El jardinero nocturno (15 page)

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Authors: George Pelecanos

Tags: #Policíaco

BOOK: El jardinero nocturno
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—Sonríe ahora, cabrón —dijo Brock.

—Vámonos —le apremió Gaskins. Brock, que saboreaba lo que acababa de hacer, ni siquiera se movió, de manera que Gaskins tuvo que repetir a gritos—: ¡Vámonos!

—¿Te vienes? —le preguntó Brock a Chantel.

La mujer atravesó la sala para acercarse a ellos.

—¿Quién eres? —quiso saber Tommy Broadus.

—Romeo Brock. Cuéntaselo a tus nietos, gordo.

—Has cometido un error, Romeo.

—Tengo tu dinero y a tu mujer. Desde aquí no parece un error.

En la calle, un faro montado en la puerta de un coche llameó una vez. Luego el coche dio la vuelta en el patio y se alejó.

—Con toda esa gasolina y te pones a pegar tiros —protestó Gaskins, de camino hacia los coches—. Hemos tenido suerte de no salir volando.

—Suerte tengo de sobra —replicó Brock—. Creo que para la próxima voy a bordar una herradura en el asiento del coche.

—Sí, ya. Pero ¿por qué tenías que pegarle un tiro a ese tío?

—Porque si no sería sólo un robo.

—¿Qué estás diciendo?

—Que el nombre de Romeo Brock va a empezar a sonar por las calles. —Brock se sacó las llaves del bolsillo—. Ahora mi nombre significará algo.

15

Ramone encontró a Regina en la cocina, apoyada contra la isleta con una copa de Chardonnay en la mano. Era muy temprano para beber alcohol, tratándose de ella. Había hecho pollo al horno con judías verdes y una ensalada. Estaba todo preparado. Ramone le dio un beso y le contó lo que había hecho.

—¿Has visto a Helena?

—No, estaba en la cama.

—Yo iré mañana. Les llevaré un estofado o algo, para que no tengan que pensar en la comida.

—Están de estofados hasta las cejas.

—Pues entonces llamaré a Marita. Es una metomentodo, pero por lo menos es bastante eficiente. A ver si podemos organizar unos turnos, que a cada una le toque cocinar un día. —Es buena idea. ¿Dónde están los niños?

—Ya han cenado y se han ido a su cuarto.

—He hablado con Diego por teléfono. Parecía estar bien.

—No se ha echado a llorar ni nada, si te refieres a eso. Pero está como muy callado desde que se lo he dicho.

—Ya sabes cómo es —replicó Ramone—. Piensa que se tiene que hacer el duro, incluso en momentos así. Se lo guarda todo.

—Vaya, habló el efusivo. A propósito, hoy lo han mandado a casa del colegio antes de tiempo.

—Ahora, ¿por qué?

—Que te lo cuente él.

Ramone puso a buen recaudo la placa y la pistola y subió a la habitación de Alana. La niña había puesto todos sus caballitos de plástico en fila y estaba sentando a sus muñecas, las Barbies y las Groovy Girls, en las sillas. Le gustaba organizar sus cosas.

—¿Cómo está mi niña?

—Bien, papá.

Ramone le dio un beso en la cabeza y olió su pelo rizado.

El cuarto de Alana siempre estaba en orden, hasta un punto obsesivo. A diferencia de la habitación de Diego, que era un perpetuo desastre. Al chico le resultaba imposible organizarse, y no sólo en cuanto a su espacio personal. Tampoco se acordaba de apuntar los deberes, por ejemplo. Incluso cuando los terminaba a tiempo, luego los entregaba tarde.

—Tendríamos que hacerle algunas pruebas —había dicho Regina en cierta ocasión—. A ver si tiene problemas de aprendizaje o algo.

—Lo que pasa es que es un despistado —replicó Ramone—. No necesito pagar a nadie para que me lo diga.

Pero Regina le llevó a hacerse las pruebas. El psicólogo, o lo que fuera, dijo que Diego tenía una cosa llamada desorden de la función ejecutiva, y que por eso tenía problemas para organizarse, tanto en sus cosas como en sus pensamientos. Y eso le estaba retrasando en el colegio.

—Lo único que pasa es que no quiere hacer los deberes, nada más —dijo Ramone.

—Mira su habitación. La ropa limpia mezclada con la sucia. Ni siquiera sabe separarlas.

—Porque es un vago. Lo único es que ahora lo llaman de otra manera. Vamos, que me ha costado mil pavos aprender una palabra nueva.

—Gus.

Ramone se acordaba de todo esto cuando llamó a la puerta y al entrar vio la explosión de camisetas y vaqueros tirados por el suelo. Diego estaba tumbado en la cama, oyendo go-go con los auriculares puestos, los ojos vidriosos clavados en un libro abierto. El chico se quitó los auriculares y bajó el volumen del estéreo portátil.

—¿Qué hay, Diego?

—Hola, papá.

—¿Qué haces?

—Leer este libro.

—¿Cómo puedes leer y escuchar música a la vez?

—Soy multitarea, supongo.

Diego se sentó al borde de la cama y dejó el libro a su lado. Parecía cansado y decepcionado por que su padre le estuviera echando el mismo sermón de siempre. Ramone se daba de cabezazos por pegarle la tabarra un día como aquél, pero lo había hecho por pura costumbre.

—Oye, no habría tenido que…

—No pasa nada.

—¿Estás bien?

—Bueno, tampoco éramos íntimos, ya lo sabes.

—Pero erais amigos.

—Sí, Asa y yo nos llevábamos bien. —Diego chasqueó la lengua. Era algo que tanto él como sus amigos hacían a menudo—. La verdad es que me siento fatal. Ayer le vi. No hablamos ni nada, pero le vi.

—¿Dónde fue eso? ¿Dónde y cuándo?

—En la Tercera, en el centro deportivo. Shaka y yo estábamos jugando al baloncesto. Asa pasaba por la calle, y luego giró por Tuckerman.

—Hacia Blair Road.

—Sí, por ahí. Se estaba haciendo ya tarde. Estaba atardeciendo, de eso me acuerdo.

—¿Qué más?

—Llevaba una North Face. Debía de ser nueva, porque hace mucho calor para ir con esa chupa ahora mismo. Iba sudando.

—¿Qué más?

—Parecía preocupado. —Diego bajó la voz y se frotó las manos mientras hablaba—. Le llamamos, pero no se paró. Ojalá se hubiera parado, papá. No se me olvida la cara que tenía. No hago más que pensar que si le hubiéramos parado y hablado con él…

—Ven aquí, Diego.

Diego se levantó, y Ramone lo estrechó en sus brazos. Diego le abrazó con fuerza unos segundos. Ambos se relajaron.

—Estoy bien, papá.

—Vale, hijo.

Diego se apartó.

—¿Te van a dar el caso?

—No, se lo han dado a otro. —Ramone se acarició el bigote—. Pero me gustaría preguntarte una cosa, Diego.

—Dime.

—¿Estaba metido Asa en algo raro?

—¿Hierba y ese rollo?

—Para empezar. Pero yo me refería a algo más grave. De hecho, la cuestión es si estaba metido en algo delictivo.

—No que yo sepa. Pero ya te he dicho que este año no éramos tan amigos. Si lo supiera te lo diría.

—Ya lo sé. Bueno, ya hablaremos más tarde. Anda, te dejo leyendo tu libro. Y escucha música a la vez si quieres.

—La verdad es que no estaba leyendo.

—No me digas.

—Papá… hoy me he vuelto a meter en líos.

—¿Qué ha pasado?

—Pues que había un ensayo de incendio, y cuando estábamos fuera un chico me contó un chiste y me eché a reír.

—¿Y qué?

—Vaya, que me reí con ganas. Y me expulsaron para el resto del día.

—Por reírte fuera del colegio.

—Son las normas. El director habló por los altavoces antes del ejercicio y nos advirtió de eso. Yo ya sabía que no me podía reír, pero es que no lo pude evitar. Es que me hizo muchísima gracia.

—Pero no es posible que fueras el único.

—Qué va, había mucha gente riéndose y haciendo bromas. Pero el señor Guy no les dijo nada. Se vino derecho hacia mí.

—No te preocupes.

Ramone se marchó de la habitación de su hijo con la mandíbula tensa.

Holiday se sirvió un vodka con hielo, de pie junto al mostrador de formica de su pequeña cocina. No tenía nada que hacer, salvo beber.

No veía mucho la televisión, excepto por los deportes, y no leía nunca. Había pensado dedicarse a hacer algún deporte, pero siempre había sospechado de la gente con esas aficiones. Le parecía que estaban perdiendo el tiempo en lugar de hacer algo productivo. Había problemas que resolver y objetivos que alcanzar, y sin embargo ahí estaban ellos, hombres hechos y derechos, dando golpes a unas pelotitas blancas, escalando rocas o montando en bicicleta. Y encima con la ropa esa de ciclista, por Dios bendito, como niños disfrazados de vaqueros.

Esa noche a Holiday no le hubiera importado hablar con alguien. Tenía cosas que discutir, asuntos policiales que estaban más allá de la conversación de bar. Pero no se le ocurría nadie a quien llamar.

Tenía pocos amigos, y ninguno a quien pudiera calificar de íntimo. Un policía con el que alguna vez se había tomado una copa, Johnny Ramírez, que era un resentido pero no estaba mal para echarse una cerveza de vez en cuando. Los chicos del Leo's, también. Conocía a algunos de los residentes del barrio, como para saludarlos cuando se los cruzaba por la mañana, pero no para invitarlos a su casa. Vivía en Prince George's y no era el último blanco de la zona, pero a veces se lo parecía. Se había criado allí y aquélla era su casa, pero la gente que conocía estaba ahora en Montgomery o en Charles County, o se había marchado a otra parte. En ocasiones se encontraba con algún conocido, negros con los que había ido al instituto Eleanor Roosevelt, ahora padres de familia. Hablaban un momento, se ponían al día de veinte años en una breve conversación, y luego se despedían. Conocidos con recuerdos comunes, pero no amigos de verdad.

Es cierto que tenía a las mujeres. Siempre había tenido talento para ligar, pero nunca con ninguna con la que quisiera despertarse a la mañana siguiente. Sus noches no tenían más sentido que sus días.

Esa tarde Dan Holiday había llevado en el coche a un tal Seamus O'Brien, un hombre que había hecho una fortuna vendiendo una empresa tecnológica a finales de los años noventa y se había comprado un equipo de la NBA. O'Brien había ido a Washington a reunirse con un grupo de legisladores que compartían sus mismos valores, y también para hacerse una foto con un grupo de estudiantes de una escuela pública experimental, residentes al este del río Anacostia. Les había traído pósters firmados por uno de sus jugadores, un escolta proveniente de Eastern High. O'Brien jamás volvería a ver a esos chicos, ni a participar en sus vidas, pero una fotografía suya con un puñado de sonrientes niños negros le haría sentir en paz con el mundo y por otra parte quedaría muy bien en la pared de su oficina.

Holiday le escuchó hablar en el coche de las ayudas públicas a los estudiantes, de la oración en el colegio y de su deseo de ejercer una influencia en la cultura del país, porque ¿de qué servía el dinero si no se hacía una buena obra con él? Sus frases estaban salpicadas de referencias al Señor y a su salvador personal, Jesucristo. Holiday sintonizó la radio satélite para oír
The Fish
, un programa cristiano adulto y contemporáneo, pero después de la primera canción O'Brien le pidió que buscara Bloomberg News.

Ésa había sido su jornada: llevar a un rico empresario de una cita a otra, esperarle en la puerta y luego conducirle al aeropuerto. Un buen puñado de dinero, pero cero absoluto en el departamento de logros personales. Por eso nunca se despertaba por las mañanas con los ojos bien abiertos, como cuando era policía. En aquel entonces siempre estaba deseando ir al trabajo. En cambio ahora, su trabajo ni le gustaba ni le dejaba de gustar. No era más que una especie de cuentakilómetros, un viaje sin destino, una pérdida de tiempo.

Holiday se llevó la copa y un paquete de tabaco al balcón, que daba al aparcamiento. Más allá se veía la parte trasera del Hecht's, en el centro comercial de P.G. Plaza. Un hombre y una mujer discutían en algún lugar, en algunos coches que conducían despacio por el parking se oía música rap de estremecedores bajos, de otros salían los diálogos de sintetizadores y percusión propios del go-go.

Los sonidos llegaban hasta Holiday, pero no le molestaban ni perturbaban el escenario que se estaba formando en su mente. Pensaba en un hombre a quien le gustaría oír la historia del adolescente asesinado en el jardín comunitario de Oglethorpe. Holiday bebió un trago, preguntándose si ese hombre seguiría vivo.

Ramone y Regina cenaron con una botella de vino. Cuando la acabaron abrieron otra, algo bastante inusual. Estuvieron hablando intensamente de la muerte del amigo de Diego y en un momento dado Regina se echó a llorar, no sólo por Asa y no sólo por sus padres, con los que tampoco tenía demasiada relación, sino por ella misma, pensando en lo espantoso que sería perder a uno de los suyos de esa manera.

—El Señor debería castigarme por ser tan egoísta —comentó, enjugándose las lágrimas con una risita avergonzada—. Es sólo que tengo miedo.

—Es natural —contestó Ramone. No le dijo que él temía por sus hijos todos los días.

En la cama se besaron y se abrazaron, pero ninguno tomó la iniciativa para hacer el amor. Para Gus sobre todo, un beso apasionado era siempre preludio de otra cosa, pero no esa noche.

—Dios está llorando —soltó de pronto.

—¿Qué?

—Eso dijo Terrance Johnson. Estábamos en el patio y empezó a llover. ¿Te imaginas?

—Bueno, no es raro que Terrance piense en Dios.

—No, lo que quiero decir es que, si tu hijo se muere de esa forma, o pierdes por completo la fe o estás tan furioso con Dios que reniegas de él.

—Terrance recurrirá ahora a Dios más que nunca. En eso consiste la fe.

—Pareces Rhonda.

—Es que a las negras nos gusta mucho la iglesia.

—Regina…

—¿Qué?

—Pues que el nombre de Asa… se escribe igual al derecho que al revés. Es un palíndromo.

—Sí.

—Tú estabas en el cuerpo cuando asesinaron a aquellos chicos de Southeast.

—Todavía era novata, pero, sí, me acuerdo.

—Aquellos chicos también aparecían en jardines comunitarios. Todos. Con un tiro en la cabeza.

—¿Tú crees que tiene relación?

—Tengo que pensarlo. Supongo que mañana abriré algunos expedientes antiguos.

—Mañana. Pero ahora olvídate.

Pasaron un momento en silencio.

—Diego parece estar bien. Nunca olvidará esto, pero lo está llevando bastante bien.

—La verdad es que ha tenido un día muy duro. Y encima van y lo echan del colegio…

—Por reírse durante un simulacro de incendio. A saber cuántos chicos blancos se rieron.

—Venga, Gus. Ahora no te pongas a odiar a los blancos.

—A la mierda el colegio. Ya estoy harto de todas esas chorradas.

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