustración?
Lo has puesto nervioso. Es evidente que el chaval se aferra a su genialidad y aún no ha descubierto que el mundo late al ritmo de los mercados. Le guiñas un ojo y decides cambiar de tercio:
—¿Aún sales con aquella chica tan guapa que te acompañaba en la presentación?
—¿Magda? Sí, ya llevamos juntos tres años. Compartimos un piso de alquiler.
—Es actriz de teatro, ¿no?
La melancolía está a punto de reventarle los pulmones. El «sí» que ha soltado suena tan abatido y acongojado que te aflige.
—¿Está trabajando en algún teatro de la ciudad?
Los ojos de Alfred se han nublado y se extravían en una mirada indefinida.
—De momento actúa en lugares privados, hace
realities
dramáticos para un público limitado… ¡Coge lo que le sale!
No necesitas dotes de psicólogo para entender que Magda está inmersa en la miseria de este mundo de la genialidad.
—¿Es posible verla actuar?
—Pues, en los
realities
donde ahora interpreta… ¡no puedo entrar ni yo! Trabaja en locales privados y tienen mucho celo en este sentido. Esta noche, por ejemplo, actúa en un local llamado Donatien. No sé dónde está y, a ella, se lo revelan en el último momento.
El nombre del local te asaeta el pecho como una daga afilada. No dices ni mu, pero instintivamente buscas con la mano derecha la tarjeta donde figura el nombre del local y la acaricias, en el bolsillo de los pantalones, mientras decides si vas a contarle que tienes una invitación privada y personalizada para esa actuación.
EL escenario ha cambiado desde que has oído el nombre de Donatien de sus labios. Has superado el impulso de contárselo todo a Alfred, de mostrarle la tarjeta, obedeciendo a un instinto perspicaz y a la vez morboso. Una actuación secreta, un lugar enigmático en el Raval, una chica —Magda— con la que te acostarías sin pensártelo dos veces…
Sorprendentemente, esta casualidad ha proscrito al joven genio de las letras. Lo miras de otra manera. Lo ves como un pobre bobo que se toma el café resignado a los reveses de la vida. Tú no eres así, a pesar de estar en manos del fracaso. Tú, Jericó, incendiarías el mundo si supieras que alguien te mira con esa mezcla de asco y conmiseración. Tú no te resignaste a ser un cornudo estoico al descubrir el adulterio de Shaina. Su infidelidad te la ha revelado como una furcia, sin más, y lo cierto es que nunca antes disfrutaste tanto follándotela como ahora que sabes lo que es realmente: una zorra y una adúltera.
Te comes los sándwiches deseando que Alfred, todavía explayándose sobre su última novela, se largue confiando en la suerte, en el sentido germánico del término «suerte», el alemán
glück
, como algo que se presenta de forma inesperada. Sabes que coincidirás con una persona conocida en el Donatien, Magda, y alimentas un deseo que te arrastra a reírte para tus adentros de ese moscón de escritor que, pese a saber hilvanar magistralmente las palabras, demuestra ser tan burro en la vida.
Gracias a Dios, se despide antes de que puedas saborear el café y la copa de coñac. Te levantas y le palmeas la espalda infundiéndole ánimos. Podrías haberte ahorrado perfectamente el «estoy convencido de que dentro de unos años, quizá meses, leeré tu nombre entre las listas de éxitos», porque intuyes que Alfred no te hará ningún caso. Un tipo que deja extraviar a su parienta en la bruma de un misterio y se resigna a reencontrarla una vez que se disipa la nebulosa, un capullo así, aunque sea el mismo Shakespeare, nunca llegará a nada. Y si lo hace, si alguna de las cualidades que atesora sobresale, nunca se lo tendrá en consideración, porque el esperma, por mucho que el feminismo haya querido exhibir con orgullo el resurgimiento del ovismo, el esperma es el motor de la sociedad. Basta con echar un vistazo al aparador de machos famosos y preguntarse: ¿cuántos de ellos lucen cuernos o planea sobre ellos la sombra de la sospecha de infidelidad conyugal? Quizás, algunos, llevan más cuernos que la medalla de oro que cuelga de la sala de estar de tu amigo Joan —un cazador de bestezuelas salvajes y también de mujeres—, pero la imagen que proyectan es de machos.
Autoconvencido del fracaso de Alfred, miras a tu alrededor para hacer volar el tiempo. No hay nadie más que coma solo. Te sientes solo observándolos. Te sientes rejodidamente solo disfrutando del espectáculo multicolor de la raza humana. ¿Por qué? ¿Por qué te encuentras tan solo, Jericó?
Antes, cuando todo iba como la seda, no tenías tiempo de preocuparte por ello, ni de sentir los colmillos de la soledad. Intentas eliminar este sentimiento abrumador y piensas en Isaura. Pasea por los pasillos de los Uffizi con ese chaval de la mano y le hablas, desde tu silla: «Mira, hija mía, ¡cuánta exhibición de talento hay a tu alrededor! Pero seguro que el secreto de los creadores radica en el fuego que te quema el pecho caminando de la mano de Borja. Sin este fuego no hay pincel que se mueva, ni cincel que esculpa. El secreto, Isaura, créeme, está en el amor. ¡No hagas como tu padre!»
¡Bravo, Jericó, bravo, bravo, bravo! Ahora resulta que te has entregado al romanticismo. ¿Ya no te acuerdas? «El romanticismo siempre ha sido para los decadentes.» Así lo pregonabas. Incluso se lo soltaste a Gabo cuando te invitó a su refugio de Siracusa. En aquella estancia de dos días, te confesó que se había enamorado de una monitora de un gimnasio treinta años más joven que él. Tú no pudiste contenerte. «¿Enamorado, Gabo el conquistador? ¿Enamorado usted, el hombre que ha desvestido a más bellezas de Barcelona?» Medio se ofendió y entonces dudaste de si realmente estaba enamorado, porque, en ese caso, ¿por qué iba a molestarse? En medio de la pequeña discusión que se creó, le dejaste caer tu aforismo sobre el romanticismo: «El romanticismo siempre ha sido para los decadentes. Casi todos los románticos de la historia han acabado destrozados en el despeñadero de la realidad.»