«¿El dependiente de la tienda de ropa muerto en mi despacho? ¡Esta chica delira!» ¿Cómo es posible? Nadie tiene las llaves de Jericó Builts, salvo tú, Fina, la entrañable mujer de la limpieza, y Estanis, el abnegado contable y hombre fiel que comenzó contigo cuando casi no ganabas lo suficiente para cubrir el alquiler.
—¿Me tomas el pelo?
—¡Qué más quisiera! Pero es cierto, Jericó, hemos encontrado a Josep muerto en tu despacho.
—¡Imposible! Tan solo tres personas tenemos las llaves.
—Creemos que han metido el cadáver por el patio de luces. Una ventana estaba abierta. Jota ha entrado por ella y se lo ha encontrado muerto sobre la mesa.
—¡Un momento! ¿Me estás diciendo que habéis entrado sin permiso?
—Pues sí. No conseguíamos localizar a Josep en ningún sitio. Hicimos averiguaciones en todos los lugares que frecuenta, y nada. Me aseguré de que no estuviera con Shaina. Entonces, Jota ha tenido un presentimiento. Es un chico especial. «¿Y si echamos un vistazo en el despacho del pichafloja?», ha sugerido. No íbamos a perder nada comprobándolo. Sí, lo sé, puede resultar inverosímil, pero Jota no es de este mundo. Es un visionario. Hemos acudido a tu despacho, hemos intentado entrar. Él mismo ha descubierto la ventana abierta del archivo que da al patio de luces y se ha colado por ella. ¡Suerte que estás en el primer piso! Lo esperábamos expectantes. Cuando ha salido llevaba la muerte en el rostro, el fin de nuestro colega. «Está aquí, muerto, y todo parece apuntar a que ha sido el puto pichafloja», ha soltado con ira. Yo no me lo he tragado. No creía, y sigo sin creerlo, que un tipo como tú fuera capaz de eso. Con la ayuda de los compañeros, he entrado en tu despacho y lo he visto con mis propios ojos: está muerto, un corte neto le secciona la garganta, está tirado sobre la mesa con una nota que le cuelga del cuello.
—¿Una nota?
—Sí, una nota que pone: «Por tirarte a mi mujer.»
Un nudo en la garganta te impide tragar saliva.
—Es una broma, ¿no?
—No, Jericó, hablo muy en serio.
Esto ya es demasiado. Una cosa es tener una aventura sodomita de una noche y otra muy distinta todo este follón que se está formando en torno al juego de Sade. Dos asesinatos consecutivos y uno en tu propio despacho, con una nota que te inculpa y que no has escrito.
—¡No entiendo nada! ¡Es increíble! —murmuras en un tono de fatiga e incredulidad.
Anna no te responde. Está inmersa en sus propios pensamientos.
—¿No creerás que he sido yo? —preguntas, inquieto por su silencio.
—Ya te he dicho que no, pero estás metido en un buen lío.
Lo que te faltaba: ¡cargar con un asesinato que no has cometido! Si tu vida no era ya bastante complicada, ahora es el apocalipsis.
—¿Habéis avisado a la policía?
—No. Jota y Víctor nos esperan. Abrirás el despacho y ya veremos qué podemos que hacer.
Ya queda poco para llegar. Estáis a la altura del número 170. Una manzana después está el párking donde estás abonado.
No das crédito a lo que está ocurriendo. En tan solo dos días y desde que pisaste el Donatien, todo han sido despropósitos y problemas. Si forma parte del juego de Sade, entonces es un entretenimiento que sobrepasa los límites. Dos cadáveres sobre el tablero y un sinfín de incógnitas que resolver.
No te ha pasado desapercibida la mirada de sorpresa de Manel, el vigilante del párking, cuando te ha visto cruzar por delante de la garita en compañía de Anna. La chica llama la atención y despierta suspicacias.
Cuando llegáis al edificio, Jota y Víctor se unen a vosotros en el portal. Por lo visto estaban observando vuestra llegada desde algún lugar próximo. Jota te golpea el riñón izquierdo con un golpe seco y disimulado. Te ha hecho daño.
—¡Eres un hijo de la gran puta, pichafloja! —te amenaza apretando los dientes—. ¡Si has sido tú, ya puedes ir haciendo las maletas, porque pienso arrancarte la piel a tiras!
Te vuelves, colérico, pero no puedes responder a la agresión por la espalda. Anna se ha interpuesto entre vosotros y advierte a sus compañeros:
—¡Calma, chicos! No sabemos a ciencia cierta si él es el responsable.
Subes las escaleras y vuelves a experimentar las mismas arcadas que cuando viste el cadáver de Magda sobre la cama.
La mano derecha te tiembla mientras sujetas la llave ante la cerradura de la puerta donde cuelga un letrero de diseño con el nombre comercial de tu fallida empresa, Jericó Builts, S. A. Miras hacia atrás antes de introducir la llave. Víctor resopla como un cerdo por el esfuerzo de subir escaleras, Anna sonríe impúdicamente y Jota te mira con mala baba. Te felicitas por la distinguida compañía. Doble vuelta a la cerradura de seguridad y abres la puerta de par en par, atemorizado por lo que encontrarás.
El gabinete está inundado por la luz del sol, debilitada por los ventanales traslúcidos que la tiñen de un color violáceo. La puerta del despacho está cerrada al fondo del comedor. Moderas el paso sin perder de vista, por encima del hombro, a la comitiva que te sigue.
Aferras el pomo de acero con el corazón en un puño, una sensación idéntica a la que experimentaste antes de entrar en el Donatien, pero esta vez aderezada de horror.
Cierras los ojos un momento antes de abrir y respiras hondo. Abres la puerta primero y los ojos después…
No hay nada encima de la mesa del despacho, salvo lo que es habitual: la luz, el escarabajo pisapapeles egipcio, el vaso de cristal de Murano que recoge la colección de bolígrafos y plumas, la carpeta de piel noble… ¡No hay ningún cadáver!
Te vuelves hacia Anna y los chicos, que siguen detrás de ti. Sonríen con aire infantil, como si disfrutaran de tu desconcierto.
—¿Una mentira? ¡Era una mentira! Aquí no hay ningún muerto. ¡Esta vez —amenazas a Anna con el dedo derecho— te has pasado de la raya! ¡No le veo la gracia!
Cuanto más te enfadas, más se ríen.
—Estoy harto de toda esta estupidez. Sois una panda de chalados; no quiero veros nunca más a menos de dos kilómetros de donde esté yo, ¿de acuerdo?
No has podido continuar expresando tu enojo, porque una voz procedente del pasado, con un acento argentino muy marcado y melódico, resuena en el despacho:
—No te metas con los chicos, Jericó, yo soy el responsable de esta broma.
Conmocionado, traspones la puerta buscando al propietario de la voz, y lo descubres sentado en una de las tres butacas de la mesa de reuniones redonda.
Con las piernas delgadas y largas cruzadas, vestido de gris perla y tras un movimiento de manos más propio de un prestidigitador, te da la bienvenida a casa:
—¿No te alegras de verme, amigo mío?
Gabriel Fonseca Mendes, Gabo para los amigos, ha apartado la silla y se ha levantado. Un metro ochenta y pico realzado por el corte del traje gris perla de sello Brioni. Te abraza enérgicamente.
—¡Relájate, Jericó! Estás agarrotado.
No es de extrañar. Estás viviendo una pesadilla y, de pronto, después de días de ausencia, reaparece el hombre que compró tu alma.
—Hace un rato he sabido de ti —le dejas caer, aún desconcertado.
—¿Sí?
—Un encuentro casual con una amiga que vive en Madrid me ha contado que vives en La Moraleja con aquella monitora de gimnasio…
—¡Susanna! Sí, estoy con ella y muy feliz. El mundo es grande, pero la curiosidad lo empequeñece, ya lo veo.
Os detenéis un momento para mediros con la mirada. Él no te lo dice, pero piensa que has envejecido, que los problemas que arrastras —y que él ignora en parte— no solo te han cubierto de blanco las sienes, sino que también los ojos han perdido su brillo. Tú, en cambio, lo ves igual que siempre.
Por unos instantes, la luz violácea y el candor del encuentro te hacen sentir como el Jericó de aquella fiesta en la que descubriste los urinarios artísticos. La presencia de Anna, que irrumpe con una pregunta dirigida a Gabo, te devuelve a la realidad:
—¿Os dejamos solos?
—No, Anna, quédate con nosotros. Vosotros dos —ordena, señalando a los chicos— podéis marcharos. ¡Y gracias! ¡Sois unos excelentes actores!
Jota y Víctor acogen satisfechos la felicitación y se despiden. Gabo dedica un gesto afectuoso a la nuca de Jota.
Cuando el golpe de la puerta os hace saber que estáis los tres solos en el despacho, Gabo os invita a ti y a Anna a sentaros a la mesa de reuniones.
—Tenemos que hablar, Jericó.
Anna es la primera en acomodarse, cosa que hace con el aire provocador que la caracteriza. Te disgusta advertir que Gabo espera a que tú también te sientes: por más que se trate del hombre que te enriqueció, estáis en tu despacho y te correspondería hacer de anfitrión.
—Siento haberte hecho venir de este modo, Jericó, pero la situación se nos está escapando de las manos —comienza Gabo, con un movimiento elegante—. Tenemos un problema muy serio en el juego, un imprevisto que ha ocasionado una muerte, un elemento desconocido que se escapa del guión previsto.
—Cuando hablas del juego —lo interrumpes—, ¿te refieres al juego de Sade?
—Sí —afirma con un movimiento delicado de las cejas.
—¿Tú estás detrás de esta barbaridad? ¡Tendría que habérmelo imaginado! Ahora entiendo la presencia del inmenso urinario en el Donatien.
—No te culpes, amigo mío, hacía demasiado tiempo que estábamos alejados físicamente, pero no he sido yo quien decidió que el urinario estuviera en el Donatien. Es un regalo de quien me invitó a jugar: el señor marqués de Sade.
—Pero, tú eres el marqués, ¿no?
—Todo a su tiempo, Jericó. Permíteme que te lo explique.
Su tono tranquilo disimula el fastidio que le causa tu interrupción y tu impaciencia. Gabo no tolera la impaciencia. Carraspea y con un gesto de solemnidad empieza:
—Hace un par de semanas recibí una llamada de un librero de los
quais
de París a quien suelo comprar ejemplares raros. Me declaró que tenía en su poder una carta escrita por Sade, del período de reclusión del marqués en la Bastilla. Me preguntó si me interesaba. «¡Claro! ¿Quién dice que no a la pluma del libertino más famoso de todos los tiempos?», le respondí. Cogí un vuelo al día siguiente y nos encontramos en su madriguera de rarezas. Pierre, así se llama el librero, me mostró un sobre cerrado y lacrado, y me contó que se lo había entregado un proveedor de su confianza, T. «No he abierto el sobre ni he visto la carta de Sade. Las instrucciones de T. eran muy claras y precisas: hacerte llegar la noticia de la carta y no abrir el sobre bajo ningún pretexto. Si lo hacía, mi vida estaría en peligro; si me limitaba a ejercer de emisario, como hago ahora, percibiría una suma importante. En el supuesto de que no mostraras interés, entonces debía devolvérsela.» Lo más sorprendente de todo es que la supuesta carta de Sade no iba a costarme un céntimo y eso, amigo mío, es algo que un hombre de negocios como yo no puede comprender. Al principio supuse que se trataba de una broma, pero eso no sería propio de Pierre, quien no me habría hecho volar a París para nada. «¿Qué puedes perder, Gabriel?», me pregunté. Acepté. Entonces, Pierre me hizo firmar una especie de albarán de entrega en cuyo encabezamiento figuraba con una caligrafía afilada: «
Le jeu de Sade
», y me entregó el sobre y un sello envuelto con un plástico, el mismo, una vez examinado, que habían empleado para cerrar la carta. Aunque lo tanteé sutilmente durante el café que siguió a la entrega, Pierre no añadió nada más sobre el asunto de la carta. Y, para ser sincero, creo que el librero se limitó a cumplir lo que le ordenaron. Volví a casa emocionado con la adquisición y en mi despacho abrí el sobre rompiendo el lacre. Dentro, estaba la carta doblada cuidadosamente. Me jugaría el brazo derecho a que es auténtica. Sade era, por encima de todo, un director de teatro. La vida misma, sus voluptuosidades y desmesuras, son una representación teatral con la finalidad de minar la falsa virtud ascética. ¡Exhibicionismo inmoral educativo! Pero tenía una enigmática y curiosa manía por los números. Las cifras están presentes en sus escritos, cartas y montajes literarios.
Las 120 jornadas de Sodoma
son un ejemplo: un banquero, un obispo, un juez, cuatro viejas narradoras de historias, ocho sodomitas, ocho propietarios de harenes, ocho mujeres, las historias deben ser explicadas a grupos de ciento cincuenta personas… Este mismo libro fue escrito meticulosamente en treinta y siete días durante su reclusión en la Bastilla, en la misma época en que redactó la carta que obra en mi poder, en un rollo de papel de doce metros de largo por diez centímetros de ancho que el mismo marqués confeccionó pegando cuartillas.
Vuelves a interrumpirlo.
—En el escrito de los hechos de Marsella que me entregó Anna también se menciona que anotaba y contaba los azotes a las prostitutas, y grabó el número con la ayuda de un cuchillo en la chimenea del cuarto.
Anna sonríe lascivamente:
—¡Ya veo que has hecho los deberes!
El comentario no ha agradado a Gabo, que le ha dirigido una mirada severa invitándola a callar y escuchar.
—Efectivamente, hay muchos otros ejemplos de su obsesión por los números, si me permitís acabar. —Aquí Gabo ha sido mesuradamente autoritario y os ha mirado a los dos—. En la carta que tengo en custodia establece un juego. Los participantes serán exactamente nueve personas. El juego consiste en recrear con estas nueve personas dos de sus fantasías eróticas. Uno de los nueve participantes era Magda. Y ya sabéis qué le ha pasado. Nosotros no somos responsables de su muerte. Pretendemos seguir los designios del marqués en la carta, pero algo no ha salido bien, Magda ha muerto y su asesinato nos ha puesto en un brete.
¿Por qué habrías de creerle, Jericó? Ya sabes cómo es Gabo: «Un asfixiante ambigüista», un mentiroso de solemnidades…
—No lo sé, no entiendo nada, sinceramente. Podrías ser más explícito. ¿Por qué nueve personas? ¿Por qué yo? ¿Por qué tú? ¿Por qué Anna? ¿Por qué Magda? Todo esto no tiene pies ni cabeza.
Gabo sonríe levemente. Con el dedo se acomoda las gafas
retro
en la nariz afilada y suspira.
—¡Jericó, el hombre de las preguntas! No has cambiado nada. Serás siempre un ilustrado acostumbrado a las certezas. ¿Con todo lo que te ha sucedido aún no has aprendido que la vida está llena de incertidumbres?
—Por este motivo quisiera tener detalles más concretos del juego.