El jardinero nocturno (31 page)

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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

BOOK: El jardinero nocturno
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—Y a tiro de piedra del jardín comunitario de Oglethorpe —dijo Ramone.

—Tengo que llamar a mis hijos, que no se me desmanden —advirtió Rhonda.

—Nos vemos en el parking.

Ramone y Rhonda Willis fueron a la parte alta de la ciudad en el Taurus. Iban por South Dakota Avenue en dirección a North Capitol pasando por Michigan, la mejor ruta hacia el norte a través de Northeast. Rhonda se estaba pintando los labios mirándose en el espejo de cortesía.

—Es una pena lo de Asa —comentó—. Es una pena que los padres, encima, tengan que lidiar con esto.

—Y eso no es lo peor —dijo Ramone—. Una de las muchas cosas que le hizo Terrance Johnson a su hijo fue llamarle maricón. A ver ahora cómo lo asimila.

—¿Tú crees que Johnson lo sabía?

—No. No se enteraba de nada.

Milmarson Place era una manzana de casas coloniales de ladrillo y piedra, bien conservadas, que iba de Blair Road a la calle Primera, entre Nicholson y Madison. Era una calle de dirección única, de manera que tuvieron que entrar desde Kansas Avenue y Nicholson. Un complicado sistema de circulación conectaba una calle con otra. Ramone seguía una de estas calles que trazaba un semicírculo. Pasaron por delante de varios garajes, verjas de madera y metálicas, cubos de basura volcados y varios perros mezcla entre pitbull y pastor alemán, bien ladrando o bien tirados en silencio en pequeños jardines. Aquella parte de la calle salía cerca de Blair. En cuanto llegaron vieron un coche patrulla del Distrito Cuatro mirando hacia el oeste. Ramone aparcó el Taurus detrás. La residencia de los Tinsley estaba en el otro extremo de la calle.

Rhonda se llevó un walkie-talkie. El agente de uniforme salió de su Ford para acercarse a ellos. Era joven y tenía el pelo rubio, muy corto, con un remolino. En la placa del pecho anunciaba su nombre: Conconi. Rhonda había llamado pidiendo asistencia.

—Arturo Conconi —se presentó el agente, tendiendo la mano.

—Detective Ramone. Ésta es la detective Willis.

—¿Qué tenemos?

—Un tal Aldan Tinsley. Creemos que puede haber vendido una pistola que más tarde se usó en un homicidio. No tiene antecedentes violentos.

—No es razón para correr riesgos —dijo el joven.

—Exacto. ¿Cómo andas de la vista?

—Muy bien.

—Pues vigila la casa desde aquí. Si te llama la detective Willis, entra en el callejón.

Conconi se sacó la radio del cinto para ajustar las frecuencias con Rhonda.

—¿Te llaman Art o Arturo? —preguntó ella.

—Turo.

—Muy bien.

Ramone y Rhonda echaron a andar por la calle.

—Un compatriota tuyo.

—No se lo tengas en cuenta —dijo Ramone.

Subieron unos escalones de cemento hasta el patio de una casa de ladrillo al final de Milmarson. Rhonda señaló la puerta con el mentón.

—Dale el toque policial, Gus.

—¿Todavía te duele la mano?

—De contar todo el dinero que tengo.

Ramone golpeó la puerta con el puño, dos veces, hasta que le abrieron.

Apareció un veinteañero de la altura de Ramone, de cabeza grande, brazos largos y estrecho de pecho. Llevaba una camiseta We R One y unos tejanos, y un móvil pegado a la oreja.

—Un momento —dijo al teléfono, antes de dirigirse a Ramone—. ¿Sí?

Ramone y Rhonda se adentraron un paso. Ramone enseñó la placa mientras su compañera echaba un vistazo sobre su hombro queriendo ver si había alguien más en la casa. Le pareció oír movimientos al fondo.

—Soy el detective Ramone y ésta es la detective Willis. ¿Es usted Aldan Tinsley?

—No. Ahora mismo no está.

—¿Y quién es usted?

—Su primo.

Ramone le miró, recordando la fotografía que había visto en la ficha. Parecía Aldan Tinsley, pero también podía haber sido su primo.

—¿Tiene alguna identificación? —preguntó Rhonda. —Eh, ¿sigues ahí? —dijo el joven al teléfono.

—Le tengo que pedir que termine con esa llamada.

—Te llamo luego, está aquí la policía. Buscan a mi primo.

—¿Podemos ver alguna identificación? —insistió Rhonda.

—¿De qué va todo esto?

—¿Es usted Aldan Tinsley? —repitió Ramone.

—Oigan, ¿tienen una orden? Porque, si no, se han metido en mi casa y eso es allanamiento.

—¿Es usted Aldan Tinsley?

—Que les den por culo. Ya le digo que mi primo no está.

—¿Que nos den por culo? —sonrió Ramone.

—Lo que digo es que no tienen derecho a entrar así y yo no tengo tiempo para estas chorradas, así que tendrán que perdonarme.

El joven intentó cerrar, pero ellos no se movieron, de manera que la puerta le dio a Rhonda en el hombro, haciéndole perder el equilibrio. Ramone abrió de nuevo con una violenta patada y entró del todo en la casa.

—Eso ha sido agresión.

Agarró al hombre por la camiseta y lo puso contra la pared. El otro se debatió intentando liberarse, pero Ramone lo levantó en el aire para tirarlo al suelo, y mientras caía, echó su peso sobre él y lo estampó contra el suelo de madera. Mientras tanto Rhonda llamaba al agente de uniforme por la radio. Ramone sacó las esposas e hizo girarse al tipo, advirtiendo que tenía sangre en los labios y los dientes. Se había dado un golpe en la cara al caerse. Con una rodilla en su espalda, le puso las esposas, mientras el otro mascullaba alguna obscenidad.

—Cierra la boca.

En ese momento entró en la sala una mujer mayor, secando un plato con un trapo, y se quedó mirando al hombre esposado y ensangrentado.

—Beano —dijo, con tono decepcionado—, ¿qué has hecho ahora?

—¿Es éste Aldan Tinsley, señora? —preguntó Ramone.

—Mi hijo.

Ramone miró a Rhonda, que no se había molestado en sacar la Glock. Ella le hizo un gesto con las cejas, indicándole que estaba bien.

Arturo Conconi apareció en la puerta con la mano en el arma.

—Mete a este caballero en el coche y síguenos hasta la VCB.

—¿Por qué me ha tenido que pegar? —se quejó Tinsley—. Me ha partido el labio, joder.

—Deberías habernos dicho tu nombre. Te lo preguntamos muy educadamente.

—Te habrías ahorrado todo esto —dijo Rhonda.

Pidió perdón a la madre por las molestias y se llevaron a

Tinsley.

31

T. C. Cook estaba en su oficina con varios expedientes abiertos ante él. Cada víctima de los Asesinatos Palíndromos tenía su propio archivo. Había compilado una biografía bastante completa de sus vidas, con fotos tanto familiares como individuales y del colegio. Sabía que algunos habían llegado a pensar, sobre todo durante sus últimos meses en la policía, que había atravesado la línea entre la diligencia y la obsesión. Pero alguien tenía que encargarse de aquello.

Había seguido en contacto con el caso durante un par de años. Para cuando se cometió el tercer asesinato, la rabia en la comunidad de Southeast se había centrado en la policía, a la que se acusaba de no dar prioridad al caso porque las víctimas eran negras. Cook logró ganarse al final la confianza de los vecinos. Les sugirió crear un grupo de vigilancia en el barrio y les dio varios consejos para proteger a los niños. Al cabo de un tiempo varias muertes relacionadas con las drogas comenzaron a desbancar a los asesinatos de niños, que parecían haber cesado, y en las reuniones se hablaba más de bandas, traficantes, cocaína y crack.

Las familias de las víctimas formaron un grupo llamado Padres Palíndromos y se reunían dos veces por semana, más por terapia que por otra cosa. Cook también asistía a estas reuniones.

Pero al cabo de un año más o menos perdió contacto con ellos. Un matrimonio se separó desde el principio, los padres de Ava Simmons. Otro se divorció poco después del asesinato de su hijo, Otto Williams. El padre de Eve Drake se suicidó en el segundo aniversario de la muerte de su hija. La madre estaba casi catatónica, y el siguiente invierno acabó confinada en un hospital psiquiátrico.

Cook miró las fotografías. Otto Williams, un chico inteligente al que le encantaba construir cosas. Llevaba gafas y a pesar de su aspecto de empollón era popular entre sus compañeros. Ava Simmons, de trece años, con cuerpo de niña, graciosa, llena de desparpajo. No se le daban muy bien los estudios, pero era más que espabilada. Adoraba a su abuela, que vivía con su familia. Y Eve Drake, la chica que saltaba a la comba. Participaba en torneos y ganó premios que exhibía con orgullo en su inmaculada habitación.

Cook sentía la presencia de todos en la estancia.

Cuando sonó el timbre Cook se levantó a abrir a Holiday, que venía con su uniforme de trabajo.

—¿Por qué no me ha llamado?

—No… no daba bien con el número. Me lo tienes que programar en el teléfono. Ahora mismo, si quieres.

—¿Ha hablado con su amigo el teniente?

—Sí, pasa.

Cook le sirvió un café en la cocina mientras Holiday le programaba el número de teléfono.

—Gracias. ¿Qué ha averiguado?

—El agente se llama Grady Dunne. Lleva seis años en el cuerpo. Es blanco, como dijiste.

—¿Trabaja esta noche?

—Hoy tenía el turno de ocho a cuatro. Podemos pillarle cuando salga.

—Genial. Yo tengo una carrera al aeropuerto que me llevará un par de horas —explicó Holiday—. Podría estar en la comisaría a las cuatro sin problemas.

—¿Le vamos a seguir?

—En dos coches. Así le será más difícil despistarnos.

—A ver de qué va el tío.

Holiday se sacó de la chaqueta dos walkie-talkies Motorola profesionales.

—Siempre los llevo cuando trabajo en equipo con mi negocio de seguridad —comentó—. Tienen un alcance de diez kilómetros. Y lo mejor es que se activan por voz. Se pueden utilizar mientras va uno conduciendo.

—Y no tienen números para que yo la cague.

—Es perfecto.

—Llevo en el maletero unos buenos prismáticos. Más vale que los lleves tú, que podrás identificarlo cuando salga de la comisaría.

—Bien. —Holiday miró el reloj de la pared, con sus horas de retraso, y en un impulso lo descolgó y lo puso en hora. Luego volvió a colgarlo del clavo y lo enderezó—. Ya está.

Le había deprimido ver así el reloj, lo había puesto en hora por él mismo, no por el viejo.

—Para mí es igual —dijo Cook—, pero gracias.

—Así la salvadoreña sabrá qué hora es.

—Vale, amigo.

—T. C…

—¿Qué?

—He hablado con Ramone.

—Ya me lo contaste. Que no quería darte el nombre del policía del coche patrulla. Yo en su lugar tampoco te lo habría dado, si quieres saber la verdad.

—No es eso. Es que le noté en la voz que la cosa está que arde. Vaya, que yo creo que anda cerca del asesino de Asa Johnson.

—Tú no crees que el caso de Asa Johnson esté relacionado con los Asesinatos Palíndromos, ¿no?

—Es que no quiero que se lleve una decepción.

—No me la llevaré. Mira, no quiero parecer insensible, pero la verdad es que estos días me lo he pasado bien. Bueno, no es eso exactamente. Digamos que he tenido un objetivo. Estos días, cuando me despertaba abría los ojos de golpe, ¿sabes a qué me refiero?

—Sí.

—Así que vamos a ver adonde nos lleva todo esto, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

—Y deja esa chorrada de «señor». Nunca pasé de sargento, jovencito.

—Ya. —Holiday se bebió el café y dejó la taza en la mesa—. Me tengo que ir.

—Nos vemos a las cuatro.

Cook se quedó en la cocina. Oía las voces provenientes del sitio de la policía en Internet, la radio de los coches patrulla. Y algo más: el lejano sonido de risas de niños. Sabía que no era posible, y sabía también que no estaba solo.

Conrad Gaskins estaba sentado al borde de su cama, frotándose con un dedo en pequeños círculos la cicatriz de la mejilla. Detrás de él, sobre las sábanas, una bolsa contenía casi todas sus posesiones. Era ropa en su mayoría, sobre todo calzoncillos y los pantalones chinos y camisetas que llevaba al trabajo. También había un par de camisas y un par de pantalones de vestir, pero era lo único medio bueno que tenía. Ropa, los útiles de afeitarse, un par de zapatillas deportivas y la Glock que le había dado Romeo. Ya se desharía más tarde de ella, pero no pensaba dejársela allí. Su primo no necesitaba más armas.

Había bebido demasiada cerveza la noche anterior, y por la mañana no oyó el despertador. De manera que no se había presentado a la cita en el punto de encuentro. Era la primera vez desde que había tenido la suerte de encontrar trabajo.

Gaskins llamó al capataz, Paul, el cristiano ex convicto que había querido darle una oportunidad. Y después de disculparse y rogar que le perdonara, le invadió una oleada de emoción y las palabras le salieron solas:

—Estoy metido en un hoyo —confesó—. Si no salgo de aquí, voy a morir o voy a volver al trullo. No quiero morir y no quiero matar a nadie. Lo único que quiero es un trabajo honrado con una paga honrada.

Le contó algo más de su situación, pero nada específico. Le habló de su tía Mina, la madre de Romeo, y de la promesa que le había hecho de cuidar de su hijo.

—Tú has hecho por él todo lo que has podido —contestó Paul—. Coge tus cosas, sal de esa casa y llámame cuando estés listo. Te esperaré al final de tu calle.

—Pero ¿dónde voy a vivir?

—Puedes dormir en mi sofá. Hasta que encuentres otra cosa.

—Me puedes descontar algo del sueldo.

—De eso olvídate, Conrad. Tú llámame, ¿eh?

Gaskins se había pasado casi todo el día dándole vueltas al asunto. Pero ahora ya tenía el equipaje hecho y estaba listo. Pensó en Mina Brock, y en su promesa. Hacía tiempo que Romeo no iba a verla. Él, Conrad Gaskins, sería ahora su hijo. Ella lo entendería, aunque no pudiera expresarlo con palabras. Gaskins lo sabía, y aun así se sentía culpable.

Por fin cerró la bolsa y salió de la habitación.

Romeo Brock, que acababa de despertarse de una siesta, oyó los pasos de su primo. Se sentó en la cama, se desperezó y se acercó a la cómoda, donde tenía la cartera, las llaves y el tabaco. Cada vez que se levantaba comprobaba automáticamente si seguían allí. Al lado estaban las dos maletas Gucci.

En la cómoda tenía también su Gold Cup del 45 y el picador de hielo, con un corcho en la punta. Le gustaba llevarlo atado a la pantorrilla. Cuando lo agarraba del mango para sacarlo, la cinta adhesiva arrancaba el corcho. Tal vez lo había visto en una película, pero con el tiempo se había convencido de que había sido idea suya. Un hombre capaz de inventar un sistema así no podía ser estúpido.

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