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Authors: Herbert Marcuse

El hombre unidimensional (14 page)

BOOK: El hombre unidimensional
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La conciencia feliz —o sea, la creencia de que lo real es racional y el sistema social establecido produce los bienes— refleja un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social. Esto es nuevo en tanto que es racional hasta un grado sin precedentes. Sostiene a una sociedad que ha reducido —y en sus zonas más avanzadas eliminado— la irracionalidad más primitiva de los estadios anteriores, y que prolonga y mejora la vida con mayor regularidad que antes. Todavía no se llega a la guerra de aniquilación; los campos nazis de exterminio han sido abolidos. La conciencia feliz rechaza toda conexión. Es cierto que se ha vuelto a introducir la tortura como un hecho normal; pero esto ocurre en una guerra colonial que tiene lugar al margen del mundo civilizado. Y ahí puede realizarse con absoluta buena conciencia, porque, después de todo, la guerra es la guerra. Y esta guerra también está al margen; sólo azota a los países «subdesarrollados». Por lo demás, reina la paz.

El poder sobre el hombre adquirido por esta sociedad se olvida sin cesar gracias a la eficacia y productividad de ésta. Al asimilar todo lo que toca, al absorber la oposición, al jugar con la contradicción, demuestra su superioridad cultural. Del mismo modo, la destrucción de los recursos naturales y la proliferación del despilfarro es una prueba de su opulencia y de «los altos niveles de bienestar». «¡La comunidad está demasiado satisfecha para preocuparse!»
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El lenguaje de la administración total

Este tipo de bienestar, el de la superestructura productiva que descansa sobre la base desgraciada de la sociedad, impregna a los «mass-media» que constituyen la mediación entre los amos y sus servidores. Sus agentes de publicidad configuran el mundo de la comunicación en el que la conducta «unidimensional» se expresa. El lenguaje creado por ellos aboga por la identificación y la unificación, por la promoción sistemática del pensamiento y la acción positiva, por el ataque concertado contra las tradicionales nociones trascendentes. Dentro de las formas dominantes del lenguaje, se advierte el contraste entre las formas de pensamiento «bidimensionales», dialécticas, y la conducta tecnológica o los «hábitos de pensamiento» sociales.

En la expresión típica de estos hábitos de pensamiento, la tensión entre apariencia y realidad, entre hecho y factor que lo provoca, entre substancia y atributo tiende a desaparecer. Los conceptos de autonomía, descubrimiento, demostración y crítica dan paso a los de designación, aserción e imitación. Elementos mágicos, autoritarios y rituales cubren el idioma. El lenguaje es despojado de las mediaciones que forman las etapas del proceso de conocimiento y de evaluación cognoscitiva. Los conceptos que encierran los hechos y por tanto los trascienden están perdiendo su auténtica representación lingüística. Sin estas mediaciones, el lenguaje tiende a expresar y auspiciar la inmediata identificación entre razón y hecho, verdad y verdad establecida, esencia y existencia, la cosa y su función.

Estas identificaciones, que aparecen como un aspecto del operacionalismo,
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reaparecen como rasgos del discurso en el comportamiento social. En este punto, la funcionalización del lenguaje contribuye a rechazar los elementos no conformistas de la estructura y movimiento del habla. El vocabulario y la sintaxis se ven igualmente afectados. La sociedad expresa sus exigencias directamente en el material lingüístico, pero no sin oposición; el lenguaje popular ataca mediante un humor desafiante y malintencionado al idioma oficial y semioficial. Muy pocas veces el lenguaje popular y coloquial ha sido tan creador. El hombre común (o sus portavoces anónimos) parece afirmar su humanidad frente a los poderes existentes mediante el lenguaje. El rechazo y la rebelión, sojuzgados en la esfera política, estallan a través del vocabulario que llama a las cosas por su nombre
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.

Sin embargo, los laboratorios de defensa y las oficinas ejecutivas, los gobiernos y las máquinas, los jefes, los expertos en eficacia y los salones de belleza para políticos (que conciben el maquillaje adecuado para los líderes), hablan un idioma diferente y, por el momento, parecen tener la última palabra. Ésta es la palabra que ordena y organiza, que induce a la gente a actuar, comprar y aceptar. Se transmite mediante un estilo que es una verdadera creación lingüística; con una sintaxis en la que la estructura de la frase es comprimida y condensada de tal modo que no se deja ninguna tensión, ningún «espacio» entre sus distintas partes. Esta forma lingüística impide todo desarrollo de sentido. Trataré de ilustrarla.

El rasgo distintivo del operacionalismo —para hacer al concepto sinónimo del campo de operaciones correspondiente—
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reside en la tendencia lingüística a «considerar los nombres de las cosas como si fueran indicativos al mismo tiempo de su manera de funcionar, y los nombres de las propiedades y procesos como símbolos del aparato empleado para descubrirlos o «producirlos».
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Éste es el razonamiento tecnológico, el cual tiende a «identificar las cosas y sus funciones».
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Como hábito del pensamiento ajeno al lenguaje científico y técnico, esta forma de razonar configura la expresión de un
behaviorismo
social y político específico. En este mundo, las palabras y los conceptos tienden a coincidir, o, mejor dicho, el concepto tiende a ser absorbido por la palabra. Aquél no tiene otro contenido que el designado por la palabra de acuerdo con el uso común y generalizado, y, a su vez, se espera de la palabra que no tenga otra implicación que el comportamiento (reacción) común y generalizado. Así, la palabra se hace
cliché
y como cliché gobierna al lenguaje hablado o escrito: la comunicación impide el desarrollo genuino del significado.

Por supuesto, todo idioma contiene innumerables términos cuyo significado no requiere desarrollo; por ejemplo, los términos que designan objetos de uso diario, la naturaleza visible o las necesidades y deseos vitales. Generalmente, estos términos son comprendidos de un modo tal que su simple aparición produce una respuesta (lingüística u operacional) adecuada al contexto pragmático en el que se mencionan.

En cambio, la situación es muy diferente respecto a los términos que denotan cosas o sucesos que están más allá del tipo de contexto que no admite controversia. En este caso, la funcionalización del idioma expresa una reducción del sentido que tiene una connotación política. Los nombres de las cosas no sólo son «indicativos de su forma de funcionar», sino que su forma (actual) de funcionar también define y «cierra» el significado de la cosa, excluyendo otras formas de funcionar. El sustantivo gobierna la oración de una manera autoritaria y totalitaria, y la oración se convierte en una declaración que debe ser aceptada: rechaza la demostración, calificación y negación de su significado codificado y declarado.

En los puntos claves del mundo del lenguaje público, las proposiciones con valor propio, analíticas, funcionan como fórmulas mágico-rituales. Machacadas y remachacadas en la mente del receptor, producen el efecto de encerrarlo en el círculo de las condiciones prescritas por la fórmula.

Ya me he referido al problema de la hipótesis que se valida a sí misma como forma proposicional en el mundo del discurso político.
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Nombres como «libertad», «igualdad», «democracia» y «paz» implican, analíticamente, un grupo específico de atributos que se presentan inevitablemente cuando el nombre se escribe o se menciona. En Occidente, la predicación analítica se establece mediante términos como libre empresa, iniciativa, elecciones, individuo; en el Este, en términos como trabajadores, campesinos, construir el comunismo o el socialismo, abolición de las clases hostiles. En ambos lados, las trasgresiones del lenguaje más allá de la cerrada estructura analítica se convierten en incorrecciones o en propaganda, aunque los medios de apoyar la verdad y el grado de castigo sean muy diferentes. En este mundo del lenguaje público, el lenguaje se mueve mediante sinónimos o tautologías; en realidad, nunca avanza hacia la diferencia cualitativa. La estructura analítica aísla al sustantivo principal de todos aquellos significados que podrían invalidar o por lo menos perturbarían el uso del sustantivo aceptado en declaraciones políticas o que se refieren a la opinión pública. La característica del concepto ritualizado es que se hace inmune a la contradicción.

Así, el hecho de que la forma prevaleciente de libertad sea la servidumbre, y la forma prevaleciente de igualdad sea una desigualdad superimpuesta, se excluye de la expresión mediante la cerrada definición de estos conceptos en términos de los poderes que configuran el respectivo universo del discurso. El resultado es la aparición del conocido lenguaje orweliano («paz es guerra» y «guerra es paz», etc.), que de ningún modo corresponde tan sólo al totalitarismo terrorista. Y este lenguaje no resulta menos orweliano si las contradicciones no se hacen explícitas en la frase, sino que se encierran en el sustantivo. Orwell predijo hace mucho que la posibilidad de que un partido político que trabaja para la defensa y el crecimiento del capitalismo fuera llamado «socialista», un gobierno despótico «democrático» y una elección dirigida «libre», llegaría a ser una forma lingüística —y política— familiar.

En cambio, es relativamente nueva la aceptación general de estas mentiras por la opinión pública y privada, lo mismo que la supresión de su monstruoso contenido. La difusión y la efectividad de este lenguaje prueban el triunfo de la sociedad sobre las contradicciones que contiene; las mentiras son reproducidas sin que hagan estallar el sistema social. Y la franca, ostensible contradicción se convierte en constante del habla y la publicidad. La sintaxis de la contracción proclama la reconciliación de los opuestos uniéndolos en una estructura firme y familiar. Intentaré mostrar que términos como la «bomba atómica limpia» y «la radiación inofensiva» no son más que las creaciones extremas de un estilo normal. Una vez que se ha aceptado la principal ofensa contra la lógica, la contradicción se muestra como un principio de la lógica de manipulación: una caricatura realista de la dialéctica. Es la lógica de una sociedad que puede permitirse hacer a un lado la lógica y jugar con la destrucción; una sociedad con un dominio técnico de la mente y de la materia.

El universo del discurso en el que los opuestos se reconcilian tiene una firme base para tal unificación; su provechosa destructividad. La comercialización total une esferas de la vida que eran antagónicas anteriormente, y esta unión se expresa a sí misma en la suave conjunción lingüística de las partes en oposición del lenguaje. Para una mente que no esté aún suficientemente condicionada, la mayor parte del lenguaje hablado e impreso parece absolutamente surrealista. Titulares como «los trabajadores buscan la armonía de los
missiles
»,
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anuncios como «Refugio de lujo contra la radiactividad»
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pueden suscitar todavía la ingenua reacción de que «trabajadores», «armonía» y «
missiles
» son contradicciones irreconciliables y que ninguna lógica o lenguaje son capaces de unir correctamente el lujo y la radiactividad. Sin embargo, esta lógica y este lenguaje llegan a ser perfectamente racionales cuando leemos que «un submarino nuclear equipado con proyectiles dirigidos» «tiene un precio aproximado de ciento veinte millones de dólares», y que «el modelo de mil dólares del refugio atómico tiene alfombra, batidora y televisión». La validez de este lenguaje no descansa primordialmente en el hecho de que venda (parece que el negocio de los refugios no fue tan bueno), sino más bien en que promueve la identificación inmediata del interés particular con el general: los negocios se identifican con el poder nacional, la prosperidad con el potencial de aniquilación. Sólo hay un ligero desliz de la verdad en el hecho de que un teatro anuncie una «Función especial. Víspera de elecciones,
La danza de la muerte
, de Strindberg.»
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El anuncio revela la relación en una forma menos ideológica de lo que normalmente se admite.

La unificación de los opuestos que caracteriza el estilo comercial y político es una de las muchas formas en las que el discurso y la comunicación se inmunizan contra la expresión de protesta y la negación. ¿Cómo puede tal protesta y negación encontrar la palabra correcta cuando los organismos del orden establecido admiten y anuncian que la paz es en realidad el borde de la guerra, que los últimos cañones llevan consigo la justificación de su precio, y que los refugios contra bombas pueden ser muy acogedores? Al exhibir sus contradicciones como la clave de la verdad, este universo del discurso se cierra a cualquier otro discurso que no se desarrolle en sus propios términos. Y, por esta capacidad de asimilar todos los demás términos a los suyos, ofrece la posibilidad de combinar la mayor tolerancia posible con la mayor unidad posible. Sin embargo, su lenguaje atestigua el carácter represivo de esta unidad. Este lenguaje habla mediante construcciones que imponen sobre el que lo recibe el significado sesgado y resumido, el desarrollo bloqueado del contenido, la aceptación de aquello que es ofrecido en la forma en que es ofrecido.

La predicación analítica es una construcción represiva de este tipo. El hecho de que un sustantivo específico sea unido casi siempre con los mismos adjetivos y atributos «explicativos», convierte la frase en una fórmula hipnótica que, infinitamente repetida, fija el significado en la mente del receptor. Éste no piensa en explicaciones esencialmente diferentes (y posiblemente verdaderas) del sustantivo. Más adelante examinaremos otras construcciones en las que se revela el carácter autoritario de este lenguaje. Todas tienen en común un alejamiento y contracción de la sintaxis que limita el desarrollo del significado, creando imágenes fijas que se imponen a sí mismas con su abrumadora y petrificada concreción. Es la conocida técnica de la industria de la publicidad, donde se le emplea metódicamente para «establecer una imagen» que se fija en la mente y en el producto, y sirve para vender los hombres y los bienes. El lenguaje escrito y hablado se agrupa alrededor de «líneas de impacto» y «provocadores del público» que comunica la imagen. Esta imagen puede ser la de la «libertad», «la paz», «el buen muchacho», «el comunista» o «Miss Rheingold». Se espera que el lector o el oyente asocie (y lo hace) con ellos una estructura fija de instituciones, actitudes, aspiraciones, y se espera que reaccione de una manera fija y específica.

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