Meditas un rato. Recuerdas que algún autor célebre insinuó que la mejor manera de vencer una tentación era sucumbir a ella. Contradiciéndolo, te caen encima las palabras de madame Blavatsky en un libro que leíste en tu época universitaria,
La voz del silencio
, y que te impactó:
Lucha con tus pensamientos impuros antes de que te dominen. Trátalos tal como ellos pretenden tratarte a ti, porque, si por mor de la tolerancia arraigan y crecen, no te quepa duda, estos pensamientos te subyugarán y te matarán.
Y para rematarlo, en el estanque del recuerdo se refleja el rostro de tu padre, con la sonrisa postiza. Tú estás de pie en medio del comedor de la casa familiar, vestido con unos pantalones cortos y calcetines blancos hasta las rodillas. Lo miras atentamente. En tono contundente, ligeramente afectado, tu padre te aconseja: «¡Si tu ojo te hace caer, Jericó, arráncatelo!»
«¿Estoy enloqueciendo?» No lo creo, amigo mío. Lo que sucede es que estás al límite en demasiados frentes. La ruina económica, el matrimonio fracasado, la sensación de haber tirado la vida por la borda, la angustia de encubrir un crimen, el desasosiego de saber la probable identidad del culpable, el temor a haber contraído el sida, la morbidez del juego de Sade… Con toda esta carga, ¿cómo vas a sentirte? ¡Ni el mismísimo santo de Loyola sería capaz de soportar semejante peso!
Necesitas el consejo de «Juancito el Caminante». Por suerte tu amigo de fatigas está cerca, porque hace un rato ha compartido secretos con Eduard y contigo. Justo cuando estás a punto de mojarte los labios escuchas dos golpes en la puerta.
—¡Adelante!
Shaina abre, pero no llega a entrar. Es curioso el efecto repelente de tu despacho en ella. Dirías que en los dos últimos años no ha puesto los pies en él. Sostiene tu Blackberry en las manos.
—Ha sonado al menos un par de veces. Quizá sea importante.
Sales de detrás de la mesa y le coges el móvil de las manos en el umbral.
—¡Gracias!
—Voy a acostarme, Jericó. Son las doce y media y me ha entrado sueño.
—De acuerdo.
—Hasta mañana.
—Buenas noches, Shaina.
Vuelves a cerrar la puerta y miras las llamadas perdidas. Un total de cuatro, y todas corresponden a un mismo número, que no conoces.
Llamas.
—¿Jericó? ¿Eres tú, Jericó? —te responde una voz atribulada.
—Sí. ¿Quién me llama?
—Soy yo, Alfred. He de hablar urgentemente contigo.
—Buenas noches, Alfred. ¿Cómo va todo? —respondes en tono sosegado para calmarlo.
—Es preciso que nos veamos, Jericó. Estoy en el bar Velódromo de Muntaner. ¿Lo conoces?
—¿El que está entre Diagonal y Londres?
—Sí.
—Lo conozco bien, pero hace una montón de años que no voy por ahí.
—Por favor, Jericó, tenemos que hablar. Es muy importante. Te espero.
¡Ha colgado! No has podido decir nada, porque ha colgado.
«¿Y ahora qué?» ¿Ahora? Pues me parece que no te queda más remedio que ir.
El Velódromo está lleno hasta los topes. La fauna habitual de un sábado por la noche. Lugar de encuentro para emprender, después de una copa, la peregrinación nocturna por los lugares de culto musical o estético.
No has tardado mucho en llegar. Te has despedido de Shaina, a quien esta vez has contado la verdad: que el hijo de Eduard quiere verte con urgencia. Estás seguro de que ella no podrá atar cabos ni entender nada excepto que algo le ocurre al hijo de uno de los pocos amigos —entre comillas— que te quedan. Decides dejar tu todoterreno en el párking y coges un taxi, que ha aprovechado el escaso tráfico.
No te cuesta localizar a Alfred entre la fauna multicolor, porque él estaba muy atento a la entrada de gente, esperándote. Con un seco «Gracias por venir», te coge por la manga de la chaqueta y te guía hasta una mesa donde está instalada una chica a la que no conoces. Tiene un aura especial que la distingue del resto de la gente. Un aura que parece repeler las partículas de luz que circulan por el local.
—Ivanka es una amiga búlgara —explica Alfred.
—Encantado —la saludas, estrechando la nívea mano cubierta de tatuajes que siguen escalando por el brazo hasta desaparecer bajo la manga de la blusa negra.
—Jericó es el amigo de mi padre del que te he hablado —le comenta Alfred—. Por cierto, ¿quieres beber algo, Jericó?
—Whisky con hielo, ¡si puede ser Johnnie Walker, mejor!
Alfred va hacia la barra a buscar la bebida y te quedas absorto con la mirada fría y desvaída de Ivanka.
—¿A qué te dedicas? —le preguntas para romper el hielo.
—Soy puta.
Te ha dejado KO. Más que nada por la naturalidad y la frialdad con que ha respondido, porque el aspecto físico y la forma de vestir no lo desmienten.
—¿Y tú?
Buena pregunta. Sonríes antes de responderle. No sabes por qué, la chica te inspira franqueza.
—Soy un fracasado, un mentiroso y un cabrón. Además de cínico, encubridor y no sé cuántas cosas más.
Ni se ha inmutado.
—Conozco a muchos como tú.
—¿Sí? No me extraña. ¡Con los tiempos que corren!
No cabe duda de que, a pesar de la franqueza, la chica intimida. Es como si ese cuerpo níveo y fantasmal, adornado de tatuajes, no albergara un alma.
—¿Habías sido alguna otra cosa antes que puta? —le insistes.
—Sí.
Como no precisa más, juegas a adivinar. Te cuesta imaginar qué podría haber sido, así que le apuntas lo primero que te viene a la cabeza:
—¿Dependienta de tienda?
—No.
Es como una escultura de hielo. Vuelves a probar suerte:
—¿Maestra?
—No.
Ha conseguido ridiculizarte. Por fin comprendes que eso es precisamente lo que pretendía. Desde el primer momento, has intentado hacerte el simpático y ella te ha atraído con su actitud indiferente y glacial: «No me atosigues, idiota.» Y ahora, cuando te tiene contra las cuerdas de tu propia simplicidad, el directo de gracia:
—Antes que puta, he sido hija de puta.
Tiras la toalla. ¿Cuándo aprenderás, Jericó, a ser prudente y analítico? ¡Si la mirada apagada y sin vida de la chica habla por sí sola! ¿Eres tonto o qué?
Esperas a Alfred sin mediar palabra, molesto porque Ivanka no ha esquivado tu mirada ningún momento, al contrario, parece complacerse en tu incomodidad.
Por fin, llega el escritor con el whisky en una mano y una Voll Damm en la otra.
—Johnnie Walker, como habías pedido —te confirma, dándote el vaso.
Seguidamente, tiende la Voll Damm a Ivanka, que la coge por el extremo con el dedo corazón y bebe un largo sorbo echando la cabeza hacia atrás. Entonces descubres el extraño collar: una cadena de acero con un candado. Te recuerda el que llevaba un
enfant terrible
de la música, Sid Vicious, el bajo de los Sex Pistols.
Alfred se sienta a tu lado. Está muy flaco y demacrado. Tiene los ojos hundidos en las cuencas y su cháchara es nerviosa.
—Siento haberte molestado a estas horas, pero necesitaba contártelo todo. No puedo callar más. Estoy jodido, Jericó, pero que bien jodido.
—Tranquilo, Alfred, trata de relajarte y cuéntame lo que necesitas soltar. Tengo todo el tiempo del mundo.
La chica lo interrumpe.
—Este tipo no es de fiar, Alfred. Ve con cuidado.
Los dos os quedáis mirándola, pero ella bebe un sorbo de cerveza, completamente indiferente.
—Ivanka y yo nos conocemos desde hace tiempo…
—Si estás seguro de querer confiárselo —corta ella—, ¡ve al grano!
—De acuerdo, de acuerdo —asiente Alfred levantando las manos abiertas en actitud de tregua—. Ivanka es una prostituta experta en sadomasoquismo y yo soy cliente suyo desde hace tiempo…
—¡Ni ha pestañeado! Olvídate de él. Yo me largo. —Esta vez la chica se ha levantado. Es muy alta y delgada, con curvas donde corresponde.
—¡Claro que no he pestañeado! —te apresuras a intervenir antes de que ella se marche—. Sé que recibes a tus clientes en la calle Pelai y también que atiendes a algunos amigos míos, además de a Alfred.
¡Buen golpe! La has parado, Jericó. Alfred te mira sorprendido.
—¿Qué clientes? —te pregunta ella.
Estás a punto de mencionar a Anna, pues sabes que la ha visitado, pero un
daimon
interno te empuja a pronunciar otro nombre:
—Gabriel Fonseca, por ejemplo.
Esta vez se le ha iluminado fugazmente la mirada desvaída. Vuelve a su asiento y, sin quitarte los ojos de encima, interpela a Alfred:
—¡Adelante, imbécil, suéltalo todo!
Has arriesgado y dado en el clavo por una especie de intuición fortuita. ¿Gabo, sadomasoquista? El asunto se pone interesante.
—¿Y cómo sabes que Gabriel es cliente mío?
¡Deprisa! ¡Piensa rápido o echarás a perder el golpe de suerte! No se te ocurre nada y si mientes mal lo estropearás todo. Así que optas por la vía del misterio:
—No puedo decírtelo, pero lo sé.
El silencio que sigue quema. Alfred la observa desconcertado. Los ojos de Ivanka no desvelan nada.
—¡Confía en mí, Alfred! Cuéntame lo que tenías previsto explicarme —le solicitas, observando de reojo a Ivanka.
Alfred vuelve a mirarla. Ha descifrado algo en el rictus indiferente de la chica, porque se aclara la voz con un sorbo de cerveza y empieza:
—Ivanka me llamó hace cuatro semanas porque le habían hecho un encargo que en su opinión podía interesarme. Un cliente habitual le había preguntado si conocía a algún escritor dispuesto a escribir relatos sadomasoquistas. Un trabajo bien pagado. Ella pensó en mí. Me preguntó y yo le contesté que necesitaba pasta y que, por tanto, me interesaba. Se ofreció a hacer de intermediaria en su propio piso de la calle Pelai a cambio de un porcentaje, porque ella jamás hace nada por nada.
Ivanka lo detiene en este preciso instante:
—Ya te he comentado que, antes que puta, fui hija de puta. Aprendí mucho de mi madre.
—Nos encontramos al cabo de dos días —continúa Alfred—, en su piso. El cliente era Gabriel Fonseca, el acaudalado financiero y coleccionista de arte moderno que, según dices, es amigo tuyo, ¿no?
—Más o menos —contestas, aún desconcertado por la relación entre Gabo y la chica.
Como si te hubiera leído el pensamiento, ella interviene:
—¿Te extraña que un hombre de la posición social de Gabriel Fonseca me visite? Soy la mejor esclava que un amo haya tenido nunca. No siento el dolor, nada me espanta. Mi cuerpo es el molde perfecto para un amo exigente.
Te ha asustado. No parece del todo humana. Físicamente da la impresión de ser frágil, la palidez de su piel realza esta apariencia frangible. Pero su mirada y su inexpresividad resultan horripilantes. Alfred, molesto, reclama tu atención:
—Gabriel me preguntó si era capaz de escribir dos relatos de contenido sádico ambientados en la época del marqués de Sade, el gran maestro de los libertinos. «¡Ha dado con la persona idónea!», le aseguré. «Soy escritor profesional, ferviente admirador de la pluma del marqués, cuya vida y obra conozco bastante bien.» Se alegró sobremanera. Le dedicó un par de piropos a Ivanka por la elección y se centró en el encargo. Consistía en escribir dos relatos de no más de veinte folios que ambientasen algunas de las ocurrencias libertinas del marqués y que se pudieran leer en público, porque tenía pensado que un lector los leyera mientras unos actores representaban con mímica los hechos narrados.
Alfred se detiene para beber un sorbo de cerveza.
—Acordamos un precio y me dio cuatro días para tenerlo todo listo. Ivanka le exigió un adelanto sobre el precio.
—Si no tienes inconveniente, ¿cuánto te ofreció por los relatos?
—Diez mil. Tres mil por aceptar el encargo y el resto a la entrega de los relatos.
—No está nada mal.
—¿Tal como está el mundo de la escritura? ¡No! El caso es que esa misma tarde me encerré para escribir y en solo tres días confeccioné dos relatos en torno a dos actos libertinos del marqués siguiendo un orden cronológico: la humillación de Jeanne Testard y los hechos de Marsella.
¡Dios mío, Jericó! Ya sabes quién es la pluma responsable de los relatos del juego de Sade. Estás sorprendido y cautivado a la vez por el descubrimiento, pero más aún por un hecho que no puedes preguntarle sin traicionar tu participación en el juego y el conocimiento de los relatos. Si Alfred escribió el texto de Jeanne Testard, sin duda tuvo que reconocer la escenografía que el asesino de Magda había exhibido en el cadáver de la chica.
—Gabriel los leyó en el piso de Ivanka y me felicitó por el trabajo. Le habían gustado mucho, tanto en lo referente al aspecto literario como porque se adecuaban a sus necesidades. Me entregó los siete mil restantes, me hizo jurar que sería discreto y se marchó visiblemente satisfecho. El caso, Jericó, es que si hubieras leído mi escrito de Jeanne Testard… ¡El cuerpo sin vida de Magda representaba a Jeanne!
¡Aquí querías ir a parar! Finges no entenderlo, con mucho cuidado, porque Ivanka no te quita ojo.
—El marqués de Sade —se explaya Alfred— abusó de Jeanne Testard, una trabajadora de una fábrica de abanicos, la sodomizó y humilló. ¿Recuerdas el abanico entre los brazos de la pobre Magda? ¿Recuerdas el vibrador en el culo?
Asientes con la cabeza, midiendo cuidadosamente tus movimientos y escogiendo las palabras.
—No entiendo adónde quieres ir a parar.
—Pues, parece obvio —interviene ella—: si el cadáver de la chica representaba una escena que había escrito Alfred, entonces es que el asesino la había leído.
—Eso nos conduce a dos personas: a ti, Alfred, o a Ga- briel.
Al chico le tiemblan las manos y se le desencaja el rostro después de tu intervención.
—Yo no he sido, Jericó. Te lo juro por lo que más quieras.
Jericó: ¡qué laberinto! Ya no sabes qué pensar. Gabo y Anna apuntaban al chico y ahora el chico e Ivanka señalan a Gabo. Alguien miente. Pero ¿quién?
También te viene a la mente la conversación de hace unas horas con Eduard, la revelación de las fotos de humillaciones y la anotación que Alfred hizo acerca de ti en la Moleskine. Todo se centrifuga en tu mente y te marea. Necesitas beber. Apuras el vaso de un sorbo y chupas uno de los cubitos mientras procuras pensar ordenadamente.
¡No te des por vencido, Jericó! Intenta aclarar algo sin revelar tu posición privilegiada y comprometida a la vez.