Read El hombre unidimensional Online
Authors: Herbert Marcuse
Su sola enumeración muestra que pertenecen a una dimensión perdida. No han sido invalidadas por su obsolescencia literaria. Algunas de estas imágenes pertenecen a la literatura contemporánea y sobreviven en sus creaciones más avanzadas. Lo que ha sido invalidado es su fuerza subversiva, su contenido destructivo: su verdad. En esta transformación encuentran su lugar en la vida cotidiana. Las obras alienadas y alienantes de la cultura intelectual se hacen bienes y servicios familiares. Su reproducción y consumo masivos, ¿son sólo un cambio en cantidad, esto es, una creciente apreciación y comprensión, una democratización de la cultura?
La verdad de la literatura y el arte ha sido aceptada siempre (si era aceptada) como la de un orden «más alto» que no debería perturbar el orden de los negocios y en realidad no lo hacía. Lo que ha cambiado en la época contemporánea es la diferencia entre los dos órdenes y sus verdades. El poder absorbente de la sociedad vacía la dimensión artística, asimilando sus contenidos antagonistas. En el campo de la cultura, el nuevo totalitarismo se manifiesta precisamente en un pluralismo armonizador, en el que las obras y verdades más contradictorias coexisten pacíficamente en la indiferencia.
Antes del advenimiento de esta reconciliación cultural, la literatura y el arte eran esencialmente alienación que sostenía y protegía la contradicción: la conciencia desgraciada del mundo dividido, las posibilidades derrotadas, las esperanzas no realizadas y las promesas traicionadas. Eran una fuerza racional cognoscitiva que revelaba una dimensión del hombre y la naturaleza que era reprimida y rechazada en la realidad. Su verdad se encontraba en la ilusión evocada, en la insistencia por crear un mundo en el que el terror de la vida era dominado y suprimido; conquistado mediante el reconocimiento. Éste es el milagro de la
chef-d' oeuvre
; es la tragedia, sostenida hasta sus últimas consecuencias y el fin de la tragedia: su solución imposible. Vivir el propio amor y el propio odio, vivir eso que uno
es
, implica la derrota, la resignación y la muerte. Los crímenes de la sociedad, el infierno que el hombre ha hecho para el hombre, se convierten en fuerzas cósmicas inconquistables.
La tensión entre lo actual y lo posible se transfigura en un conflicto irresoluble, en el que la reconciliación se encuentra gracias a la obra como
forma
: la belleza como la
promesse de bonheur
. En la forma de la obra, las circunstancias actuales son colocadas en otra dimensión en la que la realidad dada se muestra como lo que es. Así dice la verdad sobre sí misma; su lenguaje deja de ser el del engaño, la ignorancia y la sumisión. La ficción llama a los hechos por su nombre y su reino se derrumba; la ficción subvierte la experiencia cotidiana y la muestra como falsa y mutilada. Pero el arte tiene este poder mágico sólo como poder de la negación. Puede hablar su propio lenguaje sólo en tanto las imágenes que rechazan y refutan el orden establecido estén vivas.
Madame Bovary
, de Flaubert, se distingue de las historias de amor igualmente tristes de la literatura contemporánea por el hecho de que el humilde vocabulario de su contrapartida en la vida real contiene todavía las imágenes de la heroína, o por el hecho de que ella lee historias que todavía contienen tales imágenes. Su angustia es fatal, porque no había psicoanalista y no había psicoanalista porque, en su mundo, no hubiera sido capaz de curarla. Ella lo hubiera rechazado como una parte del orden de Yonville que la destruye. Su historia era «trágica», porque la sociedad en que ocurría era una sociedad atrasada, con una moral sexual no liberada todavía y una psicología todavía no institucionalizada. La sociedad que estaba todavía por llegar ha «resuelto» su problema suprimiéndolo. Desde luego sería una tontería decir que su tragedia, o la de Romeo y Julieta, está resuelta en la democracia moderna, pero también sería una tontería negar la esencia histórica de la tragedia. La realidad tecnológica en desarrollo mina no sólo las formas, sino la misma base de la alienación artística; esto es, tiende a invalidar no sólo ciertos «estilos», sino también la misma substancia del arte.
Desde luego, la alienación no es la única característica del arte. El análisis e incluso una declaración sobre este problema, está fuera del campo de esta obra, pero pueden ofrecerse algunas sugerencias que lo clarifiquen. A lo largo de períodos enteros de la civilización, el arte parece estar totalmente integrado en su sociedad. El arte egipcio, griego y gótico son ejemplos familiares; Bach y Mozart son generalmente citados también como testimonios del lado «positivo» del arte. El lugar de la obra de arte en una cultura pretecnológica y bidimensional es muy diferente del que tiene en una civilización unidimensional, pero la alienación caracteriza tanto al arte positivo como al negativo.
La distinción decisiva no es la psicológica, entre el arte creado en medio del placer y el arte creado en medio del dolor, entre la cordura y la neurosis, sino la que distingue entre la realidad artística y la social. La ruptura con la segunda, la trasgresión mágica o racional, es una cualidad esencial incluso del arte más positivo; está enajenado también del mismo público al que se dirige. Por cercanos y familiares que fuesen el templo o la catedral para la gente que vivía alrededor de ellos, permanecían en aterrador y elevador contraste con la vida diaria del esclavo, del campesino y el artesano —y quizá incluso con la de sus señores.
Ritualizado o no, el arte contiene la racionalidad de la negación. En sus posiciones más avanzadas es el Gran Rechazo; la protesta contra aquello que es. Los modos en que el hombre y las cosas se hacen aparecer, cantar, sonar y hablar, son modos de refutar, rompiendo y recreando su existencia de hecho. Pero estos modos de negación pagan tributo a la sociedad antagonista a la que están ligados. Separados de la esfera del trabajo donde la sociedad se reproduce a sí misma y a su miseria, el mundo del arte que crean permanece, con toda su verdad, como un privilegio y una ilusión.
En esta forma se continúa, a pesar de toda la democratización y la popularización, a través del siglo XIX y dentro del XX. La «alta cultura» en la que esta alienación se celebra tiene sus propios ritos y su propio estilo.
El salón, el concierto, la ópera, el teatro están diseñados para crear e invocar otra dimensión de la realidad. Asistir a ellos es como hacerlo a una fiesta; cortan y trascienden la experiencia cotidiana.
Ahora esta ruptura esencial entre las artes y el orden del día, que permanecía abierta en la alienación artística, está siendo progresivamente cerrada por la sociedad tecnológica avanzada. Y al cerrarse, el Gran Rechazo es rechazado a su vez; la «otra dimensión» es absorbida por el estado de cosas dominante. Las obras de la alienación son incorporadas dentro de esta sociedad y circulan como uña y carne del equipo que adorna y psicoanaliza el estado de cosas dominante. Así se hacen comerciales: venden, confortan o excitan.
Los críticos neoconservadores o los críticos de izquierda de la cultura de masas ridiculizan la protesta contra la utilización de Bach como música de fondo en la cocina, contra la venta de Platón y Hegel, Shelley y Baudelaire, Marx y Freud en los supermercados. Al contrario, insisten en que se reconozca el hecho de que los clásicos han dejado el mausoleo y han regresado a la vida, de que la gente es mucho más educada. Es verdad, pero volviendo a la vida como clásicos, vuelven a la vida distintos a sí mismos; han sido privados de su fuerza antagonista, de la separación que era la dimensión misma de su verdad. Así, la intención y la función de esas obras ha sido fundamentalmente cambiada. Si una vez se levantaron en contradicción con el
statu quo
, esta contradicción es anulada ahora.
Pero tal asimilación es históricamente prematura; establece una igualdad cultural al tiempo que preserva la dominación. La sociedad está eliminando las prerrogativas y los privilegios de la cultura feudal aristocrática junto con su contenido. El hecho de que las verdades trascendentes de las bellas artes, la estética de la vida y el pensamiento fueran accesibles sólo a unos cuantos ricos y educados era la culpa de una sociedad represiva. Pero esta culpa no se corrige mediante libros de bolsillo, educación general, discos de larga duración y la abolición de la etiqueta en el teatro y la sala de conciertos.
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Los privilegios culturales expresaban la injusticia de la libertad, la contradicción entre ideología y realidad, la separación de la productividad intelectual de la material; pero también proveían un ámbito protegido en el que las verdades prohibidas podían sobrevivir en una integridad abstracta, separadas de la sociedad que la suprimía.
Ahora esta separación ha sido suprimida, y con ella se ha suprimido también la trasgresión y la acusación. El texto y el tono están todavía ahí, pero se ha conquistado la distancia que los hizo
Luft von anderen Planeten
, aire otros planetas.
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La alienación artística ha llegado a ser tan funcional como la arquitectura de los nuevos teatros y salas de conciertos en los que se la representa. También en este aspecto lo racional y el mal son inseparables. Sin duda la nueva arquitectura es mejor, y por tanto más bella y más práctica que las monstruosidades de la era victoriana. Pero también está más «integrada»: el centro cultural está llegando a ser una parte incorporada al centro de compras, al centro municipal o al centro de gobierno. La dominación tiene su propia estética y la dominación democrática tiene su estética democrática. Es bueno que casi todo el mundo pueda tener ahora las bellas artes al alcance de la mano apretando tan sólo un botón en su aparato o entrando en un supermercado. En esta difusión, sin embargo, las bellas artes se convierten en engranajes de una máquina cultural que reforma su contenido.
La alienación artística sucumbe, junto con otras formas de negación, al proceso de la racionalidad técnica. El cambio revela su profundidad, el grado de su irreversibilidad, si es visto como un resultado del progreso técnico. La etapa actual redefine las posibilidades del hombre y la naturaleza de acuerdo con los nuevos medios disponibles para su realización y, a su luz, las imágenes pretecnológicas están perdiendo su poder.
Su valor de verdad dependía en un alto grado de una inabarcada e inconquistada dimensión del hombre y la naturaleza, en los estrechos límites situados en la organización y la manipulación, del «núcleo insoluble» que resistía a la integración. En la sociedad industrial totalmente desarrollada, este núcleo insoluble es anulado progresivamente por la racionalidad tecnológica. Obviamente, la transformación física del mundo implica la transformación mental de sus símbolos, imágenes e ideas. Obviamente, cuando las ciudades, las autopistas y los parques nacionales reemplazan a pueblos, valles y bosques; cuando las lanchas de motor corren sobre los lagos y los aviones cortan el cielo, estas áreas pierden su carácter como una realidad cualitativamente diferente, como áreas de contradicción.
Y puesto que la contradicción es la obra del Logos — confrontación racional de «aquello que no es» con o aquello que es»— debe haber un medio de comunicación. La lucha por hallar este medio, o más bien dicho la lucha contra su absorción en la unidimensionalidad predominante, se muestra en los esfuerzos de la vanguardia por crear un distanciamiento que haría la verdad artística comunicable otra vez.
Bertold Brecht ha bosquejado los fundamentos teóricos de esos esfuerzos. El carácter total de la sociedad establecida enfrenta al dramaturgo con la pregunta sobre si todavía es posible «representar el mundo contemporáneo en el teatro»; esto es, representarlo de tal manera que el espectador reconozca la verdad que la obra debe trasmitir. Brecht responde que el mundo contemporáneo puede ser así representado sólo si se le representa como sujeto al cambio:
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como el estado de negatividad que debe ser negado. Ésta es una doctrina que tiene que ser aprendida, comprendida y puesta en práctica; pero el teatro es y debe ser entretenimiento, placer. Sin embargo, el entretenimiento y el aprendizaje no se oponen; el entretenimiento puede ser el modo más efectivo de aprender. Para enseñar lo que realmente es el mundo contemporáneo detrás del velo ideológico y material y cómo puede cambiarse, el teatro debe romper la identificación del espectador con los sucesos que ocurren en escena. Se necesita en vez de énfasis y sentimiento, distancia y reflexión. El «efecto de distancia-miento» (
Verfremdungseffekt
) debe producir esta disociación dentro de la que el mundo puede ser reconocido como lo que es. «Las cosas de la vida cotidiana son sacadas del campo de la evidencia inmediata…»
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«Lo que es "natural" debe asumir los aspectos de lo extraordinario. Sólo de este modo pueden revelarse las leyes de causa y efecto.»
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El «efecto de distanciamiento» no es superimpuesto a la literatura, más bien es la respuesta de la literatura a la amenaza del
behaviorismo
total; el intento de rescatar la racionalidad a partir de lo negativo. En este intento, los grandes «conservadores» de la literatura unen sus fuerzas con los radicales activistas. Paul Valéry insiste en el inevitable compromiso del lenguaje poético con la negación. Los versos de este lenguaje «no hablan nunca sino de cosas ausentes».
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Hablan de aquello que, aunque ausente, persigue al universo establecido del discurso y la conducta como su más prohibida posibilidad: no el cielo ni el infierno, no el bien ni el mal, sino, simplemente, «le bonheur». Así el lenguaje poético habla de aquello que es de este mundo, que es visible, tangible, audible en el hombre y la naturaleza, y de aquello que no es visto, no es tocado, no es escuchado.
Creado y puesto en movimiento en un medio que presenta lo ausente, el lenguaje poético es un lenguaje de conocimiento; pero de un conocimiento que subvierte lo positivo. En su función cognoscitiva, la poesía realiza la gran tarea del
pensamiento
:
el trabajo que hace vivir en nosotros aquello que no existe.
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Nombrar las «cosas que están ausentes» es romper el encanto de las cosas que son; es más, es la introducción de un orden diferente de cosas en el establecido: «el comienzo de un mundo».
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