No has acabado de servirte, cuando una voz femenina, procedente del sofá, te provoca un susto de muerte:
—¿Me sirves una copa, semental?
Al volverte bruscamente has soltado la botella de la mano y se ha estrellado en el suelo. Es Anna, la chica rubia del cabello en punta del Donatien.
—¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?
Está sentada con las piernas cruzadas. Viste de látex negro y luce un color de labios rojizo eléctrico.
—¡Voy a llamar a la policía! —la amenazas, dirigiéndote al teléfono fijo.
La intimidación no ha sido bastante convincente. La chica ni se ha inmutado.
—¡Harás el ridículo! —exclama, sonriente—. Les contaré que me has invitado a tu casa y que, de repente, te pusiste pesado. No he forzado ninguna cerradura ni he roto ningún vidrio. He entrado con las llaves. —Y levanta la mano derecha para mostrarte un llavero que conoces muy bien.
Te detienes.
—¿Cómo es que tienes el llavero de Shaina?
—Venga, semental, siéntate conmigo, que tenemos que hablar. ¿Sabes que estás muy atractivo con ese albornoz?
Todo te parece una locura, pero acabas cediendo y te sientas en la punta de un sofá, cara a cara con Anna.
—Ponte cómodo, no te quedes ahí en el filo . ¡Estás en tu casa!
Colérico, la obedeces y te acomodas. Su tono es sereno e insolente a la vez.
—¿Cómo es que tienes el llavero de Shaina? —vuelves a preguntarle.
—Shaina está con Josep, ese chico tan guapo que hacía de La Grange en la representación, ¿te acuerdas? Estaban tan atareados que me ha sido muy fácil cogerle en préstamo las llaves del bolso. De hecho, Josep la tendrá ocupada hasta muy tarde, o sea que no tenemos prisa, semental, podemos estar muy tranquilos.
La insolencia de la chica te irrita.
—¿Qué buscas? ¿Quieres pasta? ¿De qué va todo esto?
—Solo queremos jugar —afirma con picardía.
—¿Jugar? ¿Jugar a qué?
—Al marqués de Sade.
—¡Tú estás chalada! No tengo la menor intención de jugar al marqués de Sade ni a nada de todo eso, ¿me entiendes?
Se ha adelantado y, acariciándose los pechos, te pregunta:
—¿Tan mal lo pasaste ayer por la noche? ¡Yo diría que te gustó bastante metérmela por el culo!
Resoplas, exasperado por esta insensata situación.
—Escucha, por favor, deja las llaves sobre la mesa y lárgate o avisaré a la policía. ¡Quizá puedas explicarles algo de Magda!
¡Has dado en el blanco, Jericó! Se le ha borrado fugazmente la sonrisa del rostro.
—Nadie te obligó a venir al Donatien. Mordiste el anzuelo, entraste en el juego y ahora debes continuar. Además, nos mentiste con el nombre. Así que Miquel, ¿eh? Te llamas Jericó. Un nombre ciertamente extraño.
—¿Morder el anzuelo? Sí, Toni, el camarero, me habló de eso. ¿Quién es el hombre misterioso que le dio la tarjeta para mí?
—¡No sé de qué me hablas!
—¡Basta! ¡No quiero seguir! No tengo ganas de continuar jugando a nada. Me olvido del Donatien, de ti, del jodido marqués y del imbécil que se tira a mi mujer. ¡De todos! Y se acabó la broma, ¿de acuerdo?
Ha acompañado el gesto negativo que esboza con la cabeza con unos chillidos suaves.
—No funciona así, semental. Cuando alguien entra en el juego, ya no puede salir de él hasta que el marqués lo decide. Son las reglas.
—Ya veo que eres tozuda como una mula. Muy bien, llamaré a la policía. Le explicaremos lo que pasó en el Donatien y de paso dejaremos caer que posiblemente alguien del maldito juego se entretuvo montando una estampa macabra con la pobre Magda.
La chica se levanta y se dirige hacia ti con decisión. Se sienta en tu regazo. La aceptas con impasible perplejidad.
—Nosotros nunca habríamos hecho una cosa así a Magda. El divino marqués no se excitaba matando. Disciplinaba a sus víctimas, las sodomizaba, las escandalizaba, las humillaba, hacía que disfrutaran…, pero no mataba a nadie.
Acerca sus labios a los tuyos.
—Continúa jugando, semental, y no te arrepentirás. ¡Tengo muchas cosas excitantes que enseñarte!
Te besa. Sientes el ardor de sus labios en los tuyos y, en contraste, la frialdad del
piercing
en la lengua.
—¡Se te ha puesto tiesa! Noto cómo se endurece debajo de mis nalgas.
¡Estás acabado, Jericó! No sabes qué te pasa, pero no reaccionas. Anna tiene razón: estás empalmado.
La chica se levanta poco a poco, premeditadamente erótica, y te sonríe mientras se separa de ti.
—El martes por la noche nos encontraremos otra vez y recrearemos los hechos de Marsella, un nuevo juego del divino marqués. Te he dejado sobre la mesa —extiende el brazo derecho señalando la mesa del comedor— un sobre con todas las instrucciones. Ya lo leerás. Llama al móvil que figura en la tarjeta, pero hazlo el mismo martes a partir de las ocho de la tarde. Ahora me marcho, te dejo solito. Antes de pelártela, recoge los cristales del suelo. No vaya a ser que te cortes. Tengo que volver a dejar las llaves en el bolso de tu mujer.
Te lanza un beso con la mano y te guiña el ojo.
—¡Espera! ¿Dónde está Shaina?
Te sonríe lascivamente.
—Además de semental, eres un cotilla. Shaina y Josep están bien instalados en un hotel de la ciudad, sufragado por ti. No te preocupes por ella. ¡Es una guarra! ¿Sabes cuál es la especialidad de Josep que más le gusta?
—No.
—¡Que la penetre por detrás! Deberías oír sus gemidos de placer.
Te has quedado hundido en el sofá, mirando a Anna mientras esta desaparece por la puerta de entrada y con el enojo de saber que a Shaina le gusta la sodomía.
¿Lo ves, Jericó? ¡Lo que te has estado perdiendo! Nunca te lo ha pedido, ni tú te has atrevido a proponérselo. Contigo se limita a ser una vagina receptiva y pasiva. Mientras tanto, con su amante, se ha entregado al juego erótico, se ha desinhibido.
¡Jericó, por Dios! ¿Eres idiota o qué? Una desconocida entra en tu casa sin avisar con las llaves de tu mujer. Te amenaza y te invita a seguir un extraño juego que hipotéticamente ha causado la muerte de una joven, ¿y lo único que se te ocurre es pensar en tu patética relación sexual con Shaina? ¡Te has vuelto loco! ¿No te das cuenta de dónde te has metido? ¡Jericó, por favor, sé sensato! Sienta la cabeza, aunque solo sea por Isaura.
«¿Y qué tengo que hacer? ¿No comprendes que este juego es una especie de jaula?»
¿Juego? ¡Aquí no hay ningún juego, Jericó! ¿O acaso estás tan enfermo que ya no disciernes un juego de una salvajada degenerada? Te recuerdo que hay un cadáver de por medio y, a pesar de las excusas de esta furcia, ¿cómo es que el cuerpo sin vida de Magda continuaba interpretando el juego? ¡Yo en tu lugar, Jericó, hablaría con el inspector de los Mossos d’Esquadra!
Hace rato que observas el sobre que ha dejado Anna sobre la mesa, mientras uno de tus yoes te interpela y te aconseja. Dudas. «¿Lo rompo o lo leo?» Decides leerlo.
¡Bien hecho, Jericó! ¡No escuches a este aguafiestas meapilas! Recuerda a Freud: principio de realidad. Si estás en el juego, juegas y punto. ¿Hasta dónde? Hasta donde haga falta. Ya no tienes nada que perder, ¿recuerdas?
El sobre es blanco, de medida DIN A4, de cierre triangular. Está lacrado en el vértice de apertura. En el lacre, hay estampado un sello redondo con la leyenda DAF.
¿DAF? ¿Dónde lo has visto antes? Te esfuerzas en recordar. Sí, claro, lo has leído en una web de Sade, esta misma mañana, cuando buscabas información sobre el marqués en la red. DAF son las iniciales del nombre completo de Sade: Donatien Alphonse François.
Lo abres cuidadosamente con la ayuda de un cuchillo, procurando conservar el sello. Dentro hay un pliego de folios cosidos por un extremo y una tarjeta idéntica a la que te había entregado Toni, el camarero, pero con un contenido distinto.
En ella aparece escrito: «
Marseille, rue Aubagne.
» Abajo, un número de teléfono móvil que, según te parece recordar, coincide con el de la otra. Detrás, con caligrafía afilada, está lo que sin duda es la contraseña: «
Les bombons de cantaride.
»
Buscas en el registro de llamadas emitidas de la Black el número de móvil correspondiente a la tarjeta del Donatien. Pues no, no coinciden. Se parecen, pero son diferentes.
Anna te ha ordenado que llamaras el mismo martes a partir de las ocho de la tarde. Pero la curiosidad te corroe. Marcas el número. Nadie responde.
Todo es una locura. Es rocambolesco y desconcertante, pero debes admitir que el cóctel de sexo y peligro entrañan cierto atractivo.
Vuelves al comedor, coges el pliego de folios y te sientas en el sofá. Los hojeas un rato. Se trata de una especie de relato similar al que el tipo de la peluca blanca empolvada leyó en el Donatien mientras los actores representaban la narración. Inicias la lectura…
Un momento, Jericó, ¿te das cuenta de lo que vas a hacer? Si lo lees…, ¡estarás siguiendo el juego! ¿De verdad quieres continuar con este desatino? ¿Quieres acabar mal? ¡Bueno, luego no me digas que no te avisé!
Marsella, 27 de junio de 1772
Son las nueve menos cuarto y en la Rue Aubagne reina el bullicio propio de un sábado por la mañana. El mar destila un fresco perfume fresco que los puestos de las pescaderas, que muestran en cajas de madera las capturas, profanan con el hedor de pescado pasado. El marqués de Sade —hombre refinado y muy atento a los asuntos sensoriales— se cubre la boca y la nariz con un pañuelo de encaje perfumado. A pesar del tropel que invade la calle, el gentilhombre no pasa desapercibido debido a la elegancia de su atuendo. La gente lo mira y, a él, le gusta exponerse. La levita gris, con forro azul, contrasta agradablemente con el rosado claro de las calzas de seda. Tocado con un sombrero de ala ancha que exhibe una pluma corta de ave, el marqués avanza por esa calle de mala nota con la barbilla levantada. Su sirviente, Latour, lo mira como si se tratara de su sombra. Latour no es excesivamente corpulento, pero la blusa marinera a rayas azules que viste y sus rudos andares encajan bien en el ambiente de la Rue Aubagne.
La presencia de Latour y el afilado espadín que Sade luce al cinto resultan lo bastante intimidatorios para mantener a raya a rateros y bribones. Además, el marqués lleva un bastón con un pomo dorado que eleva enérgicamente a cada paso.
El marqués se detiene en un punto de la calle donde el tráfico es fluido y, volviéndose hacia Latour, comenta
:
—No recuerdo exactamente el número.
—El número diecisiete, señor marqués.
El señor calcula la distancia que falta para llegar a la casa en cuestión y sonríe satisfecho al comprobar que está tan solo a cuatro pasos. Hace bochorno y está cansado, porque la noche anterior ha estado cenando con unos comediantes de Marsella a los cuales quiere reclutar para sus representaciones teatrales en el castillo de Lacoste.
Se mira los zapatos de charol blancos y percibe con contrariedad que una de las hebillas doradas se ha descosido y está a punto de caerse.
Advierte de este hecho a Latour, que se agacha delante del marqués, deja en el suelo una especie de pequeño baúl y comprueba el estado de la hebilla.
—Me temo que se caerá, porque pende de un hilo. Le sugiero que me permita arrancarla. Me la guardaré en el bolsillo para que el maestro zapatero del señor marqués la arregle.
Sade se lo piensa antes de asentir, porque el asunto le disgusta. Todos los detalles son importantes para él, incluso los más insignificantes resultan indispensables para la solemnidad del acto global. Como en una representación teatral, las partes componen el todo. Finalmente acaba accediendo y contempla con gesto de contrariedad el zapato izquierdo sin la hebilla dorada.
—¡Cuidado con el baúl, Latour! Solo faltaría que rompieras la bombonera de cristal que hay dentro. Su contenido es esencial para el asunto que hoy nos ocupa.
El criado no sabe qué hay dentro del baúl. Tampoco sabe que los dulces de anís de la bombonera contienen cantárida. Se trata del polvo de un insecto carnívoro, la mosca española, a la cual atribuyen propiedades afrodisíacas. El marqués, que ha colaborado con la cocinera del castillo de Lacoste en la preparación de los confites, está impaciente por comprobar los efectos de la cantárida en unas furcias; quiere averiguar si, en efecto, las leyendas cortesanas que corren son ciertas y el consumidor del afrodisíaco acaba perdiendo la voluntad y se entrega a una voluptuosidad irrefrenable.
Tú, Jericó, ya habías oído hablar de la mosca española como afrodisíaco. Fue en una de las fiestas de Gabo. Los dos mirabais a la sobrina de Arquímedes Abreu, una chica de veinte años, un bomboncito. Sobre la chica planeaba una leyenda negra. No se le conocía ninguna relación sentimental ni erótica, y los pocos que habían intimado con ella aseguraban que era frígida. «Si no fuera por el afecto que me inspira Arquímedes, me encantaría embriagarla con la mosca española», te comentó Gabo. Entonces, le preguntaste qué era la mosca española y él te explicó que era un afrodisíaco obtenido de un insecto. Era el secreto alquímico erótico de grandes conquistadores, como Casanova. «¿Funciona, realmente?», lo interrogaste. Te sonrió, mirando por encima de las gafas
retro
y la barbilla apuntándole al pecho. «¡Sí, pero ni comparación con la cocaína o la mescalina!», te sentenció con convencimiento.
Aparcas la fiesta en la memoria y continúas leyendo…
Cuando llegan al número diecisiete bis, Latour llama la atención del señor marqués que, distraído, pasaba de largo. Sade se detiene al punto y echa un rápido vistazo a la fachada de una casa de cuatro plantas que no tiene nada de especial ni se diferencia de los demás edificios de la Rue Aubagne. La mediocridad lo irrita. «¿Por qué todas las casas tienen que ser tan similares?», se pregunta. De pronto advierte que, en uno de los cuatro ventanales del segundo piso, una jovencita pecosa y con el cabello recogido en una cola lo observa con curiosidad.
Latour se dirige a su señor
:
—Es una de las chicas, se llama Rose Coste.
—¡Arriba, pues, ve delante!
El criado marca el camino hasta el piso de una prostituta muy popular en el barrio, llamada Mariette Borelly. Es una joven de la Provenza a quien Latour había visitado previamente para concertar, juntamente con otra mujerzuela de la misma calle, Marianne Laverne, la distinguida visita del señor marqués.