Tampoco pensaba contárselo todo. Ramone había deducido la identidad del amante de Asa, al que en el diario llamaba RoboMan. El profesor de matemáticas del chico sostenía que Asa había ido a verle el día de su muerte buscando deberes extras para subir nota. Pero esos papeles no se habían encontrado en su taquilla, ni en su cartera ni en su cuarto. RoboMan tenía que ser un apodo de Robert Bolton. Cuando hablaron, a Ramone le había dado la impresión de que Bolton se exaltaba demasiado con el tema de encasillar a los chicos negros. Pero a quien había estado defendiendo era a Asa. Bolton estaba enamorado de él.
Ramone mencionaría sus sospechas a los agentes de Delitos Sexuales. Esas cosas estaban fuera de su dominio. Sencillamente no sabía qué hacer con lo que había averiguado. Sólo quería librarse de ello.
Pretendía ocultar información a sus compañeros de la policía así como al padre del chico. Tal como había dicho Holiday, no era un tío tan legal.
Salió del Tahoe y llamó a la puerta de Johnson. Al oír los pasos de Terrance, sintió el impulso de volver a su coche. Pero la puerta se abrió y Ramone saludó a Johnson con un apretón de manos y entró en la casa.
Dan Holiday encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al cenicero. Estaba sentado en la barra, con un vodka con tónica delante. El grupo que le rodeaba, Jerry Fink, Bob Bonano y Bradley West, hacía el paripé bebiendo Bloody Marys. Holiday no quería engañarse. Necesitaba una copa de verdad.
El Leo's estaba vacío, con excepción de Leo Vazoulis y ellos cuatro. Fink acababa de volver de la jukebox. Se oyó una fuerte intro de metales y una voz de chica, y luego una aterciopelada voz masculina.
—
It isn't what you got, it's what you give
—cantó Fink, haciendo la parte de la chica.
—The Jimmy Castor Bunch —dijo Bradley West, el escritor.
—Qué va, ésta es de antes de los Bunch y esa mierda de los Troglodyte. Jimmy Castor era cantante de soul antes de meterse en esas cosas modernas.
—Vale, me he equivocado con los Bunch, pero ahí va una pregunta, por cinco dólares. ¿A qué cantante sustituyó Jimmy Castor en un grupo famoso, muy al principio de su carrera?
—A Clyde McPhatter —contestó Fink—. De los Drifters. —No.
Fink sonrió tontamente.
—¿Bo Donaldson, de los Heywoods? —aventuró.
—Sustituyó a Frankie Lymon. Con los Teenagers.
—El pequeño yonqui —saltó Bonano. Su móvil sonaba con el tema más famoso de Ennio Morricone, pero Bonano no le hizo ni caso.
—Me debes cinco pavos —declaró West.
—Aceptas tarjetas de crédito, ¿no? —se burló Fink.
—Leo sí, así que invitas a la siguiente ronda.
—¿No vas a contestar la llamada, Bobby? —preguntó Fink.
—Bah, será algún cliente.
—Otro cliente satisfecho de Desastres del Hogar.
—Es la imbécil esa de Potomac. No le gusta cómo le he colgado los armarios. Ya le enseñaré yo algo que cuelga bien.
—Eso porque eres italiano —comentó West.
—Antes había un puente natural de Italia a África —dijo Bonano—. ¿No os lo había dicho?
—Como su apellido acaba en vocal, se cree Milton Berle —saltó Fink.
—Berle era judío. Como tú, Jerry —dijo Bonano.
—Y su apellido termina en vocal. —Fink se limpió el mentón de vodka y zumo de tomate—. El tío Milty la tenía más grande que un burro, es lo que estoy diciendo.
Interrumpieron la conversación para cantar con Jimmy Castor, encender unos pitillos y beber.
Fink se volvió hacia Holiday.
—¿Cómo es que estás tan callado, Doc?
—Por nada. Aunque estoy un poco acomplejado, la verdad. Al escucharos a vosotros, que sois unos Einsteins, me siento algo inferior.
—Cuéntanos un cuento de cama —pidió West.
—No tengo ninguno.
—Está muy serio por la ola de violencia que hemos tenido este fin de semana en la zona —dijo Fink.
—Sí, como el poli ese fuera de servicio que la palmó en P.G. —terció Bonano—. ¿Lo habéis leído?
—Salía en el
Post
—apuntó Fink—. Tú lo viste, ¿no, Doc?
Holiday asintió. Había leído la noticia de Grady Dunne el día anterior. Según el artículo, un agente de la policía del distrito había muerto en un tiroteo en P.G. County, junto con otros dos hombres. Uno de ellos era un conocido ex delincuente con antecedentes de tráfico de drogas. Al otro sólo lo identificaban como de raza negra. Romero o algo así. Holiday no recordaba el nombre.
La policía buscaba a un tercer sospechoso, al que creían autor de los disparos que mataron al agente. Era bastante revelador que no se hubiera ofrecido explicación de la presencia del agente Dunne en el lugar.
—Igual iba de infiltrado o algo así —aventuró Fink—, o estaba liado con esos tíos. Vaya, que estaba más sucio que los palominos de mis gayumbos. ¿Tú qué dices, Doc?
—No lo sé —contestó Holiday.
—Ward 9 —dijo Bonano—. Aquello es peor que Tombstone.
Holiday también había buscado en el Post alguna noticia sobre Cook, y sólo encontró un párrafo en las noticias breves de la sección Metro. Únicamente mencionaban su nombre y decían que lo habían encontrado en un coche en New Carrollton y que parecía haber muerto por causas naturales. Más tarde ya saldría la historia completa, cuando algún periodista averiguara quién era: el viejo detective obsesionado por el caso de los Asesinatos Palíndromos.
West hizo una señal a Leo para que sirviera otra ronda.
—¿Te apuntas, Doc? —preguntó Bonano.
—No. —Holiday apuró su copa y dejó diez dólares en la barra—. Tengo trabajo.
—¿En domingo?
—La gente también necesita transporte en domingo. —Holiday se metió el tabaco y las cerillas en el bolsillo de la chaqueta—. Chicos…
Fink, Bonano y West le vieron salir del bar, escucharon la intro de Just a
Little Overcome
de los Nightingales e inclinaron la cabeza con respeto hacia la belleza de la canción mientras esperaban a que Leo les preparara y sirviera las copas.
Media hora más tarde Holiday se encontraba al volante de su coche en una calle lateral de Good Luck Estates. Junto a él tenía los prismáticos de T. C. Cook, un par de barritas de granola y una botella de agua. En el suelo había un vaso grande para orinar si le hacía falta. En el maletero llevaba la palanca, una linterna de acero Streamlight Stinger, que podía servir de arma, una porra expansible, unas esposas, cinta adhesiva, una cinta métrica de tres metros, una cámara digital que no sabía usar y otras herramientas.
A varias casas de distancia se alzaba la de Reginald Wilson. Su Buick estaba aparcado en el camino particular.
Holiday no tenía ningún plan concreto. Esperar a que Wilson cometiera algún error. O entrar en su casa a buscar pruebas cuando se marchara a trabajar. Ponerlo todo patas arriba hasta dar con algo. O plantar pruebas si hacía falta. Cualquier cosa que abriera la puerta a las pruebas de ADN que relacionarían a Wilson con los asesinatos. Cook estaba seguro de su culpabilidad, y para Holiday eso era suficiente.
Estaba dispuesto a pasarse allí todo el día, y si fuera necesario el día siguiente. Había llamado a Jerome Belton, su único empleado, para decirle que se tomaba unos días libres, de manera que ahora no tenía ningún compromiso urgente, ni familia, ni amigos de verdad, ni una mujer que lo esperara en casa. Sólo tenía aquello. En su vida lo había jodido casi todo, pero tal vez pudiera hacer algo bien. Todavía le quedaba tiempo.
Diego Ramone y Shaka Brown caminaban hacia el sur por la calle Tercera. Habían terminado de jugar al baloncesto. Ninguno de los dos se había concentrado mucho en el juego y solamente se habían empleado a fondo en un partido. Luego se sentaron contra la alambrada y estuvieron charlando de su amigo, del secreto con el que había vivido y la manera en que había elegido morir. Diego había prometido a su padre que jamás mencionaría lo de la pistola, y cumplió su palabra. Pero sobre todo los chicos se quedaron mirando el día, o a los latinos que jugaban en el campo de fútbol, o a algún vecino al que conocían que paseaba por el parque o por la calle, porque no sabían muy bien qué decir.
—Bueno, mejor me voy a casa —comentó Diego.
—¿Por qué? Si no tienes deberes.
—La semana que viene empiezo en mi antiguo colegio.
—Pero eso es la semana que viene. Ahora mismo no tienes nada.
—Pues he estado leyendo un libro, aunque no te lo creas. Se llama
Valor de ley
, y me lo dio mi padre. Es bastante bueno.
—Venga ya, Dago. Sabes que en cuanto llegues a casa te vas a tirar en el sofá a ver a los Redskins. Es el día Dallas, chaval.
—Es verdad.
Pasaron junto a las tiendas y al llegar a la barbería entrechocaron sus puños.
—Hasta luego, colega.
—Hasta luego.
Shaka se dirigió hacia el oeste, en dirección a casa de su madre, botando el balón con la mano izquierda y la mano derecha a la espalda, como le había dicho el entrenador. Diego subió por Rittenhouse hacia la casa amarilla de estilo colonial que siempre había sido su hogar.
Su madre estaría en la cocina, empezando a preparar la cena o echándose una siesta en el sofá del salón, lo que ella llamaba descansar los ojos. Alana estaría leyendo su libro infantil de conejos, o haciendo las voces de todas sus muñecas en su habitación. Y Diego esperaba que su padre hubiera llegado ya a casa. Estaría ahora en su butaca, viendo el partido de los Skins contra los Cowboys, dando puñetazos en el reposabrazos acolchado y chillándoles a los jugadores, apartándose el pelo de la frente y acariciándose el bigote.
Diego se detuvo de pronto. El Tahoe de su padre estaba en la calle, y el Volvo de su madre, en el camino particular. La bicicleta de Alana, con los flecos en el manillar, estaba en el porche.
Todo estaba donde debía estar. Diego se acercó a la casa y tocó el pomo de la puerta, cálido bajo el sol de la tarde.
El sargento T. C. Cook miró de nuevo a la niña muerta que yacía en un jardín comunitario cerca de la calle E, al borde de Fort Dupont Park. En los ojos inmóviles de la chiquilla se reflejaban las luces estroboscópicas rojas y azules de los coches patrulla. Cook examinó de cerca sus trenzas, adornadas con cuentas de colores, y vio que una era más corta que las otras. Ya no había duda: la víctima era uno de ellos.
—Lo encontraré, preciosa —dijo Cook, en un susurro para que nadie lo oyera.
El sargento se levantó. Ahora casi siempre era un esfuerzo. Ya tenía una edad, y después de pasar años agachándose junto a las víctimas, las rodillas empezaban a traicionarle. Encendió un cigarrillo Viceroy y notó la satisfacción de la nicotina en los pulmones. Hizo un gesto al forense y se apartó para no contaminar la escena con la ceniza.
Advirtió que el superintendente y el capitán Bellows habían vuelto a sus despachos. Se relajó al ver que no tendría que lidiar con los jefes. Él los llamaba Gorras de Espagueti, por esos estúpidos cabos de cuerda náutica que decoraban las alas de sus sombreros. Cook no tenía tiempo para esa clase de gente.
Junto a la cinta policial que rodeaba la escena del crimen había dos agentes para impedir que se acercaran mirones, periodistas y cámaras. Uno era alto, rubio y flaco, el otro de media altura y de piel y pelo más oscuros. Cook había sido duro con ellos, pero no había razón para disculparse. Les había llamado la atención por un motivo fundado, y ahora hacían bien su trabajo.
—Que no se acerque nadie —le dijo al agente rubio—. Sobre todo periodistas, ¿entendido?
—Sí, señor —contestó Dan Holiday.
—No me llames «señor», hijo. Soy sargento.
—Muy bien, sargento Cook.
—Hablo en serio. Antes habéis dejado que se acercara esa chica que ha acabado vomitando a menos de dos metros de la víctima.
—No volverá a pasar —aseguró Gus Ramone.
—Si hacéis bien vuestro trabajo, algún día llegaréis a ser los policías que creéis ser ahora.
—De acuerdo.
Cook se volvió hacia los curiosos. Había varios chicos del barrio, un par de ellos en bicicleta, y adultos que vivían cerca del jardín comunitario; una anciana con un vestido de andar por casa y un abrigo desabrochado, con las tetas caídas hasta la barriga; un veinteañero, con uniforme de guardia de seguridad, un cinturón Sam Browne y un parche de Red Company en la manga, con una mano en el bolsillo del pantalón azul. Cook dio una honda calada al cigarrillo antes de tirarlo al suelo húmedo y aplastarlo con el pie.
—Seguid así-dijo.
Volvió a acercarse al cadáver de Eve Drake, con el Stetson ladeado sobre la calva.
Una joven pasó por delante de Holiday, mirándolo coqueta. Meneaba un culo prieto embutido en sus tejanos lavados al ácido. Él siguió erguido, y las comisuras de los ojos azules se le arrugaron al sonreír.
—Menudo polvazo tiene ésa —comentó.
—Es un poco joven, Doc.
—Ya conoces el dicho: si es bastante mayor para sentarse a la mesa, es bastante mayor para comer.
Ramone no hizo más comentarios. Ya había oído otras muchas perlas de sabiduría de Holiday.
Holiday se imaginó a la joven desnuda en su cama. Luego su mente derivó, como solía ocurrir, hacia sus aspiraciones. Lo que más deseaba en el mundo era ganarse el respeto de un hombre como T. C. Cook. Quería ser un buen policía. Solía fantasear sobre el futuro de su carrera. Veía menciones de honor, medallas, ascensos. Y los despojos de guerra para el vencedor.
Ramone no tenía esas ambiciones. Él se limitaba a cumplir con su trabajo, evitando que los civiles se acercaran a la cinta policial. Mantenía su postura con los pies separados y pensaba en una mujer que había visto en la piscina de la academia con un bañador azul. Su cuerpo y su cálida sonrisa le obsesionaban desde que le estrechó la mano. Pensaba llamarla muy pronto.
Mientras Holiday y Ramone trabajaban y soñaban en Ward 6, los ciudadanos al otro lado de la ciudad se gastaban el sueldo en bares y restaurantes, comiendo carne de primera y bebiendo whisky de malta, los hombres en imponentes trajes negros con corbata roja, las mujeres con vestidos de hombros acolchados, tacones de aguja y los cardados que veían en Krystle Carrington. En los servicios de esos bares y restaurantes republicanos y demócratas dejaban de lado sus diferencias unidos en las muchas rayas de cocaína.
Money for Nothing
sonaba en todas las radios, y los Simple Minds iban a tocar a la ciudad. Se rumoreaba que ese fin de semana Prince iría de compras a Georgetown, y los niños ricos «punk» se anticipaban a su llegada en la tienda de ropa Commander Salamander. Los dados al arte vieron una doble sesión de
Pasaje a la India
y
Oriente y Occidente
en el Circle Theatre. En el Capital Centre, los aficionados al baloncesto veían a Jeff Ruland, Jeff Malone y Manute Bol dar una paliza a los Detroit Pistons. Los aplausos en el estadio y las risas en los bares eran ensordecedores, y también estridentes. En las fiestas se contaban chistes sobre el sida, y se hablaba de una droga nueva que llegaba a la ciudad, como la cocaína sólo que se fumaba y era una droga de negros. Fuera de las salas de prensa y entre los profesionales de las fuerzas de la ley, las violentas muertes de tres adolescentes negros en Southeast apenas se comentaban.