Doc, reflexionando sobre la historia de las guerras y otras plagas que azotaron al mundo desde aquellos tiempos, convino en que aquella gente acertó.
EL rey Chane habló inesperadamente: Conozco el motivo de su venida.
—¿Eh?
—Viene para recoger la herencia legada por su padre. Convinimos en que pasados veinte años, usted vendría a mí, y yo sería juez de sí debía o no darle acceso al oro que no nos sirve de nada a nosotros los del Valle de los Desaparecidos.
Doc empezó a comprender. ¡De manera que aquel fue el texto del final de aquella carta quemada en parte dentro de la caja de caudales de su padre!
Ahora lo comprendía todo. Su padre descubrió aquel valle perdido con sus extraños habitantes y sus riquezas fabulosas de oro, y decidió dejarlo como herencia a su hijo.
Obtuvo posesión de la tierra que incluía al Valle de los Desaparecidos. Y por lo visto hizo un convenio con el rey Chaac.
¡Sólo faltaba averiguar qué convenio establecieron!
Formuló la pregunta:
—¿Qué clase de acuerdo concertó mi padre con usted?
—¿No se lo dijo? —preguntó el anciano maya, sorprendido.
Doc bajó la cabeza. Explicó, emocionado, que su padre falleció de una manera misteriosa y repentina.
El anciano maya mantuvo un silencio reverente después de oír las tristes noticias. Luego bosquejó el convenio del oro.
—Deberá usted dar cierta parte al gobierno de Hidalgo —explicó.
Doc movió la cabeza en señal afirmativa.
—El acuerdo —dijo— consiste en ceder una quinta parte al gobierno de Hidalgo.
—Es justo. El presidente de Hidalgo, Carlos Avispa, es un anciano y noble caballero —repuso Doc.
—Un tercera parte del oro extraído será depositado en un Banco a nombre de mi pueblo —explicó el rey Chaac—. Ingresará usted ese fondo y se cuidará de nombrar unos administradores honrados. Las otras dos terceras partes las tendrá usted, no para crearse una fortuna personal, sino para gastarlas en continuar la obra de su padre, en auxiliar a los oprimidos, en beneficiar al género humano en todo cuanto sea posible.
—Una tercera parte para su pueblo, no me parece un porcentaje muy elevado —sugirió Doc.
EL rey Chaac sonrió.
—Se sorprenderá cuando sepa la cantidad a que ascenderá, y quizá no la necesitemos nunca. Este Valle de los Desaparecidos permanecerá tal como está, desconocido del resto del mundo. Y el origen del oro también será ignorado de todos.
Johnny, jugueteando con sus gafas, que tenían la lente de aumento en el lado izquierdo, escuchaba con interés y, de pronto, preguntó:
—Observé la naturaleza de la roca de estos alrededores. Y aunque la pirámide está hecha de cuarzo aurífero, no hay señales de existir grandes cantidades de mineral por estos contornos. Si tiene el propósito de entregarnos la pirámide, ¿lo permitiría su pueblo?
—¡La pirámide es sagrada y nadie puede profanarla! —replicó el anciano maya con digna entonación—. ¡Es nuestro templo! ¡Lo será, eternamente!
—Entonces, ¿dónde está el oro?
—Le enseñarán el lugar dentro de treinta días o antes, si juzgo llegada la hora.
—Pero hasta entonces, no sabrá usted más —repuso el rey Chaac.
—¿Por qué esa condición? —inquirió Doc.
—No deseo revelarlo por el momento —respondió el rey Chaac.
Atacopa estuvo de pie a su lado durante la conversación. Y casi todo el rato no apartó sus ojos de Doc, contemplándole con extraña expresión.
—¡Ojalá me mirase a mí de esa manera! —cuchicheó Monk a Ham.
La declaración del rey Chaac fijando un plazo de treinta días respecto a toda clase de información ulterior, concluyó la entrevista.
Dio órdenes de tratar con la mayor cordialidad a Doc y a sus hombres.
Los seis amigos pasaron el resto del día trabando amistad con los mayas.
Realizaron diversos trucos de prestidigitación que encantaron a aquella gente sencilla. Long Tom, con un aparato eléctrico y Monk con varios trucos químicos, fueron los favoritos.
Kayab y sus guerreros se mantuvieron distantes. Se les veía hablar en grupos, con rostro enojado.
—Nos darán un disgusto —declaró Renny.
Doc asintió.
—Son más ignorantes que los otros—dijo—. Y ese demonio instigador de la revolución de Hidalgo es un jefe prestigioso de la secta de los guerreros.
Dentro de poco fulminará la Muerte Roja sobre la tribu.
—¿No podemos impedirlo? Me refiero a esa Muerte Roja infernal.
—Lo probaremos. Aunque dudo de la eficacia de nuestra intervención hasta que ocurra.
—Ni siquiera conocemos la manera cómo se extiende, mucho menos su cura.
—Quizá si les entregamos una parte de oro para sobornarles no inflingirían la Muerte Roja…
—¡Eso significaría el éxito de la revolución de Hidalgo y perecerían centenares de personas, Renny!
—Tienes razón.
Para dormir les asignaron una casa de muchas habitaciones, a corta distancia de la reluciente pirámide dorada.
Se acostaron temprano. La noche no parecía tan fría como era de esperar en aquellas altas montañas.
La muerte acecha
Dedicaron el día siguiente a nada más entretenido que matar el tiempo. Pronto se cansaron de los trucos de prestidigitación.
En consecuencia, Doc y Renny salieron a explorar el Valle de los Desaparecidos.
Descubrieron que era tanto una prisión como una fortaleza. Un sendero estrechísimo tallado en la falda del desfiladero era la única ruta a pie.
Y por el aire sólo un hidroplano podría descender sobre el lago. Ningún dirigible resistiría aquellas terribles corrientes de aire.
Las faldas de las montañas se cultivaban. Abundaban las verduras. También se veía algodón y cabras domesticadas de largo pelo.
La vegetación de la jungla era exuberante por todas partes.
—No lo pasan mal —observó Doc—. No viven en la abundancia, pero tampoco les falta lo necesario.
Regresando al pueblo, Doc y Renny encontraron a la linda princesa, quien, evidentemente, preparó aquella entrevista fortuita.
Se había enamorado del hombre de bronce, lo cual turbaba bastante el espíritu de Doc. Hacía mucho tiempo que había decidido que las mujeres no alterarían el rumbo de su vida.
Y además, su carácter no se prestaba a ningún dominio, aunque fuese moral.
Por consiguiente, respondió con monosílabos a la amena y graciosa, charla de la princesa, evitando entrar en discusión acerca de sí las muchachas americanas eran más bonitas que… Atacopa, por ejemplo.
De regreso al pueblo observaron un cambio sutil en la actitud de muchos de los mayas.
Hasta los que no pertenecían a la secta guerrera miraban a Doc y a sus amigos con evidente recelo.
Los guerreros, mezclados entre el populacho, hablaban con animación, subrayando las palabras con ademanes hostiles.
Doc, por casualidad, oyó las palabras de un agitador. Comprendió que los guerreros envenenaban con sutiles amenazas contra los blancos el espíritu sencillo de los nativos.
Los extranjeros bajados del cielo, alegaban los guerreros, eran demonios de piel pálida que llegaron como gusanos en las entrañas del gran pájaro azul que amaró en el lago.
Y, por consiguiente, como gusanos, debían ser destruidos.
Doc se alejó pensativo.
Aquella noche, él y sus amigos, se acostaron temprano, casi al anochecer, siguiendo la costumbre tradicional del país.
Fuera por la dureza de los bancos de piedra que les servían de cama o por la excitación nerviosa debida a su situación en el Valle de los Desaparecidos, no durmieron bien.
Long Tom, que ocupaba una habitación espaciosa con Johnny y Ham, durmió una hora encima de su banco de piedra; luego se apoderó el insomnio de él.
Se puso los pantalones y dio un paseo a la luz de la luna.
Sin ningún motivo particular se dirigió a la pirámide, que le fascinaba.
El mineral de que estaba construida era tan rico, que podía decirse que no existía igual en el mundo entero.
—¡Debe de tener un valor fabuloso! —pensó.
Esperaba que la contemplación de semejante riqueza le permitiría después conciliar el sueño. Pero no fue así. Le costó caro.
Pues mientras contemplaba, absorto, la pirámide dorada, con la corriente de agua surgiendo sin parar de su cima, un hombre saltó sobre sus espaldas.
Una mano le tapó la boca.
Lanzó dos puñetazos, sin tocar a nadie. Mordió los dedos que te amordazaban. Luego profirió un grito.
Una mano, protegida esta vez por un trapo, le impuso silencio casi ahogándole.
Luego le acometieron otros asaltantes; eran los guerreros de dedos rojos.
Dio un puntapié atrás, tocando una espinilla y rodó con sus atacantes por entre las rocas y la tierra blanda.
Encontrando una roca, asestó un golpe en un cráneo y por el ruido seco comprendió que uno de sus adversarios cayó para no levantarse nunca más.
La fuerza de los atacantes redujo al fin a Long Tom. Lo ataron de pies y manos, dejándolo imposibilitado.
Se aproximó un hombre, que hasta entonces se mantuvo apartado del fragor de la lucha.
Era Kayab, el jefe de los guerreros, quien dio una orden en lengua maya, que Long no pudo comprender.
Llevándolo a la parte trasera de la pirámide, lo depositaron en un círculo de bloques de piedra. En el centro había una abertura redonda, negra y siniestra.
El jefe maya cogió una piedra y sonriendo de una manera maligna la tiró por la redonda abertura.
Se oyó, segundos después, el ruido de la piedra al tocar el fondo. Y al instante surgió un pandemónium de ruidos extraños y silbantes.
¡El agujero era un pozo de sacrificios!
Long Tom recordó haber leído que los antiguos mayas arrojaban tributos humanos en pozos semejantes.
Los silbidos provenían de serpientes, sin duda, venenosas. Debía de haber centenares de ellas en el fondo de aquel siniestro agujero.
Kayab profirió una orden y al instante el prisionero fue levantado en vilo y arrojado a la terrible abertura negra.
El jefe de los guerreros escuchó. Instantes después se oyó un golpe horrible en el fondo del pozo. Las serpientes silbaban siniestras.
El jefe maya y sus secuaces se alejaron satisfechos.
Cuando Long Tom salió de la casa, Ham no estaba completamente dormido.
Observó, soñoliento, cómo su compañero, poniéndose los pantalones, salía al exterior.
Luego dormitó un rato. Pero despertándose de pronto, decidió averiguar lo que hacía su amigo. Cogiendo su bastón de estoque, salió a explorar.
No vio señal de Long Tom, pero adivinando dónde pudo ir el mago de la electricidad, se dirigió hacia la pirámide.
No oyó ningún ruido ni nada que le alarmase. Segó una flor tropical de un certero golpe de bastón. Se sentía pleno de euforia.
Un segundo después fue asaltado por una avalancha de guerreros de dedos rojos.
Jamás ningún espadachín profesional desenvainó su acero con mayor celeridad que Ham. Lo sacó a tiempo de poder ensartar a dos de los demonios que saltaron sobre él.
Reducido por el número, lo ataron y amordazaron. Luego lo condujeron al pozo de los sacrificios y sin pronunciar una palabra lo arrojaron al fondo.
Kayab escuchó desde el borde del pozo hasta oír el golpe de la caída.
Las serpientes, alborotadas, emitieron silbidos de furia.
El jefe de los guerreros rió, moviendo la cabeza en señal de satisfacción.
¡Desaparecieron dos blancos! Dio otra orden.
Los tres guerreros muertos por Long Tom y Ham fueron levantados en vilo.
Uno tras otro, los cadáveres fueron arrojados al pozo de los sacrificios.
Resonaron tres golpes y surgieron los silbidos furiosos de las serpientes.
Monk dormía profundamente, pero el colchón de piedra era duro y el aventurero tuvo una pesadilla. Soñó que luchaba con un millón de dedos rojos, mientras le alentaba una hermosa princesa maya.
Rechazó a sus enemigos de la pesadilla, pero al avanzar hacia la bella princesa, reclamando la recompensa ofrecida por su seductora sonrisa, surgió un hombre de un sospechoso parecido con Doc y se la llevó.
Su inmensa desilusión le despertó.
Se sentó y se incorporó desperezándose. Al mirar a su alrededor vio sorprendido que Doc y Renny no estaban a su lado.
¡Sus camas de piedra se veían desocupadas!
Meditó un rato, llegando a la conclusión de que salieron a pasear.
Y al instante se dispuso a imitarles.
AL coger sus pantalones se fijó en un mástil que colgaba de la pared; evidentemente pertenecía al dueño de la casa, y Monk no vaciló en apropiárselo para probar su comodidad.
Poniéndoselo en lugar de pantalones salió al exterior, con el propósito de nadar un rato en el lago, si no se presentaba algún pasatiempo más emocionante.
No hallando a Doc ni a Renny se dirigió al lago. No le preocupaba la ausencia de los dos amigos.
No era probable que les sucediera algo sin que cundiera la alarma.
El agua presentaba un color azul maravilloso. A pocos metros de la playa veíanse varias rocas grandes.
De pronto su corazón latió sobresaltado al encontrarse, inesperadamente, frente a la princesa Atacopa. Sin duda paseaba a la luz de la luna. Y sola.
Sintió un gran embarazo e hizo un movimiento para retroceder con rapidez.
Pero la princesa, sonriéndole con dulzura, le suplicó:
—¡No se marche tan pronto, haga el favor! Deseo preguntarle una cosa.
Monk vaciló, preguntando, aturdido:
—¿Qué desea saber?
La joven se ruborizó de una manera encantadora. Parecía demasiado tímida para formular la pregunta. Pero, al fin, dijo:
—¿Qué es lo que ve indeseable en mí su jefe?
—¿Eh? —balbuceó Monk, sin saber qué responder—. ¡Oh! Doc la estima. Él aprecia a todo el mundo.
—No lo creo —replicó la joven—. Se mantiene a distancia.
—Ah —murmuró Monk—. Doc es así…
—Debe de haber una muchacha. Él está…
—¿Enamorado de alguien? —resopló Monk—. ¡De ninguna manera! No existe ninguna mujer en la tierra que…
Interrumpiéndose enmudeció. Pero era demasiado tarde.
Fue poco diplomático, defecto que criticaba a los demás.
La princesa Atacopa, girando sobre sus talones, desapareció entre las grandes rocas, dejando tras sí el eco de un sollozo.