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Authors: Miquel Esteve

Tags: #Intriga, #Erótico

El juego de Sade (30 page)

BOOK: El juego de Sade
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La señora Margalida vuelve con la llave en la mano, bien visible, mientras tú examinas los personajes de una curiosa foto en blanco y negro, enmarcada, retratados en una playa.

—Somos mi difunto marido y yo en la playa de la Barceloneta, en 1957, con unos amigos. La foto nos la hizo un amigo. El que está delante de todos sosteniendo la caña de pescar es mi difunto esposo, que Dios lo tenga en su gloria, y la que está a su izquierda soy yo —te explica mientras se aproxima.

Debes reconocer que, a pesar del tiempo transcurrido, la señora Margalida y su esposo estaban de buen ver.

Vuelves a dejar el marco sobre la cómoda y le pides la llave con la palma de la mano abierta.

—Si no le importa, señor detective, lo acompañaré. No es que no me fíe de usted, pero entenderá que es una situación delicada, ¿no?

No te queda más remedio que claudicar. Al fin y al cabo, lo único que quieres constatar es si Gabo te ha mentido cuando te ha asegurado que el Donatien era tan solo un montaje itinerante.

Lo aceptas y sigues a la anciana hasta el recibidor. Allí, de un perchero, descuelga una toquilla de lana negra y se la echa sobre los hombros, encima de la bata blanca, y salís.

—¡Asegúrese de que no hay nadie en la escalera! —te ordena.

Lo haces. Asomas el cuerpo al hueco de la escalera y prestas atención a cualquier posible ruido. Nada. Tan solo te persiguen el olor decrépito del edificio y el silencio rancio.

La anciana introduce la llave en la cerradura y abre con diligencia. Su mano ha encontrado enseguida el interruptor de la lámpara del vestíbulo —seguramente en el mismo lugar donde está el suyo— y se hace la luz. Tú, mientras tanto, cierras la puerta con cuidado.

En el recibidor nada ha cambiado desde que estuviste allí. El escaso mobiliario que empleaba el tipo de la peluca empolvada está intacto. La anciana abre la puerta de vidrios opalinos y pulsa el interruptor. Un par de bombillas que cuelgan de unos cables se encienden.

Tu decepción es inmensa. El amplio comedor está casi vacío. No hay ni rastro del inmenso urinario, ni de las lámparas de araña, ni de los trastos que colgaban de las paredes. Únicamente quedan los sofás —has detenido un momento la mirada en el diván donde sodomizaste a Anna— y el mueble bar, nada más.

Das una vuelta, nervioso, buscando algún indicio del decorado del Donatien, pero es inútil. Gabo tenía razón: todo fue un mero montaje.

La anciana capta tu desencanto:

—¡Parece contrariado!

—¡Lo estoy, señora Margalida! Estuve aquí mismo el jueves y todo era muy distinto. Allí, en medio de la pared —señalas con el dedo—, colgaba un urinario gigantesco. Por todas las paredes había diseminados objetos extraños…

—Eso debe de ser lo que se llevaban ayer en unas cajas —refunfuña ella.

—¿Cómo dice?

—Ayer mismo, hacia el anochecer, vino un grupo de jóvenes y empezaron a llevarse cajas y más cajas. Me asomé a mirar por la ventana y vi que las cargaban en un par de furgonetas. No salí al rellano, pero por la mirilla distinguí al nieto de Caridad.

¡Tiene sentido, Jericó! Eso pone de manifiesto, por ejemplo, que el inmenso urinario, réplica del de Duchamp, estaba construido en piezas. ¿Cómo, si no, habrían podido hacerlo pasar por las angostas escaleras o las estrechas puertas? Todo era un decorado, montado para la ocasión, para escenificar el juego de Sade.

Te felicitas. Esta vez Gabo no te ha mentido. De pronto te asalta el recuerdo de su confesión de que él también había participado en el espectáculo desde una habitación contigua y que Shaina, supuestamente, le había efectuado una felación.

Examinas las paredes y descubres los tacos y los clavos que en su momento sostuvieron el decorado. Intentas situarte para ubicar dónde estaba el retrato mural del marqués. Te encaminas hacia allá y experimentas una enorme satisfacción al descubrir en la pared los dos orificios de los que te había hablado Gabo. Disimulados en los ojos del marqués de Sade, ofrecieron una vista privilegiada. En la estancia solo hay otra puerta, aparte de aquella por la que habéis entrado, y te diriges a ella para examinar el cuarto que está del otro lado de los agujeros.

La anciana te sigue, refunfuñando en voz baja. El distribuidor es oscuro y largo. Te ubicas rápidamente y entras en el cuarto que buscabas.
Et voilà
! La silla de la que te habló Gabo sigue allí, cerca de la improvisada mirilla, así como un sofá cama colocado contra una pared.

—¡Esta es la habitación de la plancha! —te especifica la señora Margalida, que te ha seguido con esfuerzo—. Cari planchaba oyendo la radio. Pero antes no estaba así, allí había una mesita con la radio, allá unos estantes…

La dejas a su aire, sin prestarle atención. Te importa muy poco cómo tenía dispuesto el cuarto la amiga de la gentil señora. Estás clavado contemplando la silla y una nube de imágenes te sobrevienen. Ves un cuerpo escultural envuelto en una capa negra que avanza hacia la silla donde se sienta Gabo, con sus delgadas piernas y el rostro excitado por el espectáculo. Unas manos tersas le bajan la bragueta y le buscan el pene, en plena erección. La misteriosa dama, arrodillada, inicia el masaje bucal…

—Disculpe —te interrumpe la señora Margalida—, antes no se lo he preguntado, ¿está usted casado?

—Sí —le respondes con un deje de nostalgia—, ¡pero por poco tiempo!

Cuando la señora Margalida cierra el piso, te sientes extrañamente desilusionado. Lo cierto es que te habría complacido volver a encontrar la atmósfera del Donatien, pero no ha sido así. Este hecho otorga al juego de Sade más verosimilitud. Como ya te han explicado, se juega constantemente, desde tiempos inmemoriales, pero las partidas que lo constituyen tienen un límite temporal. El Donatien únicamente fue un decorado para iniciar el juego y representar el relato de Jeanne Testard. Has conseguido algunos datos muy importantes gracias a la visita: el vínculo entre Gabo y Eduard, entre Gabo y Jota, entre Jota y Eduard, y en último lugar que Gabo posiblemente no te ha mentido en lo concerniente a su papel en esta primera representación. Has comprobado por ti mismo la presencia de los dos agujeros que hacían las veces de mirilla justo donde estaba ubicado el retrato mural de Sade, así como la silla del espectador clandestino, y te has imaginado la escena de la felación.

Te despides de la señora Margalida, que se ofrece a ayudarte en la investigación en todo cuanto esté en su mano y, con voz débil, dice:

—Por la memoria de Caridad, por favor, traten bien al chico. Su abuela, desde el cielo, debe de sufrir mucho.

Le prometes que lo harás, que lo tendrás en cuenta, sintiendo asco de ti mismo por haber mentido a una gentil señora.

 

En la calle se extiende una niebla pegajosa, una humedad salobre que intensifica los olores decadentes, los tufos de la calle que nunca dormitaba, la antigua calle Conde del Asalto. Con los dos relatos de Alfred en las manos, el corazón cansado y la mente excitada, te encaminas hacia la Rambla.

Nunca habrías supuesto que vivirías una situación como esta. Nunca habrías imaginado que el marqués de Sade y el tenebroso mundo del sadomasoquismo entrarían en tu vida. Cuando leíste
Justine
, en tu época universitaria, el libro te extrañó. Opinabas que era una versión apócrifa del libro de Job —otro de los episodios bíblicos muy citado por tu padre— precocinado con erotismo cínico. La adolescencia y primera juventud fueron muy prolíficas en cuanto a lecturas. Quizá —piensas ahora, desde la atalaya del tiempo— querías escapar del estigma fingidamente piadoso de tu progenitor, su abnegación religiosa y su «
jobismo
», tan presentes en ti a pesar de la ausencia paterna. Seguramente buscabas refugio en otros lugares menos duros. Anhelabas nuevas fuentes donde beber. Probablemente te entregaste tan fácilmente a los cantos de sirena de la fascinación y del oropel para dejar atrás el mensaje duro y contundente del sufrimiento, la abnegación, la virtud y toda esa ensalada de ascetismos que formaron parte de tu educación.

¿Y si todo lo que te ocurre fuera un castigo divino? ¿Y si desde el momento en que conociste a Gabo hasta el día de hoy, inmerso en el juego de Sade, todo fuera el peaje que se cobra tu escepticismo religioso?

«¡Ay, ojalá tuviera una segunda oportunidad!», suspiras entre la niebla, con la esperanza de que el pegajoso aliento de los dioses primitivos les haga llegar a este deseo.

¡Lo sé, Jericó, lo sé! Si consigues liquidar tu patrimonio y saldar las deudas, si rompes con tu desgraciada relación con Shaina, si el análisis del laboratorio te confirma que estás sano, si consigues salir del juego de Sade sin ninguna mácula inculpatoria…, entonces comenzarás otra vez, vivirás siguiendo los dictados de tu corazón, que alimentarás con aquello que lo nutre: Isaura, tu hija, y alguna compañera de viaje para lo que te quede de trayecto, ¿quizá Blanca?

Sin darte cuenta has llegado a la Rambla. Escenas de la madrugada de un sábado menudean en las calles húmedas bajo las luces fantasmales, efecto de la mortaja brumosa. Amor, furia, ebriedad, risas, llantos… Estampas de toda clase, reflejo de la poliédrica naturaleza humana. Pero tú avanzas absorto hasta la parada de taxis. Aún mascas los últimos descubrimientos del juego de Sade y te preguntas por qué en ningún momento, pese a conocerlos a ambos desde hace años, descubriste el nexo entre Gabo y Eduard. ¡Es paradójico, Jericó! Aunque tampoco recuerdas que hayas mencionado el nombre de uno en presencia del otro.

No sabes por qué, pero intuyes que el asesinato de Magda tiene algo que ver con la historia de Jota. Tanto Gabo como Eduard han apuntado a Alfred como el posible asesino. Y lo cierto es que el chico no tiene coartada. Debes fiarte del testimonio de Ivanka para descartar su culpabilidad. Gabo no ha faltado a la verdad excepto en su relación de cliente de La Cueva de los Amos, en el piso de Ivanka.

Además, ¿qué motivo iba a tener Gabo para matar a Magda? Por más vueltas que le das al asunto no se te ocurre ninguna respuesta. Y finalmente, Eduard. Si has de creer a Ivanka, ha mostrado una perversa inclinación por el uso de los zorros de sacudir el polvo, primero con su hijo y después con un paciente. Pero la última información que has obtenido, gracias a la señora Margalida, lo desmiente. Según los rumores que, según ella, habían circulado por el barrio, atribuían una relación ilícita entre Soledad y Eduard, y no un abuso del chaval por parte del terapeuta. La gentil anciana hablaba con la voz del pasado —no te olvides, Jericó, del ambiente rancio en que vive la señora— y quizás entonces, en plena dictadura, la gente no podía asimilar la pederastia, de ahí que el conflicto se asociara con un amorío entre la madre y el médico.

Asimismo, Ivanka te ha revelado que Eduard se entendía con Magda, paciente suya, que conoció a Alfred precisamente en la consulta del padre de este. ¡Qué engañado te ha tenido Eduard! Le considerabas un hombre de sanas costumbres, intachable y modélico. Y resulta que, detrás de la máscara de hombre ejemplar, por lo visto se oculta un depredador sexual, un libertino y un pederasta. El hecho de que, muy probablemente, él sea el marqués apócrifo del juego de Sade lo dice todo. El genuino marqués había dejado escrito en la carta de la Bastilla que quien encarnara a su personaje debía ser un hombre disoluto. El honorífico título iría de libertino en libertino. Sin embargo, te desconcierta que el encargo de los dos relatos de la vida de Sade lo haya realizado Gabriel y no Eduard, el probable marqués de Sade del juego.

¿Y qué me dices del dietario, de la anotación en la Moleskine negra? Alfred se mostró sincero ante la ingeniosa trampa literaria que le has tendido, empleando a Faulkner como cebo, para descubrir si llevaba un diario. Lo más probable es que la entrada donde se te mencionaba la escribiera Eduard. ¿Por qué? La única respuesta es: para inculpar aún más a Alfred.

Sin embargo, todo ello son meras suposiciones basadas en los testimonios de diferentes personas. Jericó, solo cuentas con el grado de credibilidad que otorgues a cada una de las fuentes. Así las cosas, la sombra de la sospecha del asesinato recae, cada vez con más claridad, sobre Eduard.

Entras en el primer taxi de la parada y le proporcionas la dirección de casa. El seco «de acuerdo» del conductor, un hombre gordo de edad avanzada, te vaticina que el trayecto transcurrirá en completo silencio. Y así es. Mientras tanto, sigues pensando en los acontecimientos que te acechan. Pero ahora has dejado a un lado el asesinato de Magda y te has centrado en Shaina, en su papel en el juego de Sade. Continúas dudando de que haya sido Eduard, el marqués actual y responsable de organizar la partida, quien la haya escogido, porque mantienes serias dudas de que la conozca tan a fondo como para asignarle el pecado de la pereza. Es una de las piezas del juego que aún te desconcierta. Eduard probablemente conoce a Víctor, Jota, Josep, Anna y Magda como pacientes. En cuanto a ti, sobran explicaciones de por qué te ha otorgado el título de Lucifer, el soberbio. Rezumas soberbia por todos los poros de la piel. Por lo que parece, Gabo y Eduard se conocen desde hace muchos años —aún no dispones de suficientes detalles de este vínculo—, pero la señora Margalida los ha conectado a través de Soledad y su hijo con trastornos, Jota.

¿Y Shaina, Jericó? ¿Cómo ha llegado a la conclusión que es una banal perezosa?

Suspiras. El taxista ha sintonizado una cadena de música clásica. El
Adagio
de Albinoni, que casa perfectamente con el espectáculo que contemplas por las ventanillas, un amanecer violáceo y encapotado. Aturdido por la solemnidad del momento, experimentas la ligereza humana, la fugacidad de todo. Y entonces te sobreviene la tragedia de Paula, la madre de Alfred, una mujer a la que admiras, exilada en casa de sus padres, consumida por el cáncer.

¡Un momento, Jericó! ¿Has mencionado a Paula? ¡Claro que sí! Dios sabe los secretos que guarda si son ciertas las sospechas que recaen sobre Eduard. ¿Por qué no hablas con ella? «Es una buena idea, pero ¿cómo? Solo sé que el pueblo natal es Capçanes, un pueblo que únicamente me sugiere vino.» Podría llevarte Alfred… «¡No! Debería conversar con ella a solas. Nadie debe estar al corriente, ni su esposo ni siquiera su hijo. Una mujer como Paula, con el aliento de la muerte en la nuca, podría ayudarme a desentrañar definitivamente esta historia.»

Son casi las seis de la mañana y la fatiga comienza a hacer mella en ti. La excitación sucumbe al cansancio. Te desnudas en el vestidor, dejas la Black cargándose en el despacho y te dispones a acostarte.
Marilyn
ha erguido las orejas y ha esbozado un ladrido ahogado de aviso. Shaina se revuelve entre las sábanas y pregunta, con voz cavernosa:

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