El tráfico es fluido a esta hora, compás de espera entre la entrada y la salida de los colegios. Conoces muy bien los alrededores del piso de Magda. Es delante mismo del Gargantúa y Pantagruel, en la calle de Aragó, un restaurante que has frecuentado, y muy cerca de EADA, la escuela de negocios donde impartiste clases de gestión empresarial durante algún tiempo.
Respetas el silencio de tu amigo. Está inquieto y nervioso, y tú también te has contagiado de su estado emocional. Ayer por la noche, Jericó, estuviste con Magda. Recuerdas su sonrisa lasciva cuando te sirvió el cóctel Jeanne Testard y sobre todo la expresión de placer insoslayable cuando el marqués de Sade apócrifo la sodomizaba.
«¿Y si su muerte tuviera algo que ver con todo eso?»
¡Relájate, chaval! ¡No te obsesiones otra vez con suposiciones grotescas!
—Alfred estaba aterrorizado. ¿Qué debe de haber pasado? ¿Un asesinato? ¿Y quién querría matar a una joven actriz?
La batería de preguntas de Eduard contribuye a preocuparte. El misterio sádico que rodea el Donatien no presagia nada bueno. ¿No crees que deberías explicárselo? En estas circunstancias, un verdadero amigo cantaría. Pero no lo haces. Ya no es únicamente el pudor. Tras tu silencio también se oculta el miedo.
No abres la boca en todo el trayecto. Escuchas lo que dice, comentarios inverosímiles sobre la relación de su hijo con Magda. Los recoges aparentemente impasible, pero interiormente convulso.
¡Ya habéis llegado! Estacionas en el párking que hay en la esquina de la escuela de negocios y salís a toda prisa hacia vuestro destino. El corazón se te acelera subiendo las escaleras empinadas. No habéis esperado el ascensor, aunque os dirigís a un cuarto piso. Pero las diligencias no te impiden captar el olor saturado que impera en la escalera, una atmósfera pesada que parece aumentar la edad del edificio.
Eduard llama dos veces al timbre. El rostro del chico, al abrir, es todo un poema. Desencajado y con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Dónde está? —le pregunta su padre sin más preámbulos.
—En el dormitorio, al final del pasillo a la izquierda.
Tú lo sigues, pero Alfred se demora en la puerta de entrada. El corredor es largo, adornado con litografías baratas. Intuyes cuál de las dos puertas conduce al dormitorio. Por la puerta, gotea una luz rojiza, como si los rayos del sol se tiñeran de sangre al cruzar la habitación. El corazón te late cada vez más enloquecido. Eduard detiene su ímpetu al ver el interior del cuarto. Tú, detrás de él, observas con pena.
—¡Dios mío! ¿Quién ha podido hacer algo así?
La exclamación de tu amigo se queda corta. El espectáculo es tan horripilante que enseguida te sobrevienen arcadas.
Lo contemplas estupefacto mientras él se acerca al borde de la cama, se santigua y mueve la cabeza como si no quisiera creer lo que está viendo. Tú tampoco quisieras creerlo, Jericó. Te gustaría pensar que es un desvarío onírico, pero el sudor frío que te empapa la camisa es demasiado real.
Eduard abre el maletín, se pone unos guantes de plástico y le toma el pulso a la chica.
—¿Está muerta?
«¿Muerta? ¿Cómo no va a estar muerta, si la han degollado?» La presencia de Alfred detrás de ti te inoportuna. Te apartas a un lado, sin acabar de entrar, recelando de lo que ves.
Eduard se aleja de la cama y reclama a su hijo.
—Deprisa, llama al 112.
El chico, medio anestesiado, desaparece por el corredor.
Nunca supusiste que te encontrarías en semejante situación. Has visto muchas películas, has leído novela negra, pero la realidad supera la ficción. Magda está boca arriba sobre la cama. La sangre que le ha brotado del corte nítido en el cuello no resta esplendor al cuerpo desnudo, que mantiene su atractivo. Las dos piernas aparecen abiertas, con las rodillas flexionadas, y apoyadas sobre dos grandes cojines —a juego con la colcha—, exhibiendo el sexo. En el orificio anal reluce un objeto que parece un vibrador. Está a medio introducir, como si quien ha preparado la escena quisiera que el espectador descubriera fácilmente su presencia. Tiene los brazos cruzados sobre los pechos, ocultando ambos surtidores erectos, sosteniendo un abanico abierto, empapado en la sangre de la chica. La cabeza le reposa sobre la almohada con la cabellera dispuesta de tal forma que le cubre el rostro y la mirada.
No tienes cojones de seguir contemplando. ¿Por qué? La muchacha está muerta. Ya no siente dolor. Ya no siente nada. La dama negra de la guadaña la ha liberado de todo. Lo que hay sobre la cama es carnaza. ¡Despierta, Jericó! Despierta y date cuenta de los detalles importantes de la escena. ¿Qué me dices de la impúdica postura y del vibrador en el culo? ¿Qué te sugiere? ¿Y el abanico entre los brazos? ¡Venga, Jericó, pon en acción la masa encefálica! Hace apenas unas horas viste estos dos elementos en una representación a la cual asististe. Ayer por la noche, Magda era Jeanne Testard, la trabajadora de la fábrica de abanicos. El marqués la sodomizaba, colérico, por las demostraciones virtuosas de la ingenua chica. Esta estampa…, ¿no es una especie de epílogo de lo que presenciaste en el Donatien? ¡Piénsalo! Tal vez la obra no se detenga aquí.
El piso se ha llenado en cuestión de minutos. Una avalancha de gente uniformada recorre el pasillo arriba y abajo. Vosotros tres estáis sentados en los sofás del comedor. La estancia es austera, pero está decorado con acierto. Pequeños detalles, como las velas de colores o las figuras de madera africanas, le otorgan un sello particular.
Eduard está trastornado, pero Alfred, sencillamente, no está. De vez en cuando rompe a llorar y se seca las lágrimas con la manga de la camisa azul.
Hace un rato os ha contado —en presencia de un sargento de los Mossos— que habían quedado para salir de compras. Alfred había pasado la mañana en el archivo de la Corona de Aragón haciendo algunas investigaciones para su próxima novela y había comido un bocado en un bar próximo. Habían acordado que acudiría a las tres y media para salir juntos de compras y, al llegar, la ha encontrado así.
Lo cierto es que estás deseando marcharte. La atmósfera pesada de la escalera se ha colado en el piso y todo te asfixia.
¿No crees que deberías hablar con ellos y contarles el detalle de la sodomía y el abanico de Jeanne Testard?
«Pero ¿y si fuera una casualidad? ¿Y si Magda tenía el abanico para aliviarse del bochorno?»
¡Jericó, capullo, despierta! ¿El vibrador en el ano también es una casualidad?
«¡Quizá se masturbaba cuando entró el asesino!»
¡No fastidies! ¿Te parece verosímil la postura en que han dejado el cadáver?
Un hombre joven con el uniforme de los Mossos d’Esquadra entra en el comedor acompañado del sargento a quien habéis contado los hechos y confirma que sois los que la habéis encontrado. Se presenta. Es el jefe de la brigada de Homicidios, habla muy deprisa y con poca claridad.
Tiene que tomaros declaración individual completa y os solicita que salgáis del piso, porque la policía científica tiene que comenzar a trabajar antes de que llegue el juez para levantar el cadáver. Alfred le pregunta si puede coger el ordenador portátil, pero el inspector se niega. «El protocolo indica que no se toque absolutamente nada de la escena del crimen», ha argumentado. Te extraña la actitud de Alfred: «¿Cómo puede pensar en el ordenador portátil en estas circunstancias?»
Lo acompañáis escaleras abajo, sorteando el tráfico, bajo la mirada curiosa de los vecinos que han salido al rellano de la escalera advertidos por el trasiego de hombres uniformados.
En la calle también se ha formado un corro de gente curiosa, en torno al círculo de seguridad que los Mossos d’Esquadra han delimitado con cintas y hombres. Seguís al inspector hasta una furgoneta de atestados.
—Comenzaré por usted, señor Alfred Borrell, que es la primera persona que ha entrado en el piso y ha encontrado el cadáver. Ustedes esperen su turno. Si quieren beber algo o necesitan cualquier otra cosa, pueden dirigirse al agente Marrugat.
Miras la triste sombra que proyecta Alfred mientras sube a la furgoneta y te compadeces de él. Magda lo tenía engañado, es cierto, pero él la quería mucho. «¡Mejor que no sepa nada del Donatien ni de sus actuaciones!»
¿Y qué me dices de ti, Jericó? Sabes cosas que podrían aclarar la muerte de la chica. ¿Hablarás o callarás? Quisieras hablar, lo sé, pero no lo harás. De un tiempo a esta parte no tienes pelotas para coger el toro por los cuernos. Arruinado, cornudo, mentiroso, cínico y ahora encubridor. La situación te supera. Todo te supera. ¿Qué puedes perder? ¿Qué temes si cuentas al inspector la increíble mímesis entre la estampa del crimen y la representación del Donatien? A Shaina ya la has perdido. Se trata de Isaura, ¿no?
Touché
! Se trata de tu hija. No te gustaría nada que supiera que su padre frecuenta lugares de perversión. ¿Te das cuenta, Jericó, de que lo único que cuenta actualmente para ti es Isaura?
Eduard ha pedido agua al agente Marrugat y está bebiendo. Te ofrece la botella, pero la rechazas cordialmente. No tienes sed, ni calor, ni hambre. Solo tienes ganas de irte a casa y pensar.
—Qué situación, ¿no?
—Increíble —le respondes.
—Lamento haberte metido en este lío. Si lo sé, vengo solo, pero Alfred no me ha explicado con qué íbamos a encontrarnos. ¡Ojalá hubiera sido más explícito!
—No te preocupes, Eduard, es una situación absolutamente inverosímil.
—Me pregunto qué clase de persona puede perpetrar un acto de este tipo. Por mi consulta han pasado cientos de chalados, pero no he asistido a ningún paciente al que vea capaz de cometer una atrocidad como esta.
No añades nada. Estás de acuerdo. Se ha de ser una persona muy enferma para matar a una joven a sangre fría y escenificar con el cadáver una estampa tan macabra.
Tú mismo, Jericó, has llegado a un punto en que odias a Shaina. Alguna vez te ha sobrevolado la idea de estrangularla mientras duerme o envenenarla. Pero no serías capaz de hacerlo. El otro Jericó, el que los dos conocemos, no lo permitiría.
Alfred sale de la furgoneta cabizbajo, con el rostro cubierto de lágrimas. El inspector hace una señal a Eduard, que se cruza con su hijo y le da una palmada en la espalda para tratar de animarlo. El chico se dirige hacia ti, te mira y rompe a llorar.
Te sientes incómodo. No sabes qué decirle ni cómo consolarlo.
¡Deja que llore! Así libera tensiones emocionales.
De golpe, Alfred te habla:
—¿Sabes una cosa, Jericó? Ayer, al llegar a casa después de que nos encontráramos en las Ramblas, Magda y yo discutimos. Todo fue por la representación. No sé, pero es como si la hubiera cambiado, como si fuera otra mujer después de actuar. Adoptó una postura fría y esquiva, y le molestó que le preguntara qué le sucedía. Entonces le pedí que lo dejara y ella se puso hecha una fiera. «¿Cómo pagaremos el alquiler? ¿Cómo sobreviviremos?», me gritó. Me restregó por la cara mi fracaso literario y se burló de mí hasta tal punto que me sentí como un insecto. Hemos dormido en habitaciones separadas, pero esta mañana, antes de que yo saliera hacia el archivo, me ha oído y me ha llamado. Estaba desnuda sobre la cama. Me ha pedido que me acercara y la besara. Me ha rogado: «Perdóname, Alfred, nada de lo que te dije ayer por la noche es cierto. Eres un buen hombre y tienes mucho talento. Y en cuanto a las representaciones como la de ayer, tienes razón. Las dejaré.» Quedamos en ir de compras, queríamos instalar un aparato de aire acondicionado en casa, y me he marchado feliz. ¡Era el hombre más feliz del mundo, Jericó! ¡La quería tanto! Y cuando he llegado…, ¡la he encontrado muerta!
Cuando ves que Alfred empieza a llorar de nuevo se te encoge el alma. Te sientes un miserable y un cobarde. Ayer mismo te excitaste con ella, la deseaste. Ayer conociste a la Magda cuya existencia Alfred ignora y de la que ya nunca llegará a saber: la hembra que disfrutaba siendo sodomizada y que actuaba lascivamente. Eres un miserable y un cobarde, Jericó. Además de ser un voluptuoso cínico, si tú quisieras, podrías arrojar alguna luz sobre esta oscuridad angustiosa.
Por fin llegas a casa. El aroma del hogar te reconforta. El silencio holgado te complace. No hay nadie. Shaina ha salido de compras o a vete a saber qué. Te trae sin cuidado. No te disgusta en lo más mínimo que no esté, porque después de lo que has vivido necesitas estar solo y asimilar los acontecimientos.
Lo primero que haces es ir hasta el mueble bar. Coges la
red label
de «Juancito el Caminante» —nombre con el que Gabo se refería al whisky de la marca Johnnie Walker— y te lo sirves en un vaso ancho y corto. Repites un par de veces más la operación allí mismo, ante el mueble bar, de pie, sediento de olvido, hasta que enardecido por la bebida te encaminas al baño.
Necesitas una ducha, te sientes sucio. Es como si la atmósfera pesada del edificio de la calle de Aragó donde vivía Magda se te hubiera pegado a la piel y quisieras quitártela de encima. Te desvistes. Abandonas la ropa en el cesto de la ropa sucia y entras en la mampara. ¡Qué bienestar te produce el agua! Una buena ducha y el whisky, dos cosas sumamente importantes para ti, últimamente.
Bajo el chorro, recuerdas la expresión desconfiada del inspector de los Mossos. Tú no has mentido en ningún momento. De hecho, no tenías nada que ocultar en cuanto a tu presencia en la escena del crimen. Te habías ofrecido a acompañar a un amigo en una situación grave. La pregunta del millón ha sido si conocías a la víctima. Y no has mentido. «Sí. Era la compañera del hijo de un buen amigo. Habíamos coincidido en la presentación de la novela de su compañero Alfred, que es escritor, en la librería Abacus.» Pero no has confesado todo lo que sabías de ella. Has silenciado una información posiblemente crucial para la investigación.
¿Ya sabes que la ocultación también es un delito?
«¡Sí, lo sé! ¿No entiendes que no podía contárselo? Habría puesto en peligro mi honorabilidad. ¡Además, ya tengo bastantes problemas!»
Sales de la ducha y te secas con la toalla. Tratas de no pensar más. Practicas eso de dejar la mente en blanco, concentrado en lo que haces. Desodorante, colonia fresca y espuma fijadora en el pelo. Te lo peinas hacia atrás, mirándote en el espejo del baño. Te pones el albornoz de seda china y te encaminas hacia el comedor con la intención de continuar conversando con «Juancito el Caminante».