Dunne le miró inexpresivo desde su coche.
—¿Qué pasa?
—Tienes la rueda trasera deshinchada, te lo quería advertir.
Dunne no le agradeció la información. Dijo algo al móvil, colgó y lo dejó en el compartimento a su derecha.
Cuando el semáforo se puso en verde, arrancó para detenerse más adelante en la cuneta, donde habían montado un quiosco de pescado. Holiday aparcó el Town Car detrás de él y apagó la radio y el móvil. Dunne ya había salido para echar un vistazo a la rueda. Holiday se acercó a él, buscando con la mano su cartera. Cuando Dunne vio el gesto, tocó instintivamente la pistola que llevaba a la espalda.
Pero no la sacó. Se quedó esperando con los pies separados. Era delgado y unos cinco centímetros más alto que Holiday. Llevaba el pelo rubio cortado a cepillo y tenía unos ojos azules muy claros.
—Eh —saludó Holiday, con la cartera abierta en la mano—. No hay problema. Sólo quería enseñarte mi identificación.
—¿Por qué?
—Déjame explicar…
—A la rueda no le pasa nada. ¿Por qué me has dicho que estaba deshinchada?
—Me llamo Dan Holiday. —Le enseñó el carnet de conducir, asegurándose de que la vieja tarjeta de la policía se viera bien—. Policía retirado. Tú también eres poli, ¿no?
Dunne miró al hombre de origen hispano que trabajaba en el quiosco y que en ese momento servía a un cliente a través del mostrador. Luego se volvió de nuevo hacia Holiday.
—¿Qué quieres?
—Oglethorpe Street, Northeast. El jardín comunitario. Yo estaba allí después de medianoche, en la madrugada del miércoles. Te vi en tu coche patrulla. Llevabas a alguien detrás.
Dunne lo reconoció entonces.
—¿Y?
—Supongo que ya sabes que esa mañana se encontró en el jardín el cadáver de un chico.
—¿Qué has hecho, seguirme hasta aquí?
—Justo, te he seguido.
Dunne estiró los labios en algo parecido a una sonrisa.
—El chófer borracho que estaba durmiendo la mona. Me acuerdo.
—Y yo me acuerdo de ti.
—¿Qué es esto, chantaje? Porque antes de darte un puto duro voy a mis superiores a contarles que estuve allí.
—No quiero dinero.
—Entonces, ¿qué coño te pasa?
—Han matado a un chico. Busco respuestas.
—¿Tú qué eres, uno de esos pringados que se pasa el día escuchando la radio de la policía?
—¿Sabías lo del chico cuando estabas de patrulla esa noche?
Dunne negó con la cabeza.
—No, me enteré al día siguiente.
—¿Y por qué no fuiste a declarar?
—¿Para qué?
—Porque eres policía.
—Te lo acabo de decir. En aquel momento yo no sabía nada, así que no tenía ninguna información pertinente al caso.
—Si me viste allí aparcado y pensaste que estaba borracho, ¿por qué no te paraste a echar un vistazo?
—Estaba ocupado.
—¿Qué hacías en una calle sin salida con un pasajero en el coche?
—Pero ¿tú quién coño eres?
—Un ciudadano preocupado.
—Que te den por culo. —¿Qué hacías en esa calle?
—Correrme en la boca de una puta, ¿contento?
—Tú no eres policía —le espetó Holiday asqueado.
Dunne se echó a reír y dio un paso hacia él. Holiday detectó el triste y familiar olor del caramelo de menta por encima del vodka.
—¿Algo más? —preguntó Dunne.
—¿Conoces a Reginald Wilson?
Holiday le miró a los ojos. No leyó nada en ellos, ninguna chispa de reconocimiento.
—¿A quién?
—El tipo que trabaja en la gasolinera donde acabas de parar. ¿No lo conoces?
—Oye, gilipollas, no tengo ni zorra idea de qué hablas. Entré en una gasolinera cualquiera a echar gasolina.
—¿Cómo era el empleado?
—Pues un negro, supongo. ¿Quién si no trabaja en esos sitios? Ni siquiera le miré la cara.
Holiday le creyó y notó que se quedaba sin energía.
—Te van a llamar para interrogarte sobre lo de Oglethorpe —advirtió.
—¿Y?
—Ya nos veremos.
Dunne le dio con el dedo en el pecho.
—Ya me estás viendo ahora.
Holiday no contestó.
Dunne sonrió con los dientes apretados.
—¿Me quieres poner a prueba?
Holiday mantuvo las manos en los costados.
—Ya me lo imaginaba —dijo Dunne.
Volvió a meterse en el Ford y se marchó. Holiday se quedó mirando las luces traseras hasta que se desvanecieron de su vista. Luego se encaminó a su propio vehículo para volver a la gasolinera.
Dunne era una manzana podrida, pero no estaba involucrado en el caso de Asa Johnson y no conocía a Reginald Wilson.
Se había terminado. Tenía que decírselo al viejo.
Michael Tate avanzaba por la arboleda. Empezaba a anochecer y árboles y ramas habían perdido su color y eran meras siluetas contra el cielo gris. El bosque no era muy denso, y desde allí se veía la casa. Caminaba con paciencia y cuidado, sin hacer ruido apenas.
Llevaba a la espalda una pistola barata, una Taurus del nueve que le había vendido Nesto. No sabía lo que haría cuando se colocara detrás de la casa, pero sí sabía que no pensaba matar a ninguna chica.
Raymond Benjamin estaba convencido de que Michael Tate estaba en deuda con él. Benjamin le mandaba dinero a su madre todos los meses, le había dado a Tate un trabajo, aunque Tate no era necesario y hacía poco más que sacar brillo a las ruedas de los coches recién comprados. Tate estaba en deuda y ya era hora de que se lanzara del todo y cumpliera con el rito de paso definitivo: tomar una vida con una pistola.
Pero Tate no creía deberle nada a Benjamin. Su hermano mayor, Dink, se había negado a testificar en el juicio de Benjamin, y gracias a eso pasaría en la cárcel los siguientes veinte años y saldría ya convertido en un hombre de mediana edad sin ninguna perspectiva. El dinero que Benjamin enviaba todos los meses a su madre, unos doscientos dólares, no llegaba ni para pagar la cesta de la compra. Y además, por mucho que le mandara, jamás la compensaría por la pérdida de su hijo.
Ahora Benjamin estaba a punto de meterle a él hasta las cejas en aquella vida, como había hecho con Dink hacía mucho tiempo.
Y Michael había visto las consecuencias de ello, tanto en su familia como en muchas otras, en el barrio donde se crio. No pensaba saltar a ese abismo. Además, él no creía que matar te convirtiera en un hombre. Eso eran leyendas de la calle, que en su mayoría eran una idiotez. El juego de la violencia le había roto a su madre el corazón y había robado la juventud a su hermano. Era todo lo que necesitaba saber. A él no le iba a pasar.
Tate se encontró en la línea de árboles detrás de la casa. Había luz en una de las ventanas y se veía el torso de una mujer. Tenía el pelo rizado sobre los hombros. Estaba sentada, frotándose las manos. Era la oscura silueta de una mujer en una habitación, enmarcada en la ventana, atrapada en aquel cuadrado. El perfil recortado de una criatura tensa y hermosa atrapada en una habitación.
Tate salió despacio de entre los árboles para encaminarse hacia la casa.
Chantel Richards notó una presencia y alzó la vista. Una figura avanzaba hacia la ventana. Volvió la vista a la puerta cerrada del dormitorio. Sabía que debería abrirla para avisar a Romeo. Porque seguramente era uno de los hombres que venían a por él. Pero no hizo nada. Se quedó mirando la cara del joven, que se acercaba cada vez más, hasta pegar la cara al cristal. Chantel vio en sus ojos castaños que no había ido a hacerle daño, de manera que abrió la ventana para poder hablar.
—¿Chantel?
—No hables tan alto.
—Tú eres Chantel —susurró Tate.
—Sí.
—Yo me llamo Michael.
—¿Has venido a matarnos?
—Si te quedas aquí, sí.
—Entonces, ¿por qué no estás disparando?
—Te estoy dando la oportunidad de salir antes de que se líe.
Chantel miró hacia la puerta de la habitación. Tate vio que le temblaba la mano, y se la tomó a través de la ventana.
—Venga, mujer —la apremió—. Lo que tenga que pasar pasará tanto si te quedas como si no. Pero si te quedas, morirás.
—Necesito mi maleta.
—Y la llave del coche —sugirió Tate.
Chantel se acercó a la cómoda en el otro extremo de la habitación. Allí miró algo en el suelo, vaciló y por fin se inclinó para recoger una maleta. Volvió hacia la ventana, y Tate se hizo cargo del equipaje y luego la ayudó a salir, tomándola en brazos y bajándola suavemente hasta que sus pies tocaron el suelo.
Tate le miró los pies. Llevaba unas sandalias de leopardo con tacones de diez centímetros. Había visto una fotografía de aquel mismo modelo en una revista.
—Vamos hacia el bosque —indicó—. ¿No llevas en la maleta otros zapatos? Esas Donald Pliner deben costar unos doscientos cincuenta dólares.
—No tengo más zapatos, no. —Chantel le miró interesada—. ¿Cómo sabes que son unas Pliner?
—Bueno, es que me interesa la moda. No te preocupes, que no soy un bicho raro ni nada de eso.
—No me lo parecía.
—Vámonos —dijo Tate tirándole del codo y guiándola hacia la línea de árboles.
—Espero que tengas un plan.
El plan de Michael Tate era internarse en el bosque y quedarse allí esperando a que estallara el infierno. Luego bajarían a Hill Road y se marcharían en el Solara de Chantel. Aunque no sabía adónde.
—Confía en mí.
Chantel le apretaba la mano cuando se internaron en el bosque.
El agente Grady Dunne subía despacio por Hill Road. Al acercarse a la bocacalle hacia la casa de Brock, advirtió los muchos coches. Estaba el SS de Brock, y el Toyota rojo que según Brock pertenecía a la chica. Y mucho más atrás, un Mercedes de la serie S y un Maxima último modelo. Dunne apagó el motor. Pensó en llamar a Brock al móvil, pero al final no lo hizo. Si los dueños de los coches eran los que habían venido a reclamar su dinero, como Brock había predicho, era posible que ya estuvieran en la casa. Dunne prefería mantener el efecto sorpresa.
Sacó su Glock del diecisiete oficial y la metió bajo el asiento del Explorer. Allí tenía su última adquisición, una Heckler Koch del cuarenta y cinco, de diez disparos, que le había confiscado a un sospechoso en Park View. Tenía el número de serie borrado. Se la enfundó donde antes llevaba la Glock y salió del SUV.
Recorrió el camino de grava, furioso y cargado de adrenalina. Aquel tipo que decía ser ex policía, el chófer que pretendía extorsionarlo, le había sacado de quicio. No, Dunne no tenía de qué preocuparse. No había mentido acerca de la noche en Oglethorpe. Llevaba en el coche a una confidente, una bailarina prostituta que conocía, y ella le había hecho una mamada junto a las vías del metro. Los de Asuntos Internos podían buscarle las cosquillas si les apetecía, pero la chica jamás testificaría. Dunne ignoraba aquella noche que hubiera un cadáver en el jardín. Cuando se enteró, fue al escenario del crimen, habló con los agentes de Homicidios y comprobó que nadie sabía de su presencia en el lugar la noche anterior. En cuanto al tipo de la gasolinera sobre el que el chófer le había preguntado, Dunne no sabía quién era.
La rabia era buena, le mantendría a punto para la tarea que le esperaba.
Romeo Brock había sido un problema, aunque no era culpa de Dunne. Él había tenido cuidado en sus tratos con Brock y su primo Gaskins. El confidente de Dunne, Lewis
Cara de Pez
, le había hablado de un tal Romeo Brock, un joven de grandes ambiciones que se jactaba de ellas a voces en el Hannibal's, un bar de Florida Avenue. A través de Cara de Pez Dunne le pasaba información a Brock con respecto a los traficantes independientes y sin protección a los que se podía atracar sin demasiado miedo a las consecuencias. Dunne no se encargaba personalmente de estos traficantes, ni dejaba que le vieran con Brock o Gaskins. Lo había aprendido de aquellos dos policías de Baltimore, a los que habían empapelado ese mismo año precisamente por cometer aquel error. Deberían haber sabido que al final alguien acabaría traicionándoles y poniendo fin a la fiesta. Dunne era más listo. Después de los robos pasaba con el coche por la zona para asegurarse de que todo estaba tranquilo. Pero jamás participaba en el crimen, sólo de los beneficios.
Ahora Brock, ansioso por crearse una reputación, le había pegado un tiro a un tipo sin razón alguna y se había llevado a la mujer de otro. Dunne pensaba ir a ver a Brock y a Gaskins esa tarde para llevarse su parte de los cincuenta mil dólares. No era común que se viera con ellos cara a cara, pero Dunne no confiaba en Cara de Pez con esa cantidad de dinero. Luego Brock le llamó para decirle que Gaskins se había largado y que podía haber problemas. De manera que Dunne se vio obligado a ir a la casa, donde no quería estar, forzado a una situación de violencia potencial y directamente involucrado. Esperaba poder resolver la situación mediante intimidación, más que mediante la fuerza. Había sido un error asociarse con Brock, pero era un error que tenía solución.
Dunne había descubierto que detrás de la placa y la pistola podía hacer cualquier cosa. Por eso se había hecho policía.
Giró y entró en el camino de grava. Sacó la cuarenta y cinco para meter una bala en la recámara. Pensaba entrar directamente. No era un criminal. Era la policía.
Romeo Brock estaba en el porche de su casa fumándose un pitillo. Tenía agarrotado el estómago y las manos le sudaban. Era consciente de su miedo, y lo aborrecía. Un hombre como él, la clase de hombre que imaginaba ser, no tenía que sentir miedo. Y a pesar de todo, tenía las manos húmedas.
Miró hacia la oscuridad. La noche había caído. Esperaba ver a Conrad volver a casa por el camino de grava. Conrad, que era fuerte de cuerpo y voluntad, sabría qué hacer. Pero Conrad no apareció.
Brock había llamado de nuevo a Dunne después de haber hablado con él anteriormente, pero esta vez le saltó el buzón de voz.
Creyó oír algo en la parte trasera de la casa. Pero serían los nervios, seguramente. O sería Chantel, que había subido el volumen de la radio. Mejor sería ir a comprobarlo.
Apagó el Kool en la baranda del porche y entró en la casa sin cerrar la puerta. El estómago le enviaba mensajes. Quiso girar el pomo del dormitorio pero estaba bloqueado, de manera que llamó a la puerta. No hubo respuesta. Terminó aporreándola con el puño.
—¡Chantel! ¡Abre!
Brock pegó la oreja a la puerta. No se oían los pasos de Chantel, ni ninguna otra cosa excepto la radio. La canción que sonaba era una que había oído muchas veces, aquella de
Been around the World
. Solía gustarle, pero ahora el tema parecía burlarse de él, hablándole de lugares que jamás vería.