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Authors: Herbert Marcuse

El hombre unidimensional (8 page)

BOOK: El hombre unidimensional
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Cuando llegue a ser
el
proceso de producción material, la automatización revolucionará toda la sociedad. La reificación de la fuerza humana de trabajo, llevada a la perfección, sacudirá la forma reificada, cortando la cadena que liga al individuo con la máquina: el mecanismo a través del cual su propio trabajo lo esclaviza. La completa automatización en el reino de la necesidad abrirá la dimensión del tiempo libre, como aquel en el que la existencia privada y social del hombre se constituirá a sí misma. Ésta será la trascendencia histórica hacia una nueva civilización.

En el estadio actual del capitalismo avanzado, el trabajo organizado se opone directamente a la automatización, sin la compensación en el empleo. Insiste en la utilización extensiva de la fuerza de trabajo humano en la producción material y así se opone al progreso técnico. Sin embargo, al hacer esto, se opone también a la utilización más eficaz del capital; obstruye los esfuerzos intensificados para elevar la productividad del trabajo. En otras palabras, la detención continua de la automatización puede debilitar la posición competitiva nacional e internacional del capital, provocar una gran depresión, y consecuentemente, reactivar el conflicto de los intereses de clase.

Esta posibilidad se hace más realista conforme la lucha entre el capitalismo y el comunismo se desliza del campo militar al social y económico. Mediante el poder de la administración total, la automatización en el sistema soviético puede realizarse más rápidamente una vez que un cierto nivel técnico se ha alcanzado. Esta amenaza a su posición internacional competitiva puede obligar al mundo occidental a acelerar la racionalización del proceso productivo. Tal racionalización encuentra una cerrada resistencia por parte del trabajo, pero es una resistencia que no está acompañada por la radicalización política. En los Estados Unidos al menos, los líderes del trabajo no van más allá en sus aspiraciones y medios del marco común de los intereses nacionales y de grupo, con los segundos sometidos o sujetos a los primeros. Estas fuerzas centrífugas todavía pueden ser manipuladas dentro de este marco.

También en este aspecto la declinante proporción de la fuerza de trabajo humana en el proceso productivo implica una disminución en el poder político de la oposición. En vista del peso cada vez mayor del elemento de «cuello blanco» en este proceso, la radicalización política tendrá que estar acompañada de la aparición de una conciencia y una acción política independiente entre esos mismos grupos de empleados; un desarrollo muy poco probable en la sociedad industrial avanzada. El impulso hacia adelante para organizar el creciente elemento de «cuello blanco» en los sindicatos industriales,
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si tiene éxito puede provocar un crecimiento de la conciencia sindical de estos grupos, pero difícilmente su radicalización política.

Políticamente, la presencia de más trabajadores de «cuello blanco» en los sindicatos les dará a los guías liberales y del trabajo una oportunidad más veraz de identificar «los intereses de trabajo» con los de la comunidad como totalidad. La base de masas del trabajo como grupo de presión se extenderá, y los portavoces del trabajo se verán inevitablemente envueltos en negociaciones de mucho mayor alcance acerca de la política económica nacional.
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En esas circunstancias, las perspectivas de una contención dinámica de las tendencias centrífugas dependen esencialmente de la habilidad de los intereses creados para ajustarse, a sí mismos y a su economía, a los requerimientos del Estado de bienestar. Una inversión y dirección gubernamentales cada vez mayores, la planificación en una escala nacional e internacional, un amplio programa de ayuda exterior, una seguridad social total, obras públicas en gran escala, quizá incluso la nacionalización parcial, pertenecen a estas exigencias.
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Creo que los intereses dominantes aceptarán estas exigencias gradualmente y con vacilaciones y confiarán sus prerrogativas a un poder más efectivo.

Volviendo ahora hacia las perspectivas de contención del cambio social en el otro sistema de civilización industrial, la sociedad soviética,
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la discusión se enfrenta desde el principio con una doble incompatibilidad:
a
) cronológicamente, la sociedad soviética se encuentra en un estado más bajo de industrialización, con amplios sectores todavía en el estado pretecnológico, y
b
) estructuralmente, sus instituciones económicas y políticas son esencialmente diferentes (nacionalización total y dictadura).

La interrelación entre esos dos aspectos agrava las dificultades del análisis. El retraso histórico no sólo permite, sino obliga a la industrialización soviética a proceder sin despilfarro y obsolescencia planificados, sin las restricciones sobre la productividad impuestas por los intereses del beneficio privado, y con satisfacción planificada de las necesidades vitales todavía no alcanzadas después, y quizá incluso simultáneamente, de las prioridades de las necesidades militares y políticas.

¿Es posible que desaparezca esta mayor racionalidad de la industrialización, que es el signo y la ventaja del retraso histórico, una vez que se alcance el nivel avanzado? ¿Es el mismo retraso histórico el que, por otra parte, refuerza —bajo las condiciones de la coexistencia competitiva con el capitalismo avanzado— el desarrollo y el control total de todos los recursos por un régimen dictatorial? Y, después de haber alcanzado la meta de «atrapar y superar», ¿será capaz la sociedad soviética de liberalizar los controles totalitarios hasta el punto en el que pueda tener lugar un cambio cualitativo?

El argumento sobre el retraso histórico —de acuerdo con el que, bajo las condiciones dominantes de inmadurez material e intelectual, la liberación debe ser necesariamente la obra de la fuerza y la administración— no sólo es el centro del marxismo soviético, sino también el de los teóricos de la «dictadura educacional» desde Platón hasta Rousseau. Ridiculizarla es fácil, pero refutarla es muy difícil, porque tiene el mérito de reconocer, sin mayor hipocresía, las condiciones (materiales e intelectuales) que sirven para impedir la autodeterminación genuina e inteligente.

Más aún, el argumento desenmascara la ideología represiva de la libertad, de acuerdo con la cual la libertad humana puede florecer en una vida de esfuerzo, pobreza y estupidez. En realidad, la sociedad debe crear primero los requisitos materiales de la libertad para todos sus miembros, antes de poder ser una sociedad libre; debe
crear
primero la riqueza antes de ser capaz de
distribuirla
de acuerdo con las necesidades libremente desarrolladas del individuo; debe permitir primero que los esclavos aprendan, vean y piensen antes de saber lo que está pasando y lo que pueden hacer para cambiarlo. Y en el grado en que los esclavos han sido precondicionados para existir como esclavos y estar contentos con ese papel, su liberación parece venir necesariamente de afuera y desde arriba. Ellos deben ser «obligados a ser libres», a «ver los objetos como son y algunas veces como deberían ser», se les debe enseñar el «buen camino» que están buscando.
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Pero a pesar de todas estas verdades, el argumento no puede responder a una pregunta capital: ¿quién educa a los educadores y dónde está la prueba de que ellos poseen «el bien»? La pregunta no se invalida alegando que es igualmente aplicable a algunas formas democráticas de gobierno donde las decisiones sobre lo que es bueno para la nación son tomadas por los representantes elegidos (o más bien suscritas por ellos) —elegidos bajo condiciones de adoctrinamiento efectiva y libremente aceptado. Sin embargo, la única excusa posible (¡que es bastante débil!) para la «dictadura educacional» es que el terrible riesgo que supone puede no ser más terrible que el riesgo que tanto las sociedades liberales como las autoritarias están corriendo ahora, ni el coste puede ser mucho más alto.

Sin embargo, la lógica dialéctica insiste, contra el lenguaje de los hechos brutos y la ideología, en que los esclavos deben ser
libres para
su liberación antes de que puedan ser libres, y que el fin debe ser operativo en los medios para alcanzarlo. La proposición de Marx en el sentido de que la liberación de la clase trabajadora debe ser producto de la acción de la misma clase trabajadora, establece este
a priori
. El socialismo debe hacerse realidad con el primer acto de la revolución, porque debe estar ya en la conciencia y en la acción de aquellos que llevaron a cabo la revolución.

Es verdad que hay una «primera fase» de la construcción socialista durante la cual la nueva sociedad está «marcada todavía con las señales de nacimiento de la antigua sociedad de cuyo vientre emerge».
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Pero el cambio cualitativo de la vieja a la nueva sociedad ocurre cuando esta fase empieza. De acuerdo con Marx, la «segunda fase» está constituida literalmente en la primera fase. La nueva forma cualitativa de vida generada por la nueva forma de producción aparece
en
la revolución socialista, que es el fin y está
al
final del sistema capitalista. La construcción socialista empieza con la primera fase de la revolución.

Del mismo modo, la transición desde el «a cada uno de acuerdo con su trabajo» al «a cada uno de acuerdo con sus necesidades», es determinada por la primera fase; no sólo por la creación de la base tecnológica y material, sino también (¡y esto es decisivo!) por el
modo
en que es creada. El control del proceso productivo por los «productores inmediatos» debe iniciar supuestamente el desarrollo que distingue la historia de los hombres libres de la prehistoria del hombre. Es ésta una sociedad en que los antiguos objetos de productividad llegan a ser, en primer término, individuos humanos que planifican y usan los instrumentos de su trabajo para la realización de sus propias necesidades y facultades humanas. Por primera vez en la historia, los hombres actuarían libre y colectivamente bajo y contra la necesidad sería verdaderamente una necesidad autoimpuesta. En contraste con esta concepción, el desarrollo real en la sociedad comunista de hoy pospone (o es obligado a posponer por la situación internacional) el cambio cualitativo a la segunda fase, y la transición del capitalismo al socialismo aparece todavía, a pesar de la revolución, como un cambio cuantitativo. La esclavitud del hombre por los instrumentos de su trabajo permanece en una forma altamente racionalizada, muy eficaz y prometedora.

La situación de la coexistencia hostil puede explicar los aspectos terroríficos de la industrialización stalinista, pero también pone en movimiento las fuerzas que tienden a perpetuar el progreso técnico como instrumento de la dominación; los medios prejuzgan el fin. Asumiendo nuevamente que ninguna situación de guerra nuclear u otra catástrofe corten su desarrollo, el progreso técnico provocaría un continuo aumento del nivel de vida y una continua liberación de los controles. La economía nacionalizada puede explotar la productividad del trabajo y el capital sin resistencia estructural,
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al mismo tiempo que reduce considerablemente las horas de trabajo y aumenta las comodidades en la vida. Y puede realizar todo esto sin abandonar el dominio de la administración total sobre los hombres. No hay ninguna razón para asumir que el progreso técnico más la nacionalización provocarán la liberación «automática» de las fuerzas negativas. Al contrario, la contradicción entre las fuerzas productivas crecientes y su organización esclavizadora —abiertamente admitida como un aspecto del desarrollo socialista soviético incluso por Stalin—
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debe probablemente suavizarlas antes que agravarlas. Mientras más capaces sean los gobernantes de repartir los bienes de consumo, más firmemente estará ligada la población a las diversas burocracias gobernantes.

Pero mientras estas perspectivas para la contención del cambio cualitativo en el sistema soviético parecen ser paralelas a las existentes en la sociedad capitalista avanzada, la base socialista de la producción introduce una diferencia decisiva. En el sistema soviético, la organización del proceso productivo separa sin duda a los «productores inmediatos» (los obreros) del control sobre los medios de producción, y establece así distinciones de clase en la misma base del sistema. Esta separación fue establecida por una decisión política y el poder después del breve «período heroico» de la revolución bolchevique, y ha sido perpetuada desde entonces. Y sin embargo, no es el motor del proceso productivo mismo; no está integrada dentro de este proceso como lo está la división entre capital y trabajo, derivada de la propiedad privada de los medios de producción. En consecuencia, los estratos dominantes son en sí mismos separables del proceso productivo; esto es, son reemplazables sin hacer explotar las instituciones básicas de la sociedad.

Ésta es la media verdad en las tesis soviético-marxista de que las contradicciones existentes entre las «relaciones de producción desfasadas y el carácter de las fuerzas productivas» puede ser resuelta sin explosión, y que la «conformidad» entre los dos factores puede darse mediante un «cambio gradual».
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La otra mitad de la verdad es que el cambio cuantitativo tendría que transformarse todavía en un cambio cualitativo, en la desaparición del Estado, del Partido, del Plan, etc., como poderes independientes superimpuestos al individuo. En la medida en que este cambio dejase la base material de la sociedad (el proceso productivo nacionalizado) intacta, sería confinado a una revolución
política
. Si pudiera conducir a la autodeterminación en la misma base de la existencia humana, esto es, en la dimensión del trabajo necesario, sería la más radical y más completa revolución en la historia. La distribución de las necesidades de la vida independientemente del trabajo realizado, la reducción del tiempo de trabajo a un mínimo, la educación universal amplificada hacia la intercambiabilidad de las funciones, son las precondiciones, pero no los contenidos de la autodeterminación. Aunque la creación de estas precondiciones puede ser todavía el producto de una administración superimpuesta, su establecimiento significaría el fin de esta administración. Desde luego, una sociedad industrial madura y libre seguiría dependiendo de una división del trabajo que implica la desigualdad de funciones. Esta desigualdad es requerida por las necesidades sociales auténticas, las exigencias técnicas y las diferencias físicas y mentales entre los individuos. Sin embargo, las funciones ejecutivas y de supervisión ya no traerían consigo el privilegio de gobernar la vida de otros según un interés particular. La transición a tal estado es un proceso revolucionario, antes que evolutivo, incluso en la constitución de una economía totalmente nacionalizada y planificada.

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