—Chantel —llamó con voz débil, apoyando la frente en la puerta.
Notó el cañón de la pistola en la nuca.
—No te muevas si no quieres que te salte la tapa de los sesos.
Brock no se movió. El hombre de su espalda le sacó el Colt del cinto.
—Date la vuelta, despacio.
Era un joven con una gorra azul de los Nationals ligeramente ladeada. Llevaba una automática en una mano y la Gold Cup de Brock en la otra. Se le notaba en los ojos que no vacilaría en matar.
—Por aquí —indicó Ernest Henderson, metiéndose la Gold Cup en los tejanos. Retrocedió por el pasillo sin dejar de apuntar a Brock con la Beretta. Al llegar al salón, Henderson le indicó que se sentara de frente a la puerta abierta—. Las manos en los brazos de la butaca.
Cuando Brock obedeció, Henderson le dio varias veces al interruptor de la luz. Enseguida entró en la casa un hombre guapo y alto con una Desert Eagle del cuarenta y cuatro Magnum, que miró ceñudo a Brock.
—¿Eres Romeo?
Brock asintió.
—¿Dónde está mi dinero?
—Está aquí-dijo Brock.
—He dicho dónde.
—En el dormitorio, en la parte de atrás. Hay dos maletas…
—¿Hay alguien más en la casa?
—La mujer del gordo está en el dormitorio.
—¿Y tu compañero?
—Se ha ido.
—Vamos, Nesto. -Benjamin alzó la pistola con indiferencia, apuntando a Brock-. Y comprueba todas las habitaciones. A ver si este cabrón hijo de puta nos la está jugando.
Henderson salió al pasillo y Benjamin se quedó mirando a Brock, que apartó la vista. Ambos escucharon los ruidos de Henderson mientras inspeccionaba la cocina y la habitación donde dormía Conrad Gaskins.
—El dormitorio está cerrado-informó.
—Dale una patada —repuso Benjamin.
Henderson lo intentó varias veces, gruñendo con el esfuerzo. Por fin la puerta cedió y Henderson volvió al salón con una maleta Gucci.
—Sólo hay una. Y tampoco había ninguna chica. La ventana estaba abierta, así que, si es que estaba, se ha marchado.
—Abre la maleta —ordenó Benjamin a Brock—. Dale la vuelta para que la veamos, y ábrela.
Henderson le dejó la maleta a los pies y se apartó. Romeo se inclinó para abrir la cremallera y todos se quedaron mirando la ropa de mujer que había dentro. Por un momento nadie dijo nada.
Mikey tenía el dinero, pensó Benjamin. Tenía el dinero y a la chica y estaría esperando en los coches. No se le ocurriría robarle, no después de todo lo que había hecho por Dink y por su madre.
—Chantel —dijo Brock. No estaba enfadado, sino orgulloso de ella. Esa mujer era puro fuego, y él allí, haciendo el gilipollas. Miró a Benjamin con una chispa de desafío en los ojos.
—Sí, Chantel —repitió Benjamin. Luego se volvió hacia Henderson—. No pierdas de vista a este imbécil.
A continuación se sacó el móvil del bolsillo y pulsó la tecla 3, el número de marcación rápida de Michael Tate.
Cuando oyó pasos pensó que sería él, pero al volverse vio a un hombre blanco que salía de la oscuridad del porche y entraba deprisa en la casa. Llevaba una pistola en la mano, y el brazo tenso.
—¡Policía! —exclamó Grady Dunne—. ¡Policía! -Tenía la cara fiera, congestionada, y movía la pistola de Benjamin a Henderson-. ¡Soy policía! ¡Soltad las armas ahora mismo!
Benjamin no se movió. No tiró el arma. Miró la HK que llevaba Dunne en la mano. No era una pistola de la policía.
—¡He dicho que tires la puta pistola ahora mismo!
Ernest Henderson seguía apuntando a Brock con la Beretta. Giró la cabeza para mirar al que decía ser policía. Era rubio, y tenía hinchada la vena del cuello. Henderson esperó a que Benjamin dijera algo, cualquier cosa. Pero el jefe no le dijo qué hacer.
—¡Tirad las armas!
Brock miró el cuello de Henderson, fijándose en el punto en el que se unía a los hombros. Y pensó: «Ahí es donde le voy a clavar el picahielos. Directamente en la columna. Hablarán de mí hasta el fin de los días, dirán mi nombre, contarán lo que hice. Que me enfrenté a dos pistolas con un trasto para cortar hielo. Yo, Romeo Brock.»
Brock se sacó el picahielos de la pantorrilla. Tal como esperaba, al sacarlo saltó el corcho de la punta. Se puso en pie, con el brazo alzado y se acercó a Henderson.
—Detrás de ti, Nesto —advirtió Benjamin con calma.
Henderson se volvió y disparó a Brock en mitad del pecho. La pistola le brincó en la mano. Brock retrocedió contra la silla y cayó braceando a través de una bruma escarlata.
Dunne disparó dos veces en dirección a Benjamin. La primera bala le atravesó el hombro y le abrió un agujero del tamaño de un puño en la espalda. La segunda, más alta por el retroceso, le tocó la arteria carótida al atravesarle el cuello.
Benjamin disparó su cuarenta y cuatro entre una nube de humo y una rociada de sangre al perfil del hombre que decía ser policía. Luego cayó, todavía disparando. Vio al hombre estrellarse contra la pared, y cerró los ojos.
Grady Dunne trastabilló hacia la puerta. Volvió la vista hacia el tipo con la gorra de béisbol, que seguía en mitad de la habitación, todavía armado. El joven sacudía la cabeza como para librarse de lo que había pasado.
Dunne intentó alzar la pistola, pero se le abrió la mano y se le cayó.
—Dios —masculló, llevándose la mano al estómago, que estaba empapado en sangre que ahora le rezumaba entre los dedos. El dolor era extremo. Atravesó la puerta y salió al porche a trompicones. Notaba aire a la espalda. Se dio la vuelta como si estuviera bailando o borracho, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al camino de grava.
Miró las ramas de un tulipero, y más allá las estrellas.
—Agente abatido —susurró, en un hilo de voz tan débil que no se oyó ni él mismo. Tenía en la boca un regusto a sangre. Tragó y respiró deprisa, y abrió los ojos con expresión de miedo. En su campo de visión había entrado el tipo que parecía un semental. El hombre se acercó a Dunne y le apuntó al pecho. Las lágrimas le corrían por la cara.
—Nueve-uno-uno —dijo Dunne. Sintió que la sangre caliente le salía por la boca y le chorreaba por la barbilla.
El joven bajó el arma, se la metió en el cinto y la tapó con la camisa.
Dunne oyó sus pasos en la grava y luego el ruido que hacía al correr.
Se quedó oyendo los grillos, mirando las ramas y las estrellas. «No puedo morir», pensó. Pero pronto la vista y el sonido se desvanecieron, y Grady Dunne se unió a Raymond Benjamin y a Romeo Brock en la muerte.
Cuando Dan Holiday volvió al parking de la gasolinera de Central Avenue vio que T. C. Cook había desaparecido. Intentó llamarle por la radio Motorola y luego por el móvil, sin resultado. Advirtió que el Buick de Reginald Wilson seguía aparcado detrás del edificio. Cook se habría cansado de la vigilancia, o estaría fatigado después de un día de trabajo y habría vuelto a su casa. Holiday pensó en acercarse allá para comprobarlo y quedarse tranquilo.
Pero el Marquis de Cook tampoco estaba junto a la casa amarilla de Dolphin Road. Holiday, sentado en el Town Car, llamó al teléfono de Cook, pero le saltó el contestador. La luz del porche estaba encendida, aunque seguramente la habría activado un sensor. La casa se hallaba a oscuras.
Entonces llamó al número de Ramone.
—¿Sí?
—Soy Holiday.
—Hola, Doc.
—¿Dónde estás? Parece una fiesta.
—En el Leo's, tomando una cerveza. ¿Qué quieres?
—El sargento Cook y yo hemos hablado con nuestro amigo el poli, el del coche cuatro sesenta y uno. No está involucrado.
—Menuda sorpresa.
—Pero he perdido a Cook. Tuve que dejarle por un momento, y cuando volví ya no estaba. He ido a su casa y tampoco está ahí. Estoy pensando que igual estaba confuso o algo. Ni siquiera sé si puede leer los nombres de las calles.
—Ha tenido un derrame, no Alzheimer. Ya aparecerá.
—Estoy preocupado. —Holiday esperó respuesta, pero sólo oía el ruido del bar—. ¿Gus?
—Mantenme informado. Yo me voy a quedar aquí todavía un rato.
Holiday se quedó sentado en el Lincoln, pensando en el viejo. ¿Adónde podía haber ido? Sólo se le ocurría un sitio.
T. C. Cook se hallaba sentado al volante de su Marquis, aparcado en una calle lateral de Good Luck Estates, una comunidad de Good Luck Road, en New Carrollton. Miraba la casa de Reginald Wilson. Estaba a oscuras, de hecho en todo el barrio sólo había unas cuantas luces y la calle estaba tranquila y en penumbra.
Cook llevaba ya allí un rato, pensando.
Cuando Reginald Wilson salió de la cárcel, se instaló en aquella casa, donde antes vivían sus padres, ahora muertos. Tenía que haber guardado en algún sitio sus posesiones, antes de entrar en prisión, tal vez en la misma casa de sus padres. Cook sabía que Wilson jamás habría abandonado su querida colección de álbumes de jazz eléctrico. Tal vez entre todo aquel vinilo habría alguna pista. Además, suponía que Wilson habría guardado las muestras de pelo, sus trofeos de los Asesinatos Palíndromos, puesto que cuadraba con el comportamiento habitual de esa clase de asesino. T. C. Cook se veía forzado a creer que aquellos mechones de pelo, tomados veinte años atrás de Otto Williams, Ava Simmons y Eve Drake, estaban en esa misma casa que ahora tenía delante, y estaba convencido de que aquél era un buen momento para comprobar su hipótesis.
Sabía que estaba a punto de cometer un delito, pero se le agotaba el tiempo. Había muchas posibilidades de que las muestras no estuvieran en la casa. Pero tal vez sí encontrara algo, cualquier cosa que pudiera relacionar a Reginald Wilson con las muertes de aquellos chicos, algo con lo que volver a abrir el caso. Cook buscaba alguna prueba irrefutable que incitara al detective Ramone a pedir al juez una prueba de ADN de Wilson. Estaba seguro, como ya lo estaba en 1985, de que Wilson era el asesino.
Sacó la minigrabadora de la guantera y habló en el micrófono:
—Soy el sargento T. C. Cook. Estoy a punto de entrar en casa de Reginald Wilson, en Good Luck Estates. Tengo razones para creer que en la casa hay pruebas que relacionarán al señor Wilson con los llamados Asesinatos Palíndromos, sucedidos en Washington D.C. en 1985. Busco muestras de pelo, concretamente las que se to… tomaron de las víctimas. No tengo orden judicial. Ya no soy agente en activo de la policía. Trabajo con un joven llamado Dan Holiday, que es un buen policía. Pero quiero declarar que él no tiene nada que ver con la acción que estoy a punto de emprender. Hago esto por propia voluntad, esperando proporcionar algo de paz a las familias. Y también a los niños que fueron asesinados.
Cook grabó la fecha y la hora y apagó la máquina. Quería que quedara constancia de todo, por si le tomaban por un ladrón y le pegaban un tiro cuando entrara en la casa. No quería que su legado fuera el de un viejo loco asaltador de domicilios, de la misma categoría de esos chiflados que salen a la calle en pijama. Quería que la gente conociera sus intenciones.
Hacía fresco esa noche, pero Cook estaba sudando bajo la chaqueta. Se la quitó y la dejó doblada en el suelo del coche. También se quitó el Stetson y miró las marcas de sudor que había dejado por dentro. Lo colocó en el asiento, junto a la grabadora. Abrió y cerró la mano izquierda. La tenía agarrotada.
Por fin salió del coche y se acercó al maletero trastabillando un poco. Desenroscó la bombilla porque no quería llamar la atención y no necesitaba la luz. Sabía dónde estaba todo.
Se puso unos guantes de látex y tomó su linterna Stinger y la barra de hierro. Le resultaba difícil sostener la linterna, porque tenía el brazo entumecido. Oía su propia respiración pesada y el sudor le corría por la espalda. Esperó un momento a que se le calmara el corazón antes de cerrar el maletero y encaminarse hacia la casa.
Primero recorrió un costado. Su plan era forzar la puerta trasera con la palanca, pero se sentía mal y tuvo que detenerse. Estaba mareado, necesitaba tumbarse, de manera que volvió al coche.
El asiento trasero era tentador. Se tumbó en él, dejando caer al suelo la palanca y la linterna, y cerró la puerta. Tenía la mejilla derecha sobre la fría tapicería de vinilo. El brazo izquierdo le dolía mucho, y ahora el dolor le había pasado al cuello, provocándole una terrible presión en la cabeza.
Ya se le pasaría, pensó. Cerró los ojos. Estaba babeando sobre el asiento.
Cuando T. C. Cook abrió los ojos era de día. Había dormido toda la noche en el coche. Se sentía mejor.
Se incorporó. Estaba de nuevo en Dolphin Road, aparcado delante de su casa. El revestimiento amarillo estaba tan limpio como el día que lo había instalado, muchos años atrás. En el ventanal de la fachada una mujer miraba a través de las cortinas entreabiertas. Se parecía a su mujer. En la acera un niño y una niña daban a la comba, y otra niña saltaba entre ellos.
Cook cogió su Stetson, que parecía nuevo. Se lo puso y bajó del coche.
El sol era agradable en su cara y el aire olía a lilas. Su mujer cuidaba amorosamente del árbol que florecía en el jardín. Debía de ser abril, pensó, porque era cuando salían las lilas.
Se acercó a los niños que jugaban en la calle. El chico tenía unos doce años. Era larguirucho y usaba gafas muy gruesas. La niña que sostenía el otro extremo de la cuerda también era muy joven, pero ya se le adivinaban curvas de mujer. En sus ojos se veía una chispa traviesa.
La que saltaba a la comba ágilmente era de piel oscura y tenía unos preciosos ojos castaños. La luz se reflejaba en las cuentas de colores que llevaba en la trenza. Salió de la comba con soltura y se quedó mirando a Cook, sonriendo.
Él le devolvió la sonrisa.
—Hola, jovencita.
—¿Sargento Cook?
—Soy yo.
—Creíamos que se había olvidado de nosotros.
—No, cariño. Nunca os he olvidado.
—¿Quiere jugar?
—Soy demasiado viejo. Si no te importa, me quedo aquí mirando.
Eve Drake hizo un gesto con la mano y los niños reanudaron su juego. T. C. Cook caminó hacia ellos bajo la brillante y cálida luz.
Holiday puso los dedos en el cuello de T. C. Cook y no encontró pulso. El viejo tenía la cara cerúlea bajo la luz del Mercury. Holiday había visto bastantes cadáveres para saber que estaba muerto.
Cerró la puerta y volvió a su Lincoln, desde donde llamó a Gus Ramone para contarle lo que había pasado. Ramone prometió acudir enseguida.