—No, déjalo. Busca un lugar para sentarnos. Yo invito.
Ella se levanta y se va, sonriente, a buscar sitio en el Andreu mientras tú llamas a una de las camareras para pagarle el té verde.
No tardas ni dos minutos en aterrizar en un rincón de la barra oblonga donde te ha reservado un taburete alto.
—¿Qué es de tu vida, Blanca?
Alza el cuello y mira al techo, suspirando.
—Acabé los estudios de Filología Clásica y me casé con un editor veinte años mayor que yo, Eudald. Vivíamos en Madrid, porque él trabajaba allí. Era el editor de dos escritores de renombre. No tuvimos hijos, a pesar de que lo deseábamos, pero tampoco nos preocupó. Nos queríamos…
»Hace unos tres años le diagnosticaron una pancreatitis. Quince días después se iba de este mundo.
Lo ha expresado con tanta tristeza que te ha impactado.
—He tardado en superarlo —continúa—. Por suerte me dejó un buen legado y no tengo que preocuparme por el tema económico. Tengo un piso enorme en la Castellana, demasiado grande para una mujer sola, dos gatos y una cotorra. Trabajo de correctora en la editorial donde él editaba, salgo a tomar el café con las amigas y de vez en cuando voy al cine. He venido unos días a Barcelona, a casa de mis padres, para atender a mi madre: la han intervenido de cataratas.
Ahora te explicas que no hayáis coincidido en tantos años en la Ciudad Condal.
—¿Y tú, Jericó? ¿Cómo has empleado tu inmenso talento?
Se te hace un nudo en la garganta. No sabes por dónde comenzar. Te animas y vomitas:
—Pues yo acabé arquitectura, trabajé dos años en un estudio y, espoleado por el auge inmobiliario, monté una promotora. Gracias a Gabo Fonseca, comencé a conseguir un montón de proyectos millonarios y todo fue un vértigo…
Te interrumpe.
—¿Te refieres al señor Gabriel Fonseca, el financiero argentino y coleccionista de arte moderno?
—Sí, el de los mingitorios y otras excentricidades. ¿Lo conoces?
—No directamente, pero tenemos una amiga común, Patrícia Duran, una galerista de arte.
—Hace tiempo que no sé nada de él. No acabamos demasiado bien.
—Sé, por Pat, que reside en Madrid, en La Moraleja. Está casado con una chica muy joven que conoció en un gimnasio e incluso ha tenido una niña.
¡La monitora treinta años más joven! Así que Gabo, finalmente, apostó por la casilla del amor. ¡Hijoputa! ¡Maldito cabrón! Él, el sirviente de Asmodeo, reclutador de almas para el tabernáculo de la lujuria. Adquirió la tuya y quién sabe cuántas más. Y, por lo que cuenta Blanca, ha roto el contrato infernal, mientras vosotros, sus víctimas, ardéis atormentados por vuestros pe- cados.
—Me alegro de que sea feliz —manifiestas a regañadientes.
—¿Qué os pasó?
—Las relaciones se volvieron tensas en un viaje a Siracusa, en Sicilia. Surgieron desavenencias personales y financieras. Yo había desviado gran parte del capital de Jericó Builts, mi empresa, hacia la restauración artística arquitectónica. A él no le hacía ninguna gracia. Menospreciaba el arte clásico. Únicamente consideraba arte la producción posterior a los
ready mades
. El último día, en el transcurso de una cena con un hombre muy importante de Palermo —omites que era uno de los capos de la camorra— envió a hacer puñetas conscientemente millones de euros con su cinismo y asfixiante ambigüedad. Jericó Builts perdió la oportunidad de restaurar unos patrimonios muy importantes en la isla. Lo mandé a freír espárragos y, desde entonces, perdimos la complicidad comercial y la amistad, si es que alguna vez había existido.
Blanca permanece en silencio. Os detenéis para pedir a la camarera y aceptas el vino que ella escoge, porque demuestra ser una entendida en la materia.
—El vino nunca miente. No puede disfrazar su aroma ni su sabor. Es siempre honrado —comenta.
—¿Piensas quedarte muchos días?
—No tan deprisa, Jericó, has de acabar tu sinopsis vital.
No ha cambiado. Siempre le ha gustado llevar la batuta.
—Me casé con Shaina, una estudiante de modelo de origen marroquí que conocí en una fiesta de Gabo; tenemos una hija, Isaura, un cielo de niña, y poco más.
—O sea, que eres feliz…
No sabes qué responderle. Hace muchos años que no os veis, pero ha captado al vuelo tu vacilación. Os conocéis más de lo que parece.
Os sirven las dos copas de vino e inmediatamente después las tostadas de ibérico. Blanca huele el vino y lo cata con un gesto de satisfacción que la hace muy interesante. Shaina no sabe escucharlo. Ni se le habría ocurrido afirmar que «el vino nunca miente». No distingue un Bordeaux de un vino de batalla.
¡Qué no darías por volver atrás en el tiempo! Ahora, posiblemente, estarías aquí mismo con Blanca y podrías besarla.
Charláis animadamente y recordáis decenas de anécdotas. Se ha formado un aura especial a vuestro alrededor, al hilo de los relatos. Un aura que una llamada a tu móvil se encarga de rasgar.
Estás tan feliz y absorto en el encuentro que te has olvidado de llamar a Shaina, y ahora es ella la que telefonea para pedirte explicaciones. La imaginas sentada en la barra del sushi, con las piernas y los brazos cruzados y el ademán de impaciencia.
—¿No lo coges? —te pregunta.
—No. No es importante. Ya llamaré después a este imbé- cil.
—¿Sabes una cosa, Jericó? Se te siguen poniendo las orejas rojas cuando mientes.
Únicamente Blanca había descubierto el secreto para desenmascarar tus habilidades mentirosas. ¡Las orejas rojas!
Cuando te lo apuntó por primera vez, hace veinte años, te reíste y la desafiaste. Jugasteis a la prueba del polígrafo, pero sin cables, sensores ni instrumentos. Ella te formulaba una pregunta y tú tenías que responderla. Con los ojos clavados en tus orejas, adivinaba si habías mentido o no. Te quedaste atónito por el número de aciertos.
Hoy, las orejas siguen delatándote.
—¡Olvidaba que no puedo mentirte!
—Y, si lo haces, tienes que cubrirte las orejas.
Sonríe con aire de complicidad, pero muy pronto adopta un tono circunspecto.
—Si puedo ser sincera con un viejo amigo, me parece que no eres feliz, Jericó. Se te ha borrado la risa perenne. Los ojos ya no te brillan como antes.
Una pausa para digerir la franqueza.
—La llamada que no he respondido era de Shaina, mi mujer. Lo cierto es que nuestra relación se va a pique. Estamos juntos, pero nuestro matrimonio es… ¡una mierda!
—¿Y eso? ¡No es necesario que me hables de ello si no quieres! —Lo ha acompañado con un gesto de la mano muy expresivo.
—No, al contrario, ya no tiene ninguna importancia. El caso es que si seguimos juntos es por motivos económicos.
Te detienes y carraspeas para aclararte la voz.
—Tengo todo el patrimonio casi embargado. Estoy pendiente de una ejecución y no puedo deshacerme de ella hasta que todo acabe.
—¡Es muy triste, Jericó!
—Sí, lo es. Es un infierno tener que vivir y fingir con alguien por quien ya no sientes más que odio.
El rostro de Blanca recoge tu desencanto. Se le ha borrado la luz.
Suspiras.
—¡No he tenido suerte! ¡Simplemente es eso, Blanca, suerte! Me casé con ella para fascinar, es una mujer con un físico espectacular, pero… poco más.
Blanca parece algo incómoda.
—No puedes hablar así de la madre de tu hija. Hace un rato me has contado que era un cielo de niña. Míratelo desde esta perspectiva: gracias a ella tienes una hija a la que quieres.
—¡Ya lo creo! Es una niña maravillosa.
Ella bebe un sorbo de vino y tú la sigues.
—Yo tuve mucha suerte con Eudald. Era veinte años mayor, pero me dio afecto y amor. No era guapo ni feo, ¡pero tenía una dulzura! Me sentía segura a su lado, me sentía muy bien, Jericó.
—Has tenido suerte, Blanca.
—No, Jericó, no es simple cuestión de suerte. Tenemos lo que pensamos, lo que alimentamos dentro del corazón. Yo quería vivir junto a un hombre que me quisiera y me aceptara tal como soy, que fuera prudente y sensato, que apreciara los pequeños detalles de la vida, que lo son todo… Cuando era joven, me enamoré de un chico que ni me miraba. Era buena persona, pero muy ambicioso y sumamente inquieto. Me atraía mucho, tanto, que he pensado en él muchas veces a lo largo de los años. ¿Se habrá casado? ¿Tendrá hijos? ¿Dónde trabaja? ¿Dónde vive? Me hacía estas preguntas y muchas otras hasta que me repetía a mí misma: olvídate de él, seguro que es feliz, se lo merece.
—¿No te estarás refiriendo a Joan Brull, el guaperas del instituto?
Blanca emite un leve suspiro, deja perder la mirada por encima de la barra y levanta la cabeza para responderte.
—No tiene importancia, ya hace muchos años de eso. Pero este es tu problema, Jericó. Aún vives con la angustia de fascinar y conquistar. ¿Por qué, si no, habrías de haberlo llamado «el guaperas del instituto»? Era un narcisista insoportable.
—No lo sé, todas las chicas iban detrás de él…
Te interrumpe.
—¡Dejemos el pasado! ¿Cuántos años tiene tu hija?
—Trece; el martes cumple los catorce.
—Te esperan unos años difíciles de adolescencia.
—Si no cambia, lo lleva muy bien. ¡Es tan dulce y pura! No sabes cómo sufre por la deteriorada relación que tenemos con Shaina.
—Se hace muy difícil dar consejos en una situación así, pero creo que debes procurar evitarle el sufrimiento a toda costa. Ella no tiene ninguna culpa de lo que sucede entre vosotros.
Un silencio holgado se adueña de vosotros. Os miráis. Jurarías que sus ojos están llenos de compasión, y tú no soportas que te compadezcan, ni siquiera Blanca.
—¿Cómo conociste a Eudald?
—Yo trabajaba de correctora para el grupo Hannus, aquí, en Barcelona, y él era el flamante editor de dos escritores de
best sellers
. En la cena anual en Madrid nos presentaron. Charlamos un buen rato durante el aperitivo y, cuando terminó la cena, me invitó a tomar una copa. Y desde entonces fuimos quedando…, y acabamos juntos.
—¿Sabes? Aún mantengo el hábito de leer. Cuando he entrado en la FNAC, era con la intención de adquirir una novela de Sade.
—¿Sade? ¿El marqués de Sade?
—Sí.
—Era uno de los clásicos de cabecera de Eudald. Yo muchas veces le reprochaba que un hombre prudente y sensato como él leyera esas perversas atrocidades, y siempre me respondía que Sade era un gran escritor, víctima de la desmesura. «Su pluma, Blanca, es una de las mejores de la literatura clásica», aseguraba solemnemente.
—Lo he leído muy poco.
Justine
, de muy joven, en los tiempos del pub Zona. Y ahora, por motivos que no vienen al caso, me interesan el personaje y el escritor. Quería comprar
La filosofía en el tocador
.
—Mi difunto marido opinaba que su mejor obra era justamente esa y casi me obligó a leerla, pero no pasé de la página cuarenta. Me ofendían el cinismo y la perversión de Dolmancé y
madame
Saint-Ange.
Piensas, en silencio, en el relato de Jeanne Testard y en el de los hechos de Marsella. Rememoras las representaciones voluptuosas del marqués y cómo te está persiguiendo la sombra de ese libertino traspasado a un juego en el que desearías no haber entrado nunca.
¿Y si se lo explicaras? Te has atrevido a confiarle el fracaso conyugal, ¿por qué no le vomitas la bilis del juego de Sade?
No, eso sí que no. Te sientes muy feliz de haberla hallado y, no sabes muy bien por qué, el corazón te dice que el encuentro no ha sido casual. El juego de Sade podría estropearlo…
—¿Cuántos días vas a quedarte?
—No lo sé. Mi madre ya se encuentra mucho mejor. Es posible que hasta el viernes.
—No sabes cuánto me alegro de haberte visto.
—Esta vez no mientes, Jericó, no se te han enrojecido las orejas.
Después de la charla con Blanca, ves la vida de otra manera. Un soplo de aire fresco para aliviar los días de esterilidad en el alma.
La has acompañado hasta su vehículo, un Seat Ibiza blanco, estacionado en el párking de la Illa, una planta por debajo de donde has aparcado el Cayenne. Te ha proporcionado su número de móvil y le has prometido que cuando vayas a Madrid la llamarás. Ella se ha mostrado muy feliz ante esta propuesta. Afortunadamente, no te ha preguntado si te la querías ligar, porque te tendrías que haber cubierto las orejas.
Conservas en los labios la dulzura del beso de despedida en la mejilla y la fragancia de la colonia Chloé aliada con el delicado aroma de su piel.
¿Lo ves, Jericó? ¿Ves como eres un romántico? Con una esposa como Blanca, todo habría sido diferente, habrías tomado el camino del corazón y…
«¿Y qué me dices de Isaura? Mi hija no existiría. Quizás habríamos engendrado otros hijos maravillosos, pero no a Isaura.»
Es cierto, amigo mío. O tal vez no habrías podido tener hijos, recuerda que Blanca no ha tenido descendencia con su difunto esposo. Me complace que seas capaz de verlo desde este ángulo. También es el camino del corazón.
Subes a la planta del sótano donde tienes el vehículo sintiéndote extrañamente feliz. El encuentro con Blanca y el amor incondicional hacia tu hija te reconfortan, alejan los ásperos avatares en los cuales te has visto inmerso: la ruina económica, un matrimonio resquebrajado, el juego de Sade o el asesinato de Magda.
Pulsas el mando a distancia para abrir el Cayenne. El parpadeo de las luces te ayuda a localizar dónde está. Abres de par en par la puerta y te sientas al volante. Aún no has arrancado el motor cuando la puerta del acompañante del conductor se abre y ella se acomoda como una exhalación.
—¡Hola, semental!
—¡Oh, no! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Hazme el favor de salir de mi coche ahora mismo!
—¡No estoy de humor! Arranca y sal del párking, tengo que enseñarte una cosa —te ordena secamente.
—Mira, Anna, ya te lo he dicho: ¡no quiero saber nada más del juego de Sade!
Va vestida de látex negro, muy ceñida. El maquillaje casa con la agresividad de la vestimenta. Unas sombras le realzan los ojos azules.
—Pues, mira por dónde, me da la impresión de que no va a ser tan fácil, porque parece que alguien quiere involucrarte más de la cuenta, ¡y cómo!
—¿Qué quieres decir?
—Venga, arranca y vámonos.
«¿Por qué?», te preguntas. ¿Porque cuando creías haber descubierto el oasis en medio del desierto resultó que era un espejismo?