Tientas nuevamente a la suerte:
—El día del encargo de los relatos, Gabo vino acompañado por aquella chica rubia de facciones angulosas, ¿cómo se llamaba? ¡Vaya, hombre! ¡Ahora no me sale!
Los dos se miran con extrañeza. Te fijas bien en sus reacciones.
—Una chica muy sexy y desvergonzada que trabaja de enfermera. ¡Ay, Dios, qué memoria la mía! Tengo el nombre en la punta de la lengua…
No caen, al menos eso deduces por la expresión de su cara, aunque en el caso de Ivanka es imposible saber lo que piensa.
—No importa, da igual. Pensaba que también le iba el rollo sado y, como es una amiga muy especial de Gabo, había pensado que tal vez te había hecho alguna visita con ella para montar algún trío o algo así…
—Eso es imposible —sentencia Ivanka.
—¿Por qué?
—Ni soy bollera ni me gusta hacérmelo con mujeres. Nunca he recibido a ninguna mujer. Ninguna hembra ha puesto jamás los pies en La Cueva de los Amos.
Esbozas un gesto estúpido e infantil de incredulidad y le dejas caer:
—Venga, tampoco seamos taxativos, si es una clienta dispuesta a pagar bien o una reportera que busca un artículo sensacionalista y suelta mucha pasta…, harás una excepción, ¿no?
Te fulmina con su mirada de escarcha.
—¡No! ¿Es que no me has oído, idiota? Cuando digo que no es que no. Nunca miento.
No lo verbalizas, Jericó, pero lo piensas: «El que nunca se encerraría contigo en La Cueva de los Amos soy yo, ¡ni por todo el oro del mundo!» ¡Menudo elemento! Y eso que confiesa ser esclava. ¿Cómo serán los amos?
Has conseguido descubrir que Anna posiblemente te ha mentido. Nunca ha puesto los pies en La Cueva de los Amos. Y te lo ha comentado delante de Gabriel que, por otra parte, es quien ha encargado los relatos a Alfred. Te relames de felicidad, como los gatos, y decides continuar adelante con tu particular comedia para ver si puedes extraer algún otro dato de interés.
—¿Eduard está al corriente de todo esto, Alfred?
—No, no sabe nada.
—¿Y tu madre?
Su caída de párpados ha sido suficiente para ti. No era necesario que te explicara lo que ya sabes:
—Mi madre está muy enferma y se está recuperando en casa de los abuelos en Capçanes. Bastante tiene ya con la enfermedad…
Te animas a arriesgarte más.
—¿Estás escribiendo algo ahora, Alfred?
—Sí, pero con los últimos acontecimientos me he quedado bloqueado, en blanco.
—Sí, supongo que debe de resultar difícil escribir cuando uno se encuentra mezclado en situaciones de este tipo.
El muchacho asiente, relajado. Entonces decides entrarle con un embuste de los tuyos, una mentira a medida, una de las especialidades de la casa:
—No recuerdo qué escritor era…, tal vez Faulkner… Creo recordar que cuando perdía el hilo de un relato, la inspiración literaria, no se preocupaba y continuaba escribiendo, pero un dietario.
—Desconozco esta faceta de Faulkner. Para serte sincero, únicamente he leído
Santuario
, una obra siniestra. No es de mis escritores de cabecera.
—¿Tú escribes algún dietario?
—Actualmente, no. Lo dejé hace unos años. Entonces sí que escribía en un bloc de notas con una cierta regularidad. Pero lo abandoné. Me fastidiaba la obligación de escribir a diario, de encerrarme por la noche en el estudio y rendir cuentas al tiempo. No soy hombre de obligaciones ni de convencionalismos, Jericó. Soy muy diferente a mi padre.
—Ya veo —le aseguras con una sonrisa preocupada, porque aún masticas sus supuestas palabras del dietario, entonadas por Eduard.
—Mi padre sí que es un dietarista organizado. Tiene buena pluma, a pesar de que no quiera reconocerlo y se defina a sí mismo como un hombre de ciencias. Escribe cada noche en la Moleskine, sin excepción.
¡Ufffffff! La cosa se complica, Jericó. O sea que Alfred no lleva ningún dietario, pero en cambio tu amigo Eduard escribe un diario en una Moleskine, la misma marca de bloc de notas donde aparecía tu nombre. ¿Y si la entrada la escribió Eduard? No, eso es absurdo. ¿Cómo iba a saber Eduard que su hijo y tú os habíais visto y el contenido de vuestra conversación? Solo cabe una posibilidad: que Alfred se lo haya contado. Tratas de constatarlo:
—Por cierto, Alfred, ¿le mencionaste a tu padre nuestro encuentro en el bar de tapas el jueves por la noche?
—Sí. Y le dije que te había gustado mucho mi novela.
¡Menudo fregado! Resoplas interiormente. Desorientado y abatido, miras el vaso vacío con desagrado. El hielo se ha fundido. Ivanka, muda pero atenta, lo capta.
—¡Alfred, tu invitado quiere otro whisky! —comenta en tono autoritario.
—¿Lo mismo? —te pregunta.
—Sí, gracias, pero esta vez pago yo —le respondes, tendiéndole un billete de veinte euros.
El chico lo rechaza y va hacia la barra. El ambiente es bullicioso. Comprendes que es un lugar idóneo para mantener una conversación como esta, porque casi nadie está pendiente de los demás, la gente va a lo suyo y apenas se oye la conversación de las mesitas vecinas.
—Él no lo ha hecho, no tengas ninguna duda —te ratifica Ivanka, impertérrita.
—¿Seguía viéndote mientras vivía con Magda?
—Sí.
Haces un gesto de no comprenderlo.
—Alfred quería a Magda, pero ella no podía proporcionarle el tipo de placer que le doy yo. Les pasa a muchos hombres. Además, ella también hacía la suya.
—¿Qué quieres decir? —te extrañas—. ¿Le era infiel?
Vuelves a vislumbrar una cierta luz en sus ojos desvaídos.
—Sí.
—¿Él lo sabía?
—Es un pobre diablo que ha vivido eclipsado por un patriarca triunfador.
Chasqueas los dedos y le señalas:
—¡Estoy de acuerdo! Debe de ser difícil vivir a la sombra de un padre que es médico, psicólogo, sociólogo, deportista, seductor…
Ivanka te interrumpe:
—Y un cabrón mentiroso, maltratador y un montón de cosas más.
—¿Cómo dices?
Esboza una efímera e insignificante sonrisa.
—Antes me has preguntado si Magda le era infiel, ¿no?
Asientes en silencio.
—Eduard también se acostaba con ella.
Te has quedado más helado que su mirada. «No puede ser —te repites—. ¿Eduard poniéndole los cuernos a su propio hijo?» Ivanka esperaba tu sorpresa monumental, porque enseguida añade:
—¿Aún no has descubierto que la hipocresía humana no tiene límites? ¿Has visto la película
Blade Runner
?
—Sí —respondes, desconcertado.
—Imagínate que soy Rutger Hauer, el replicante, en la famosa escena de las lágrimas en la lluvia. —En este punto la chica deja perder la mirada en la lejanía y remeda la entonación—. En La Cueva de los Amos he visto cosas que vosotros, los engañados, no creeríais. He observado a obispos con el látigo en las manos, golpeándome y renegando de Dios como unos bárbaros. He contemplado a hombres respetables con los ojos desorbitados mientras me escupían, desnuda y atada. He gozado con el dolor que me procuraban vuestros héroes y he vislumbrado lo que llamáis cielo, más allá de la realidad ilusoria. Y todos estos recuerdos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia.
Todo esto es de locos, Jericó. ¡Cómo tienes que verte! Escuchando el delirio glacial de una zorra sadomasoquista búlgara un sábado por la noche, jugando a
Blade Runner
…
—No podrías llegar a creer lo que he visto —continúa Ivanka—. Por ese motivo me repugna la raza humana. Alfred es un pobre desgraciado que necesita humillarme para sentirse algo, como casi todos los amos, pero el chico es incapaz de matar a nadie. Te lo digo yo, que soy experta en estos asuntos.
Miras hacia Alfred. Está pagando la cuenta al camarero en la barra. Tú también lo ves poca cosa. Habían sido Gabo y Anna los que te habían infundido esta opinión distorsionada del escuálido escritor. Aparte de la charla con Eduard, su padre.
¡Lo que te faltaba, Jericó! ¿Harás caso a una furcia? «Pues, mira por dónde, hay algo de auténtico en Ivanka. No sabría explicarlo, pero no me parece una impostora.»
Antes de que llegue Alfred con las bebidas, te atreves a formularle una pregunta:
—Como experta: ¿ves capaz a Gabo de cometer un asesinato así?
—¿A Gabriel Fonseca?
—Sí.
—¡Ya lo creo! Ese hombre es completamente amoral, capaz de todo. Con ello no pretendo afirmar que haya sido él, aunque por los detalles de la escena del crimen que me ha descrito Alfred no cabe duda de que el asesino es un exhibicionista. Tú lo conoces bien, ¿no? Entonces, ¿sabes de alguien más exhibicionista que Gabriel?
Conoces a un buen número de exhibicionistas. De hecho, últimamente has pensado que el narcisismo conduce al exhibicionismo. El narcisismo, tan extendido en nuestros días, es más antiguo que el mito griego que lo explica, y el mito —y muy posiblemente también el primer germen—, ya estaban viciados de Ilustración.
Pese a todo ello, si tuvieras que otorgar el premio Nobel del exhibicionismo a alguien, probablemente, sí, tiene razón Ivanka, el ganador sería Gabo.
—¿Y por qué querría Gabo matar a Magda? ¿Acaso se entendían?
—Te lo repito —insiste con un cierto fastidio o cansancio—, no sé si ha sido él o no, pero un tipo como él es muy capaz de actuar así.
Meditas en silencio. ¿Quién miente? Está claro que alguien está falseando la realidad. ¿Ivanka y Alfred? ¿Gabo y Anna? ¿Tal vez Eduard? Se te pone la carne de gallina al poner a tu respetado amigo médico en el mismo saco que a toda esta tropa.
Alfred está a dos metros escasos, avanzando con esfuerzo con las bebidas en las manos. No sabes muy bien por qué formulas la pregunta a Ivanka, quizá porque te estás dando cuenta de que vives en un mundo de posibilidades extremas.
—¿Y qué me dices de Eduard? ¿Podría el padre de Alfred haber perpetrado una cosa así?
Ivanka mira fugazmente hacia Alfred antes de responderte:
—Lo conozco por lo que su hijo me ha contado y no me parece un dechado de virtudes.
Alfred deja las bebidas sobre la mesa y se sienta.
—Escucha, Jericó, tú que eres un hombre sensato, ¿crees que debería revelar todo esto al inspector de los Mossos?
¿Un hombre sensato? ¡Esta sí que es buena! Un hombre realmente sensato no habría hipotecado su vida como has hecho tú. No estaría con la mierda hasta el cuello. Claro que Alfred únicamente conoce la epidermis social de Jericó, lo que ha oído en casa.
Aparcas el tema de la sensatez para valorar el consejo que puedas darle. ¿Y qué vas a aconsejarle, si llevas desde el principio haciendo lo mismo: silenciarlo todo?
—¿A ti qué te dicta el corazón? —lo interrogas, enviando la pelota a su tejado.
El chico no puede ocultar su nerviosismo.
—Por un lado, quisiera explicárselo todo, pero admito que me da miedo.
—¿Miedo de qué? Tú simplemente has atendido un encargo literario. Pero resulta que este encargo de alguna forma conecta con la puesta en escena del asesinato de tu pareja.
—¡Caramba! —irrumpe Ivanka—. Y, si tú fueras el inspector, ¿qué pensarías? Escribe una cosa que después se escenifica en un crimen. Alfred sería el sospechoso número uno.
—Sí, es cierto, pero el hecho de contarlo, sincerarse, jugará a su favor.
Una breve tregua marcada por unos sorbos. El bullicio del local va en aumento. Es la una y media. El alcohol caldea los espíritus y reaviva las cuerdas vocales.
—Si canto y me creen —presupone Alfred—, todas las sospechas recaerán de momento sobre Gabriel Fonseca.
«El chico tiene razón, tirarán del hilo y descubrirán el juego de Sade.» ¿Te preocupa? De lo único que pueden acusarte es de encubrimiento. «¿Y te parece poco? Además, hay incógnitas que querría desvelar por mí mismo, y el encuentro del martes, para rememorar los hechos de Marsella, podría ser una excelente ocasión.» Tienes una posibilidad: ofrece colaboración a Alfred para descubrir algo más. Eres amigo de Gabo. Utiliza esta carta para ganar tiempo, al menos unos días.
—Antes de la opción de los Mossos, si te parece, procuraré acercarme a Gabo y sonsacarle alguna información valiosa. Si veo que en una semana no saco nada, te lo comento y entonces hablas con el inspector. ¿Te parece bien?
Alfred mira a Ivanka como si buscara su consentimiento.
—¡De acuerdo! —exclama.
Apuráis las bebidas charlando de otros temas. Os habéis detenido especialmente en los relatos de Sade que Alfred había escrito por encargo. Te admira el grado de conocimiento que el chico tiene del marqués y, procurando no evidenciar tu lectura de los manuscritos como participante del juego, tratas de ilustrarte aún más sobre el personaje y los episodios en concreto que forman parte del juego. Alfred se explaya ampliamente en los argumentos de los relatos.
—¿Y de dónde viene esta simpatía por el marqués de Sade? ¿Cuándo descubriste a este personaje? —le preguntas, admirado.
—Lo descubrí en la biblioteca de mi padre. Tiene prácticamente todas sus obras.
¿Quién dijo que «las apariencias no engañan, solo son apariencias»? Te esfuerzas por recordarlo. ¡Fuster, Joan Fuster! Un escritor excesivamente lúcido para ser famoso…
Anda ya, Jericó, no me vengas ahora con tonterías literarias. ¿Qué es aparente y qué es real en esta historia? «¡Buf!» Estás hecho un lío. Eduard, Gabo, Alfred…
Y esta prostituta búlgara que parece tan auténtica como el vino. Blanca te lo ha dicho: el vino nunca miente. No puede disimular ni el aroma ni el sabor. Con Ivanka ocurre algo similar. No puede disimular lo que realmente es.
¿Qué me dices de Eduard? No sé cuántas licenciaturas, deportista y sano, hombre de misa, lector de
La Vanguardia
, perfume Tabac, trajes oscuros de Conti, etc., etc., etc. Y no obstante, tiene en la biblioteca todos los libros de Sade, se tira —bueno, se tiraba, desgraciadamente— a su nuera, le gusta meterla por detrás y quién sabe qué otras cosas. ¿Qué me dices ahora, Jericó, de lo que es apariencia y realidad?
Alfred no se ha dado cuenta de tu inmenso desconcierto, pero Ivanka es sabia como una serpiente y espera al momento de despediros para entregarte la última perla de la noche. Todo sucede deprisa. Ya en la calle, Alfred te estrecha la mano y la chica se detiene antes de hacer lo propio.
—¿Por qué no vas a buscar el coche, Alfred? Hace fresco y no tengo ganas de caminar. Mientras tanto, tu amigo me hará compañía, no vaya a ser que algún depravado quiera dominarme aquí mismo.