El hombre unidimensional (25 page)

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Authors: Herbert Marcuse

BOOK: El hombre unidimensional
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El estilo en el que se presenta este behaviorismo filosófico es digno de análisis. Parece moverse entre los dos polos de autoridad pontificante y despreocupada camaradería. Ambas líneas están perfectamente unidas en el uso recurrente de Wittgenstein del imperativo junto al íntimo y condescendiente «
du
» («tú»);
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o en el primer capítulo de
El concepto del espíritu
de Gilbert Ryle, donde la presentación del «mito de Descartes» como la «doctrina oficial» acerca de la relación entre el cuerpo y la mente es seguida por la demostración preliminar de su «absurdo», que evoca a Fulano, Mengano, y lo que piensan acerca del «contribuyente medio».

A lo largo de las obras de los analistas del lenguaje se encuentra esta familiaridad con el amigo en la calle cuya habla juega un papel tan principal en la filosofía lingüística. La camaradería del lenguaje es esencial en tanto que excluye desde el principio el vocabulario intelectual de la «metafísica»; milita contra el anticonformismo inteligente, ridiculiza al «cabeza de huevo». El lenguaje de Fulano y Mengano es el lenguaje que el hombre de la calle habla en realidad; es el lenguaje que expresa su conducta; es por lo tanto el signo de la concreción. El lenguaje que provee la mayor parte del material para el análisis es un lenguaje purgado no sólo de su vocabulario «no ortodoxo», sino también de los medios de expresar cualquier otro contenido que no sea aquel que proporciona a los individuos su sociedad.

El análisis lingüístico encuentra este lenguaje purgado como un hecho real y toma este lenguaje empobrecido como lo encuentra, aislándolo de aquello que no está expresado en él, aunque entre en el universo establecido del discurso como un elemento y un factor de su significado.

Rindiendo homenaje a la variedad dominante de significados y usos, al poder y el sentido común del habla ordinaria, mientras cierra el paso (como material ajeno) al análisis de lo que este habla dice acerca de la sociedad que la habla, la filosofía lingüística suprime una vez más lo que es continuamente suprimido en este universo del discurso y la conducta. La autoridad de la filosofía da su bendición a las fuerzas que
hacen
este universo. El análisis lingüístico hace abstracción de lo que el lenguaje ordinario revela hablando como lo hace: la mutilación del hombre y la naturaleza.

Más aún, muy a menudo no es ni siquiera el lenguaje ordinario el que guía el análisis, sino más bien fragmentos de lenguaje, tontos pedazos del habla que suenan como balbuceos de bebé tales como «Esto me recuerda ahora a un hombre comiendo amapolas». «Él vio un tordo», «Tuve un sombrero». Wittgenstein dedica mucha penetración y espacio al análisis de «mi escoba está en el rincón». Cito, como ejemplo representativo, un análisis de J. L. Austin en «Other Minds»:
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Pueden distinguirse dos formas bastante diferentes de estar en duda:

a
) Tomemos el caso de que estamos degustando un cierto sabor. Podemos decir: «Simplemente no sé lo que es: nunca he probado nada remotamente parecido antes… No, es inútil: cuanto más lo pienso, más me confundo: es perfectamente distinto y perfecta mente definido; ¡único en mi experiencia!» Este ilustra el caso en el que no puedo encontrar nada en mi experiencia pasada para compararlo con el caso actual: estoy seguro de que no es apreciable como algo que haya probado antes, no se parece lo suficiente a nada que conozca para merecer la misma descripción. Este caso, aunque suficientemente claro, se oscurece dentro del tipo más común de situación en que no estoy muy seguro, o sólo más o menos seguro, o prácticamente seguro de que es el sabor de, digamos, el laurel. En todos los casos similares, estoy procurando reconocer el problema planteado buscando en mi experiencia pasada algo como él, alguna similitud en virtud de la cual merezca, más o menos positivamente, ser descrito por las mismas palabras descriptivas, y me encuentro con diversos grados de éxito.

b
) El otro caso es diferente, aunque se asocia fácilmente con el primero. En él, lo que trato de hacer es saborear la experiencia actual,
indagarla, sentirla
vivamente. No estoy seguro de que
es
el sabor de la piña: ¿No hay quizá
algo
de ella, un regusto, un amargor, una falta de amargor, una sensación ácida que no es
totalmente
la de la piña? ¿No hay allí, quizás, un peculiar asomo de verde que excluye a la lila y difícilmente puede aplicarse a un heliotropo? O quizás es ligeramente extraño: debo mirar más intensamente, examinarlo una y otra vez; quizás es posible que tenga una sugestión de un reflejo poco natural, de forma que no parece agua ordinaria. Hay una falta de precisión en lo que realmente sentimos, que va o no a ser eliminada, o no solamente, mediante el pensamiento, sino por un discernimiento más agudo, por la sensación discriminatoria (aunque por supuesto es verdad que pensar en otros casos, más pronunciados, en nuestra experiencia pasada puede ayudar a nuestros poderes de discriminación y lo hace).

¿Qué puede objetarse a este análisis? En su exactitud y claridad es probablemente insuperable: es correcto. Pero eso es todo lo que es, y yo afirmo que no sólo no es suficiente sino que es destructivo del pensamiento filosófico y del pensamiento crítico como tal. Desde el punto de vista filosófico, surgen dos preguntas: 1) la explicación de conceptos (o de palabras), ¿puede orientarse hacia, y terminar en, el universo actual del discurso ordinario?; 2) la exactitud y la claridad, ¿son fines en sí mismas o están relacionadas con otros fines?

Contesto afirmativamente la primera pregunta en lo que se refiere a su primera parte. Los ejemplos más banales del habla, precisamente por su carácter banal, ilustran el mundo empírico en su realidad y sirven para explicar lo que pensamos y hablamos sobre él: como lo hace el análisis de Sartre de un grupo de gente esperando un autobús o el análisis de Karl Kraus de la prensa diaria. Tales análisis son explicativos porque trascienden la inmediata concreción de la situación y su expresión. La trascienden hacia los factores que
hacen
la situación y determinan la conducta de la gente que habla (o está callada) en esa situación. (En los ejemplos que acabo de citar estos factores trascendentes están llevados a la división social del trabajo.) Así, el análisis no concluye en el universo del discurso ordinario, va más allá de él y abre un universo cualitativamente diferente cuyos términos pueden incluso contradecir al ordinario.

Para emplear otro ejemplo: frases como «mi escoba está en el rincón» pueden aparecer también en la
Lógica
de Hegel, pero en ella serían reveladas como ejemplos inapropiados o incluso falsos. Serían sólo rechazos, sobrepasados por un discurso que, en sus conceptos, su estilo, su sintaxis, es de un orden diferente: un discurso para el que de ningún modo es «claro que cada frase en nuestro lenguaje "está en orden como es"».
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El caso es más bien el exactamente opuesto: cada frase está tan poco en orden, como el mundo en el que este lenguaje comunica.

La reducción casi masoquista del lenguaje a lo humilde y lo común se hace un programa: «Si las palabras 'lenguaje', 'experiencia', 'mundo', tienen un uso, éste tiene que ser tan humilde como el de las palabras 'mesa', 'lámpara', 'puerta'.»
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Debemos «acogernos a los sujetos de nuestro pensamiento cotidiano y no desviarnos e imaginar que tenemos que describir sutilezas extremas…»;
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como si ésta fuera la única alternativa y como si las «sutilezas extremas» no fueran un término más adecuado para los juegos con el lenguaje de Wittgenstein que para la
Crítica de la razón pura
de Kant. El pensamiento (o al menos su expresión) no sólo es encerrado en la camisa de fuerza del uso común, sino que también se le ordena no hacer preguntas ni buscar soluciones más allá de las que ya están a mano. «Los problemas no se resuelven aportando nueva información, sino poniendo orden en la que hemos conocido siempre.»
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La autoprescrita miseria de la filosofía, comprometida en todos sus conceptos con el actual estado de cosas, desconfía de la posibilidad de una nueva experiencia. La sujeción al gobierno de los hechos establecidos es total… sólo se trata de hechos lingüísticos, desde luego, pero la sociedad habla en su lenguaje y nos dice que obedezcamos. Las prohibiciones son severas y autoritarias: «La filosofía no debe interferir de ningún modo con el uso actual del lenguaje.»
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«Y no debemos adelantar ningún tipo de teoría. No debe haber nada hipotético en nuestras consideraciones. Debemos hacer a un lado toda
explicación
y la sola descripción debe ocupar su lugar.»
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¿Puede uno preguntarse qué queda de la filosofía? ¿Qué queda del pensamiento, de la inteligencia, sin ninguna explicación? Sin embargo, lo que está en juego no es la definición de la dignidad de la filosofía. Es más bien la oportunidad de preservar y proteger el derecho, la
necesidad
de pensar y hablar en otros términos que los del uso común: términos que están llenos de sentido, que son racionales y válidos precisamente porque son otros términos. Lo que está en juego es la difusión de una nueva ideología que se propone describir lo que pasa (y es significado) eliminando los conceptos capaces de entender lo que pasa (y es significado).

Para empezar, existe una diferencia irreductible entre el universo del pensamiento y el lenguaje cotidiano por un lado, y el pensamiento y el lenguaje filosófico por el otro. En circunstancias normales, el lenguaje ordinario es en realidad procedente, es un instrumento práctico. Cuando alguien dice «mi escoba está en el rincón», probablemente trata de que algún otro que ha preguntado por la escoba vaya a cogerla o la deje allí, vaya a estar satisfecho o enojado. En cualquier forma, la frase ha cumplido su función provocando una reacción de conducta, una forma de proceder: «el efecto devora la causa; el fin absorbe los medios».
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En contraste, si, en un texto o un razonamiento filosófico, la palabra «sustancia», «idea», «hombre», «alienación» se convierte en sujeto de una proposición, no ocurre una transformación del significado en una reacción de conducta, ni se intenta que ocurra. Las palabras permanecen, como quien dice, sin realizarse; excepto en el pensamiento, donde pueden provocar otros pensamientos. Y a través de una larga serie de mediaciones dentro de una continuidad histórica, la proposición puede ayudar a formar y guiar una práctica. Pero la proposición permanece sin realizarse incluso entonces: sólo la hybris del idealismo absoluto afirma la tesis de una identificación final entre el pensamiento y su objeto. Las palabras con las que la filosofía está relacionada no pueden tener jamás, por tanto, un uso «tan humilde… como el de las palabras 'mesa', 'lámpara', 'puerta'».

Así, la exactitud y la claridad en la filosofía no pueden alcanzarse dentro del universo del discurso común. Los conceptos filosóficos aspiran a una dimensión del hecho y el significado que elucida las frases o palabras atomizadas del discurso común «desde el exterior», mostrando este «exterior» como esencial para la comprensión del discurso común. O, si el universo del discurso común se convierte en el objeto del análisis filosófico, el lenguaje de la filosofía se convierte en un «meta-lenguaje».
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Incluso cuando se mueve en los humildes términos del discurso común, sigue siendo antagónico. Disuelve el contexto establecido por la experiencia del significado en el de su realidad; abstrae de la concreción inmediata para poder alcanzar la verdadera concreción.

Vistos desde esta posición, los ejemplos de análisis lingüísticos citados antes se hacen cuestionables como objetos válidos del análisis filosófico. ¿Puede contribuir al conocimiento filosófico la más exacta y clara descripción del acto de probar que algo puede o no saber como la piña? ¿Puede servir de algún modo como una crítica en la que estén en juego condiciones humanas en controversia; condiciones que no sean las de pruebas sobre el gusto médicas o psicológicas que, desde luego, no se cuentan entre los propósitos del análisis de Austin? El objeto del análisis, separado del amplio y denso contexto en el que quien habla vive y habla, está separado del medio universal en el que se toman los conceptos y llegan a ser palabras. ¿Cuál es este contexto amplio y universal en el que la gente habla y actúa y que le da a su lenguaje su significado; este contexto que no aparece en el análisis positivista, que es un enclaustramiento
a priori
tanto por los ejemplos como por el análisis mismo?

Este contexto ampliado de la experiencia, este mundo empírico real es todavía hoy el de las cámaras de gas y los campos de concentración, el de Hiroshima y Nagasaki, el de los Cadillacs americanos y los Mercedes alemanes, el del Pentágono y el Kremlin, el de las ciudades nucleares y las comunas chinas, el de Cuba, el del lavado de cerebro y las matanzas. Pero el mundo empírico real es también aquel en el que todas esas cosas se dan por aceptadas o se olvidan, son reprimidas o desconocidas, es aquel en el que la gente es libre. Es un mundo en el que la escoba en el rincón o el sabor de algo parecido a la piña son muy importantes, en el que los esfuerzos diarios y las comodidades diarias son quizás los únicos puntos que definen la tringido es parte del primero; los poderes que dominan al primero también configuran la experiencia restringida.

Sin duda, no es la tarea del pensamiento común establecer esta relación en el lenguaje común. Si de lo que se trata es de encontrar una escoba o probar una piña, la abstracción se justifica y el significado puede ser descrito y afirmado sin ninguna trasgresión en el universo político. Pero en filosofía el problema no es encontrar una escoba o probar una pina —y hoy menos que nunca debe basarse una filosofía empírica en la experiencia abstracta. Tampoco se corrige esta abstracción si el análisis lingüístico se aplica a términos y frases políticos. Toda una rama de la filosofía analítica está inmersa en esta tarea, pero el método cierra de antemano los conceptos de un análisis político y, por tanto, crítico. La traducción operacional o behaviorista asimila términos como «libertad», «gobierno», «Inglaterra» con «escoba» y «piña», y la realidad de los primeros con la de los últimos.

El lenguaje común, en su «uso humilde», puede ser desde luego una preocupación vital del pensamiento filosófico crítico, pero en el medio de este pensamiento las palabras pierden su plana humildad y revelan ese algo «oculto» que no le interesa a Wittgenstein. Considérese el análisis del «aquí» y el «ahora» en la
Fenomenología
de Hegel o (
sit venia verbo!
) la sugerencia de Lenin sobre cómo analizar adecuadamente «este vaso de agua» sobre la mesa. Tal análisis descubre la
historia
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en el habla cotidiana como una oculta dimensión de significado: el mando de la sociedad sobre su lenguaje. Y este descubrimiento sacude la forma natural y reificada, en la que aparece primero él universo dado del discurso. Las palabras se revelan como términos auténticos no sólo en un sentido gramatical y lógico-formal, sino también material; esto es, como los límites que definen el significado y su desarrollo: los términos que la sociedad impone sobre el discurso y la conducta. Esta dimensión histórica del significado ya no puede elucidarse mediante ejemplos como «mi escoba está en el rincón» o «hay queso en la mesa». Sin duda, tales afirmaciones pueden revelar muchas ambigüedades, adivinanzas, rarezas, pero todas están en el mismo campo de los juegos de lenguaje y el aburrimiento académico.

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