—¡Hazlo! —ordenó Doc.
Poniéndose en marcha al instante, llegaron breves momentos después a las afueras de la ciudad.
Doc se dispuso a llamar un destartalado taxi. Luego levantó los dorados ojos al cielo.
Un aeroplano zumbaba en el cielo ardiente. Era un aeroplano azul.
—¡Ése es el aeroplano del hombre que me alquiló para matarles! —exclamó el prisionero.
El avión azul pasó por encima de ellos, con estruendo de motores, en dirección a la playa.
Sin pronunciar palabra, Doc, girando sobre sus talones, corrió con increíble velocidad hacia el mismo lugar donde Johnny, Long Tom y Ham aguardaban con su aparato aéreo.
Una multitud de chiquillos semidesnudos miraban boquiabiertos la figura borrosa de Doc, al pasar delante de ellos.
Las mujeres, envueltas en chales se apartaban corriendo al pasar Renny, Monk y el prisionero, siguiendo los pasos de Savage.
De pronto sonó un rápido tiroteo en la playa.
Doc conocía, por la velocidad del fuego, que se trataba de una ametralladora suya. Sus amigos debieron montarla y disparaban sobre el monoplano azul.
El aparato enemigo capotó tras la copa de una palmera. Luego se oyó una fuerte explosión. ¡Una bomba!
El aeroplano volvió a elevarse. Volaba de una manera insegura. El piloto o alguna parte del aparato había sido alcanzado.
Luego avanzó hacia el interior y no regresó.
Doc, al llegar a la playa, vio que la bomba fue lanzada con tan mala puntería, que cayó a unos cincuenta metros de su aeroplano. Sus tres hombres estaban sentados en un ala ante la ametralladora, sonriendo satisfechos.
—Seguramente le arrancamos algunas plumas a ese pájaro azul —rió Long Tom.
—No volverá —afirmó Ham, tras observar el punto móvil que se perdía en el horizonte—. ¿Quién fue?
—Evidentemente, uno de la banda intentando impedir nuestra llegada a esa tierra mía en Hidalgo —replicó Doc—. El miembro de la banda, con seguridad radiaría desde Nueva York a Blanco Grande, la capital de Hidalgo, que íbamos en aeroplano. Este es el lugar más natural para aprovisionarnos después del vuelo sobre el mar Caribe. En consecuencia, tendieron una emboscada aquí. Alquilaron a este mestizo para que nos ametrallara y, al fracasar, el piloto intentó bombardearnos.
Renny y Monk llegaron en aquel momento. Eran tan corpulentos, que el mestizo semejaba un chiquillo entre ellos.
—¿Qué hacemos con sus costillas? —inquirió Monk, sacudiendo al mestizo.
Doc replicó sin vacilar: Ponedlo en libertad.
El mestizo no sabía cómo expresar su gratitud. Llorando, balbuceó las gracias.
Pero, antes de marcharse, acercándose a Doc, murmuró una pregunta en tono muy serio.
Los otros no oyeron las palabras del mestizo, y, como es natural, se despertó su curiosidad.
—¿Qué te preguntó? —inquirió Monk, una vez se ausentó el mestizo, con paso firme.
—Creedme o no —sonrió Doc—, pero deseaba saber cómo ingresar en un convento. Me imagino que ese individuo caminará recto el resto de su vida.
—Será mejor que cojamos un tiburón y lo llevemos con nosotros, si al inspeccionarlo de cerca reforma a nuestros enemigos con tal prontitud —rió Monk.
Con unas cuerdas de un almacén de la localidad y unas palmas que cortaron unos nativos alquilados por Doc, pusieron el aeroplano sobre tierra seca.
El aparato estaba inutilizado, pues los flotadores hallábanse destrozados.
No disponían de material de recambio, ni tampoco era fácil encontrarlo en la ciudad. Para ahorrar tiempo y trabajo, Doc radió a Miami pidiendo un juego de flotadores, que un aeroplano de carga trajo con rapidez.
Perdieron en conjunto cuatro días, antes de estar en situación de remontarse de nuevo.
Doc no descuidaba su ejercicio ni una sola mañana. No dejaba de hacerlo nunca, por cansado y derrengado que estuviese del día anterior.
Sus ejercicios musculares eran duros y violentos.
Con un bloc y un lápiz en la mano, empezó sus ejercicios mentales. Escribió una serie de cifras, extrajo con los ojos cerrados la raíz cuadrada y cúbica del número propuesto mentalmente. De la misma manera hacía todas las operaciones aritméticas, multiplicaba, dividía y restaba con pasmosa facilidad. Esto disciplinaba de una manera perfecta su poder de concentración.
Sacaba después un aparato que producía ondas de sonido de todos los tonos, algunos de onda tan corta o tan larga que no eran perceptibles para el oído normal.
Procuraba, durante varios minutos, percibir estas ondas, inaudibles para la mayoría.
Años de estos ejercicios le permitieron oír muchos de esos sonidos que generalmente pasan inadvertidos.
Cerrando los ojos, identificaba con rapidez el olor de infinidad de cosas distintas y vagas, contenidas en frasquitos.
Dos horas diarias dedicaba a éstos y otros más difíciles ejercicios.
Al quinto día de la llegada a Belice, salieron por la mañana rumbo a Blanco Grande, capital de Hidalgo.
Volaron sobre una jungla exuberante, llena de árboles podridos en masas sólidas. Los bejucos y otras plantas formaban una alfombra sólida.
Confiado en sus motores, Doc volaba bastante bajo para ver las cotorras y loros que a millares pululaban por el bosque.
Breves horas más tarde llegaba a la frontera de Hidalgo. Era un país típico de las repúblicas del Sur.
Incrustada entre dos gigantescas cordilleras, atravesada a la derecha por montañas más elevadas aún; era un lugar ideal para las revoluciones y el bandidaje.
En tales localidades, los gobiernos son inestables, no tanto debido a su carencia de equilibrio, sino más bien por las oportunidades ofrecidas para levantarse en armas.
La mitad de los valles de Hidalgo eran desconocidos hasta de los bandidos y de los revolucionarios que, dada su condición, estaban más familiarizados con el terreno.
El interior lo habitaban tribus belicosas, restos de poderosas naciones desaparecidas.
Las tribus guerreras y el terreno inaccesible explicaban la parte inexplorada que Renny observó en los mejores mapas del país.
La capital era un conglomerado de callejuelas estrechas, chozas de adobe y millares de tejados de azulejos de colores, con el parque inevitable para las procesiones y revistas militares en el centro de la ciudad.
En este caso, el parque estaba ocupado por el palacio presidencial y ciento diecinueve edificios de la administración.
Eran edificios imponentes, mostrando que los gobiernos anteriores hicieron libre uso del dinero de los contribuyentes.
En la parte norte de la ciudad había un lago pequeño y poco hondo. Doc Savage amaró su aeroplano allí.
El silbido de Doc Savage
Después de acondicionar el aparato, Doc dio algunas instrucciones a sus compañeros.
El trabajo preliminar tocó a Ham, cuyos conocimientos legales le capacitaban para ello.
—Ham, visita al ministro de Estado y comprueba los derechos de nuestra concesión—indicó Doc.
—Quizá sea mejor que le acompañe alguien, no sea que sustraiga algunos jamones u otra cosa por el estilo —observó Monk.
El abogado se erizó al instante.
—¿Por qué he de necesitar un jamón, si estoy asociado a unos cuantos de ellos? —preguntó.
—Monk, será preferible que acompañes a Ham, a guisa de escolta —sugirió Doc—. ¡Os apreciáis tanto!
En realidad, a pesar de las bromas que solían gastarse mutuamente, Monk y Ham formaban un buen equipo de cerebro y músculo, y se llevaban perfectamente, aunque al oírles hablar, uno les creyese dispuestos a pelearse constantemente.
Ham se afeitó y se puso un traje de franela blanca antes de partir.
Era la elegancia personificada, con sus zapatos blancos, sombrero panamá y bastón de estoque de aspecto pacífico.
Monk, con la maligna intención de enojarle, ni siquiera se lavó la cara.
Se tocó con un sombrero viejo y maltratado y, con unos pantalones que parecían caérsele, se contoneaba tras su amigo.
Atardecía cuando fueron introducidos a presencia de don Rubio Peláez, ministro de Estado de Hidalgo.
Don Rubio era bajito. Tenía el rostro demasiado hermoso para un hombre.
Era de cutis aceitunado, labios delgados, nariz recta, ojos oscuros y transparentes como los de una señorita.
Sus orejas eran muy puntiagudas, exactamente iguales a las que los artistas dibujan en los retratos del diablo.
Recibió a Ham con extrema cortesía. Monk permaneció discretamente en la penumbra; no creía que don Rubio fuese tan tremendo.
Y don Rubio respondió a la impresión que hizo sobre Monk, tan pronto como el abogado le comunicó el motivo de su visita.
—Pero, mi querido señor Broks—dijo don Rubio, con suavidad—, nuestros archivos no contienen nada referente a ninguna concesión hecha a una persona llamada Clark Savage, júnior. Ni una hectárea de tierra de Hidalgo, y mucho menos varios centenares de millas cuadradas. Lo siento mucho, pero el hecho es éste.
Ham agitó su bastón.
—¿Estaba el presente gobierno en el poder hace veinte años? —inquirió.
—No. Este gobierno asumió el mando hace dos años.
—La pandilla anterior a ustedes es probable que hiciese esa concesión.
Don Rubio se sonrojó ligeramente al oír la sutil insinuación de que formaba parte de una pandilla.
—¡En tal caso —replicó, lacónico—, no tenemos nada que ver con eso! Tiene usted mala suerte.
—¿,Quiere decir que nos niega el derecho a esa tierra?
—¡Ciertamente!
El bastón de Brooks apuntó de pronto a un lugar entre las orejas de don Rubio Peláez.
—¡Piénselo otra vez, amigo! —le dijo.
Don Rubio empezó: No tengo nada que…
—¡Oh, sí! —atajó Ham, hurgándole con el bastón, prestando mayor énfasis a sus palabras—. ¡Cuando este gobierno asumió el poder, los Estados Unidos lo reconocieron con la condición de que el nuevo régimen respetase los derechos de propiedad de los ciudadanos americanos de Hidalgo! ¿Eso es verdad?
—Le diré…
—Es verdad. No discutamos. ¿Y sabe lo que le sucederá si no cumple ese acuerdo? EL gobierno de los Estados Unidos cortará las relaciones y los clasificará como una simple pandilla de bandoleros. No podrán obtener ningún crédito para comprar armas ni maquinaria ni ninguna otra cosa necesaria para dominar a sus enemigos políticos. Su comercio de exportación sufrirá. Ustedes…Pero ya sabe lo que les sucederá, tan bien como yo. Dentro de seis meses, su gobierno dimitirá y le sucederá otro nuevo. Eso es lo que significa negarse a respetar la propiedad norteamericana. Y si esta concesión de terreno no es propiedad americana, que venga Pedro y lo vea.
El rostro aceitunado de don Rubio se encendió de cólera. Las manos le temblaban. Sabía a cuánto se exponía de no acatar aquellas órdenes.
El tío Sam no era persona con quien se pudiese jugar.
—No podemos reconocer su derecho porque no está registrado en nuestros archivos—dijo, frenético.
Ham puso los documentos en la mesa.
—Estos documentos bastan —afirmó—. Alguien destruyó los otros. Le diré una cosa: hay algunas personas dispuestas a emplear toda clase de recursos para despojarnos de esos terrenos. Nos atacaron; y sin duda fueron ellos quienes destruyeron los papeles.
Al pronunciar estas palabras, Ham observaba con atención a don Rubio.
Tenía la impresión de que había algo sospechoso tras la actitud del ministro.
No tenía la seguridad de sí pertenecía a la banda que intentaba arrebatar la herencia a Doc o si estaba sobornado.
La agitación de don Rubio tendía a corroborar aquella sospecha.
—Le costará muy caro al que intente molestarnos —continuó—. Le cazaremos al final.
En el moreno rostro del ministro de Estado se dibujaron diversas emociones.
Estaba preocupado y asustado. Pero al final resolvió adoptar una determinación desesperada.
—Es innecesario hablar más —dijo—.No tienen ustedes ningún derecho a esos terrenos. Esto es definitivo.
Ham sonrió de manera amenazadora.
—Tardaré una hora en radiar un mensaje a Washington —prometió con sequedad—. Entonces, amigo mío, le ajustaremos las cuentas.
Saliendo del ministerio, Ham y Monk preguntaron dónde estaba la estación de radio y se dirigieron a ella.
Oscureció mientras se entrevistaban con el ministro. La ciudad, quieta durante el calor de la tarde, empezaba a despertar.
—Hablaste con demasiada energía a ese don Rubio, ¿no es verdad? —inquirió Monk—. Me imaginaba que tratabas siempre con cortesía a estos centroamericanos. Quizá si lo hubieras hecho con diplomacia, hubieras conseguido algo.
—¡Bah!—dijo Ham—. ¡Sé cómo tratar a los hombres! Ese don Rubio no tiene educación. Soy cortés cuando es necesario. ¡Nunca con un granuja!
—¡Hablas como los propios ángeles! —murmuró Monk.
Pronto hallaron que las calles de Blanco Grande era un verdadero laberinto.
Le indicaron que las oficinas de la radio estaban situadas a unos centenares de metros de distancia. Pero cuando recorrieron ese espacio, no vieron señal de la estación de radio.
—¡Nos hemos perdido! —gruñó Monk. Distinguieron a un solo hombre en la calle que, al parecer, pertenecía a una parte sospechosa de Blanco Grande.
El único peatón iba delante de ellos, caminando como si no tuviera adónde ir y le sobrara tiempo.
Era un individuo de anchas espaldas y cabeza muy grande. Iba descalzo.
Llevaba las manos en los bolsillos.
Ham y Monk alcanzaron al indolente paseante.
—¿Puede indicarnos dónde está la estación de radio? —preguntó el abogado.
—Sí, señor —respondió el individuo—. Por medio peso le llevaré allí.
Brooks, desorientado por las calles irregulares, creyó era baratísimo.
Alquiló al nativo en el acto.
El hombre achaparrado no se sacó las manos de los bolsillos.
Los dos amigos no sospecharon nada, atribuyéndolo a la pereza natural del país. Las calles que cruzaron eran peor todavía que las que recorrieran antes.
—Es un distrito muy extraño para situar la estación de radio —murmuró Monk, empezando a sospechar de la buena fe de su guía.
—Falta muy poco, señor—indicó éste, como si comprendiese.
Estudiando el porte del hombre, su nariz curva, sus labios gruesos, Monk encontró en él algo familiar, aun cuando no podía definirlo exactamente. Se devanó los sesos intentando recordar dónde vio antes al individuo.