—¿Tú crees?
—Dímelo tú.
—Ya, porque yo tengo experiencia con eso, ¿no? ¿Es eso lo que me estás diciendo? —preguntó Holiday.
Ramone no contestó.
—Nunca me preguntaste por Lacy —insistió Holiday.
—Iba a hablar contigo, pero decidiste entregar la placa.
—La jodiste tú. Tendrías que haberla hecho declarar ante el juez, en lugar de darle tiempo para largarse.
—Ya lo sé.
—El día que tu confidente me vio hablando con ella, antes de que desapareciera, ¿te acuerdas? Pues no estábamos hablando de policías corruptos ni de nada que tuviera que ver con tu caso de Asuntos Internos.
—¿De qué hablabais entonces?
—Que te den por el culo, Gus.
—Me interesa. Además, siempre has querido decírmelo, así que no te cortes y suéltalo de una vez.
—Le di algún dinero. Quinientos dólares. Para que se sacara un billete de autobús y volviera al villorrio del que hubiera salido, y un poco más para ayudarla a empezar de nuevo. Intentaba salvarle la vida, porque su chulo, Mister Morgan, habría encontrado la manera de hacerla picadillo, tanto si declaraba como si no. El hijo de puta era de ésos. Pero claro, tú qué ibas a saber, trabajando desde la oficina. Si hubieras hablado conmigo de hombre a hombre, lo habrías entendido.
—Me jodiste el caso. No pudimos siquiera acusar a los policías corruptos. Y Morgan mató a un tipo seis meses más tarde. Lo único que hiciste fue joderlo todo.
—Estaba ayudando a esa chica.
—Eso no era lo que hacías. Ella misma me lo contó en uno de los interrogatorios. Así que ahora no me vengas con lecciones morales.
—Yo le eché una mano —insistió Holiday. Pero lo dijo sin convicción y sin mirar a Ramone a los ojos.
—Lo siento, Doc. Mira, yo desde luego no me alegré de que te fueras.
El sol se reflejaba en el agua, a la derecha del parking, donde el río formaba un estanque. Holiday dio la última calada al cigarrillo y lo aplastó con el pie.
—Bueno, ¿cuál es el favor? —preguntó.
—Es complicado. Un tal Aldan Tinsley robó la pistola de Asa Johnson después de que el chico se suicidara. Aldan le vendió la pistola a un tipo llamado Dominique Lyons, que a su vez la utilizó en un homicidio la noche siguiente. Tinsley ha confesado, pero yo la cagué. Le di unas cuantas hostias a Tinsley y le negué tres veces el abogado que pedía. Cuando el abogado se entere y cambien las declaraciones, podría tener un problema. Estos tíos son mala gente y los quiero ver encerrados.
—¿Y qué necesitas?
—Que identifiques a Alan Tinsley, que digas que era el hombre que viste atravesar el jardín aquella noche.
—Ya te dije que yo sólo vi a uno que parecía un semental. Es lo único que recuerdo de él.
—No me importa lo que viste, Doc. Yo te estoy diciendo lo que necesito.
Holiday sonrió.
—Vaya, así que no eres tan legal.
—¿Lo harás?
—Sí.
—Gracias. Ya te llamaré para la identificación.
Ramone dio media vuelta para dirigirse a su coche.
—Gus…
—¿Qué?
—Te pido disculpas por lo que dije de tu mujer. Dicen que es buena gente. Es que estaba borracho.
—No te preocupes.
—Supongo que te tengo envidia.
—Ya…
—Yo no voy a tener una familia. —Holiday entornó los ojos contra el sol—. ¿Sabes? Cuando iba de uniforme me mandaron a ver al loquero del departamento. Mi teniente lo recomendó por mi hábito de beber y lo que él llamaba mi excesiva promiscuidad. Decía que mi estilo de vida interfería con mi trabajo.
—Qué cosas.
—Así que me fui a ver al tuercas, y me puse a hablarle de mi rollo personal. Y el tío me suelta: «Se me ocurre que tiene usted miedo a la separación», o no sé qué chorrada parecida, por lo jodido que estuve cuando murió mi hermana pequeña. Según el loquero, huyo de las relaciones porque tengo miedo de… ¿cómo lo dijo él? De «perder a mi compañera por circunstancias que escapan a mi control». Yo le solté que podría ser eso o también podría ser que me gusta follar con muchas tías. ¿Tú crees que será eso, Gus?
—Y yo que pensaba que me ibas a contar una historia bonita, de esas con moraleja y todo.
—Otro día. —Holiday se miró el reloj—. Ahora me tengo que ir.
Ramone tendió la mano y Holiday se la estrechó.
—Eras un buen policía, Doc. En serio.
—Ya lo sé, Giuseppe. Mucho mejor que tú.
Holiday abrió la puerta de su Lincoln, sacó la gorra y se la puso.
—Gilipollas —masculló Ramone.
Pero sonreía.
Michael Tate y Ernest Henderson, ya bien alimentados, esperaban en el parking del Hair Raisers, en Riggs Road. Por fin salió Chantel Richards y se metió en un Toyota Solara.
—Bonito coche —comentó Tate.
—Para una tía —replicó Henderson—. ¿Qué pasa, quieres uno así tú también?
—Yo sólo digo que tiene clase. Y a ella le pega mucho.
Chantel se dirigió a la salida del parking.
—Le va a costar mucho despistarnos, con lo rojo que es el coche —dijo Tate.
—A menos que tú la dejes.
—¿Eh?
—¿A qué esperas?
—Ya voy.
—¿Todavía no estás en marcha?
La siguieron a Maryland, por Langley Park y New Hampshire Avenue. Chantel entró en el cinturón para atravesar Prince George's County. Nesto Henderson tenía razón. Con el color del Solara era muy fácil seguirlo.
Chantel tomó la salida de Central Avenue y al cabo de un kilómetro y medio giró a la derecha por Hill Road. Tate dejó un poco más de distancia entre ellos, puesto que el tráfico se había aligerado. Cuando Chantel aparcó detrás de otro coche en el arcén, al final de una cuesta, Tate aminoró y pegó el Maxima a la cuneta cien metros más atrás.
—¿Qué hace ahora, meterse en el bosque?
—No, ¿es que no lo ves? Se ha metido en una especie de camino de grava.
—Hay un coche aparcado delante de ella.
—Un Impala SS.
—Podría ser el coche de nuestro hombre. Igual está en alguna casa ahí detrás.
—Muy bien —declaró Tate—. Pues ya hemos cumplido. La hemos seguido y ya sabemos dónde para. Vamos a decírselo a Raymond.
—Todavía no hemos terminado. —Henderson empezó a marcar un número en el móvil—. Ray querrá venir.
—¿Para qué?
—A por su dinero. Ese Romeo le birló cincuenta de los grandes. —Henderson esperó a la llamada—. Ray Benjamin es un tío tranquilo hasta que se la juegas. Con esto se va a poner muy serio.
A Michael Tate se le quedó la boca seca. Tenía sed y quería salir corriendo. Por lo menos necesitaba salir del coche.
—Mientras hablas con Ray, yo voy hacia los árboles, a ver qué hay.
—Muy bien —dijo Henderson en el mismo momento en que Benjamin contestaba.
Ramone aparcó el Tahoe en la manzana 6000 de Georgia Avenue, al norte de Piney Branch Road. Bajó por la acera, giró a la derecha y avanzó unos pasos hacia la verja de hierro del Battleground National Cementery. Abrió el portón y entró entre dos cañones antiguos.
Bajó por un camino de cemento, por delante de una vieja casa de piedra que era una residencia, y varias lápidas grandes. Se dirigía hacia la pieza central del cementerio, una bandera americana ondeando en un mástil rodeada de cuarenta y una tumbas. Allí yacían los soldados de la Unión muertos en la batalla de Fort Stevens. En unos puntos fuera del círculo había cuatro poemas en placas de bronce. Ramone se acercó a una de ellas para leer la inscripción:
El triste redoble del sordo tambor toca la última retreta del soldado; ya no se encontrarán en el desfile de la vida los valientes que han caído.
Ramone miró a su alrededor. El lugar era muy tranquilo, una extensión de césped, árboles y diversos monumentos conmemorativos en un entorno urbano. A pesar del ambiente de campo, el cementerio era visible desde una transitada calle al oeste, y hacia el este, desde la manzana residencial de Venable Place. Había puntos menos arriesgados para ligar. No le parecía muy probable que Asa fuera por allí buscando sexo. Seguramente era el lugar más cercano a su casa en el que escapar de su familia y su barrio y encontrar algo de paz.
Asa les había dicho a los gemelos Spriggs que se dirigía la monumento de Lincoln-Kennedy. Seguramente querría que lo recordaran. Había querido que alguien encontrara algo que había dejado atrás, y tenía que estar allí.
Ramone volvió a la entrada del cementerio, donde estaban las cuatro grandes lápidas en fila. Y se dio cuenta de que no eran lápidas tradicionales, sino monumentos al Army Corps, la Volunteer Cavalry y las National Guard Units de Ohio, Nueva York y Pensilvania.
Uno de los monumentos, coronado por una gorra de plato, destacaba más alto que los demás. Ramone leyó la inscripción: «A los valientes hijos de Onondaga County, Nueva York, que lucharon en este campo el 12 de julio de 1864 en la defensa de Washington y en presencia de Abraham Lincoln.»
Ramone se acercó al lado del monumento, donde aparecían los nombres de los muertos y heridos. Entre ellos estaba el de John Kennedy.
Miró la tierra alrededor, dio una patada. Fue detrás del monumento y vio que un cuadrado de césped había sido colocado recientemente. Se agachó sobre una rodilla y lo levantó. En la tierra yacía una bolsa de plástico con cierre hermético, del tamaño usado para marinar la carne. Dentro había un libro sin letras en la cubierta ni el lomo.
Ramone sacó de la bolsa el diario de Asa, se sentó a la sombra de un arce en un rincón del cementerio, apoyado contra el tronco, y empezó a leer.
El tiempo fue pasando. Las sombras del cementerio se alargaban, reptando hacia sus pies.
Dan Holiday, sentado en su Town Car aparcado en Peabody, vigilaba la entrada y la salida del parking trasero de la comisaría del Distrito Cuatro. T. C. Cook estaba en Georgia, con el Marquis aparcado en la cuneta, de cara al norte. Llevaba su desvaído Stetson marrón con la pluma multicolor en la banda color chocolate. Se había puesto una chaqueta de pata de gallo y corbata.
Habían sincronizado las frecuencias de los Motorolas, y tenían las radios encendidas. Llevaban allí casi una hora.
—¿Nada? —preguntó Cook.
—Tendrá que salir pronto.
Holiday, con los prismáticos de Cook, había visto al agente Grady Dunne llegar al aparcamiento en el coche patrulla número 461 y entrar en la comisaría por la puerta trasera, vestido de uniforme.
Era un tipo de uno ochenta de altura, pálido y delgado, rubio, de rasgos afilados. En su postura erguida y su paso se adivinaba una seguridad experta, militar. No se había detenido a hablar con otros agentes que rondaban por allí en el cambio de turno, charlando y disputándose los coches patrulla más codiciados.
—¿Has visto al detective Ramone? —preguntó Cook.
—Sí, he hablado con él.
—¿Te ha puesto al día en el caso Johnson?
—Hablamos del tema, sí. —Holiday vaciló un momento—. Todavía no hay nada en concreto.
Holiday supo, por el silencio en la radio, que Cook había captado la mentira.
Dos jóvenes pasaron junto al coche de Holiday. Llevaban pantalones pirata hasta las pantorrillas, con los bordes deliberadamente deshilachados. Uno de los chicos llevaba una camiseta con las mangas cortadas en tiras trenzadas. Las trenzas acababan en diminutas cuentas. En la camiseta había un personaje pintado. Los dos chicos eran idénticos. Uno de ellos sonrió a Holiday al pasar. Holiday pensó que a pesar del coche y del traje le habían tomado por algún tipo de policía. Eso le gustó.
En el Marquis, T. C. Cook se enjugó el sudor de la frente. Se sentía un poco mareado. No estaba acostumbrado a trabajar, sería eso. La emoción del caso le había acelerado el pulso.
—¿Doc?
—Sí.
—En este coche hace un calor de cojones. Estoy sudando.
—Beba un poco de agua.
Holiday miró por los prismáticos. El rubio salía de la comisaría en dirección a un Ford Explorer último modelo color verde oscuro. Dunne llevaba un polo demasiado grande, tejanos y botas beige. El reglamento del departamento requería que los agentes llevaran el arma en todo momento, incluso no estando de servicio. Por el tamaño del polo Holiday calculó que Dunne llevaba la Glock en la cartuchera a la espalda.
—Esté al tanto, sargento. Se ha metido en el coche y está a punto de salir.
—Bien.
—Si va hacia el norte, le toca a usted. Deje el móvil encendido, por si fallan las radios.
—De acuerdo, chico.
—Está en Peabody. Viene hacia Georgia.
—Entendido.
El Explorer giró en dirección a Georgia Avenue.
—Suyo —dijo Holiday.
Siguieron a Dunne por la avenida. Cook se mantenía varios coches por detrás, pero sin perder de vista el Explorer, saltándose los semáforos en ámbar y alguno que otro en rojo. La misión de Holiday era mantener a la vista el Marquis de Cook confiando en que Dunne no estuviera muy lejos. Cook informó por radio que lo iba siguiendo.
Dunne cruzó la línea District hacia Silver Spring, un desfiladero artificial cada vez más congestionado que consistía en altos edificios, cadenas de restaurantes, farolas nuevas diseñadas para parecer antiguas, una calle de ladrillo y otras afectaciones urbanas. Dunne giró a la derecha en Elsworth y luego a la izquierda para meterse en un parking.
—¿Qué hago? —preguntó Cook, con la radio pegada a la boca.
—Aparque en la calle y relájese. Ya me encargo yo.
Holiday adelantó a Cook y se metió en el parking también. Sacó el ticket en la barrera y subió por la rampa una planta tras otra hasta ver el Explorer, que aparcaba en una de las plantas más altas. Dunne salió del Ford y fue hacia un puente de cemento entre el parking y un hotel de reciente construcción.
Para Holiday, los hoteles eran para ligar y beber. Esperó diez minutos y luego se puso la gorra de chófer y siguió el mismo camino que Dunne.
La entrada al hotel desde el parking daba a un pasillo y a una oficina, y luego a una zona abierta donde estaba la recepción, varios asientos y un bar. Dunne estaba en la barra, con una copa de algo transparente delante. Era evidente que estaba solo, aunque había otras personas sentadas. Dunne le daba la espalda a Holiday, de manera que éste se movió con confianza hacia los sillones y se sentó en una butaca cerca de una mesa con revistas.
No sería raro que un chófer esperase allí a que bajara algún cliente de su habitación. Holiday abrió una revista, pero sin quitar el ojo de encima a Dunne.