—¿Por qué no dejarlo penetrar en el Valle? —gruñó otro bandido—. Sería el fin de todos ellos. ¡Jamás saldrían vivos de allí!
La voz del jefe revolucionario temblaba de miedo.
—¡Idiota! —exclamó—.¡No conoces a Savage! Ese hombre es sobrenatural. Fui a Nueva York a suprimirlo y fracasé. Y me acompañaban dos miembros de la secta fanática de guerreros del Valle de los Desaparecidos. Esos hombres eran unos luchadores extraordinarios. Su propia tribu estaba aterrada de ellos. ¡Pero Savage escapó!
Sucedió un silencio lleno de inquietud.
—¿Qué sucedería si los miembros de esa secta guerrera descubriesen que no eras uno de ellos? —interrogó un malhechor—. Les has hecho creer que eres la encarnación del hijo de uno de sus dioses. Te adoran como a un dios viviente.
Pero ¿y si descubrieran que todo ello es una farsa?
—¡No lo descubrirán! —declaró el hombre situado detrás de la cortina—. ¡No pueden hacerlo, porque controlo a la Muerte Roja!
—¡La Muerte Roja! —balbuceó uno.
—¡La Muerte Roja! —murmuró otro—. ¿Qué es ello?
El hombre de detrás de la cortina lanzó una sonora y maligna carcajada.
—¡Un genio científico, estando borracho, me vendió el secreto de producir la Muerte Roja y de curarla! ¡Me la vendió a mí! Luego lo maté para que nadie se apoderara jamás del secreto, o mejor dicho de la cura.
Los bandidos congregados se movieron nerviosos. —¡Si lográsemos solucionar el misterio del oro que sale del Valle de los Desaparecidos! —murmuró uno—. Si averiguásemos de dónde lo extraen, nos olvidaríamos de esta revolución.
—¡No podemos! —declaró el hombre de detrás de la cortina—. He probado muchas veces. Kayab, el jefe de la secta guerrera de la que me he erigido en jefe supremo, ignora de dónde se extrae. Sólo el anciano Chaac, rey del Valle de los Desaparecidos, lo sabe. Y no lo declararía aunque le sometieran a tortura.
—Me gustaría llevar allí mis hombres con ametralladoras —murmuró furioso un capitán de bandoleros.
—Lo probaste una vez, ¿no es verdad? —dijo el hombre de detrás de la cortina— Y casi os exterminaron. El Valle de los Desaparecidos es inexpugnable. Lo mejor que podemos hacer es conseguir suficiente oro para financiar esta revuelta.
—¿Cómo consigues ese oro? —preguntó un jefe de cuadrilla.
El misterioso desconocido profirió una carcajada:
—Es fácil castigar a la tribu con la Muerte Roja. Entonces ofrecen presentes y oro que llega a mis manos. Agradecido, los curo de la Muerte Roja. —Rió con regocijo—. Los pobres diablos creen que su dios esparce entre ellos la Muerte Roja y que el tributo de oro apacigua su furia.
—Pues sería mejor esparcieras muy pronto esa Muerte Roja —sugirió uno—.
Necesitamos ese tributo con urgencia. De lo contrario, no podremos pagar el armamento necesario para la revolución.
—Lo haré en breve. He estado mandando a mí aeroplano azul a volar sobre el Valle de los Desaparecidos. Es una idea nueva que se me ha ocurrido.
Impresionará mucho a los habitantes del Valle. EL azul es su color sagrado. Y creen que el aeroplano es un dios alado.
Resonaron muchas carcajadas aprobando la astucia del jefe.
—¡Esa Muerte Roja es una cosa maravillosa! —pronunció el hombre de la cortina—. Mató al viejo Savage…
El orador emitió de repente un grito frenético y dio un salto arrastrando la cortina consigo.
Se lanzó de cabeza.
Los bandidos, aturdidos, vieron en la puerta a un gigante de bronce, una figura de hombre que infundía pánico.
—¡Doc Savage! —chilló uno.
Era, en verdad, él en persona. Cuando vio aquel cuchillo en la calle, oyó acercarse unos pasos. Siguió al hombre que recogió el cuchillo hasta la habitación del hotel.
Se había enterado de todo el vil complot.
Y probablemente por primera vez en su carrera, no logró atrapar a su hombre. La rabia que sintió contra el jefe de los revolucionarios, el asesino de su padre, le cegó por el momento. Lanzó una exclamación de sorpresa y el hombre le oyó.
Un bandido esgrimió una pistola, al mismo tiempo que otro apagó las luces.
Las pistolas tronaron de una manera ensordecedora. Resonaron unos golpes terribles.
Unos golpes que destrozaban la carne y los huesos; golpes que únicamente Doc Savage podía asestar.
El cristal de la ventana cayó hecho añicos cuando alguien se tiró por allá de cabeza, sin importarle el hecho de que lo hacía desde una altura de tres pisos.
Otro hombre imitó el mortal salto.
La batalla en la habitación terminó en breves segundos.
Doc Savage encendió las luces. Diez bandidos yacían por el suelo en un estado de estupor, o desvanecidos, o muertos.
Tres de ellos terminaron su carrera de crímenes. Y la policía de Blanco Grande, cuyo clamor se oía en el pasillo de afuera, terminaría con el resto.
Saltó por la ventana. El salto desde un tercer piso lo efectuó como si lo hiciera de una mesa al suelo.
Encontró a otro bandolero muerto bajo la ventana. El hombre se estrelló al dar el terrible salto.
No se veía rastro del jefe, quien, en el fragor de la lucha encontró medios de poder escapar.
Doc se detuvo un instante, poseído de una furia que estremecía su cuerpo de bronce.
¡El asesino de su padre! ¡Y ni siquiera conocía quién era el hombre!
Pues al seguirle al hotel, no distinguió el rostro del criminal. Y en la habitación, la cortina cubrió al individuo hasta que se apagaron las luces.
Se alejó lentamente de la vecindad del hotel con su holocausto de muerte.
En aquella habitación dejó algo que se convertiría en una leyenda en Hidalgo.
¡Doce hombres derrotados o exterminados en cuestión de segundos!
La Policía de Blanco Grande estuvo intrigada durante muchos días sobre la clase de luchador que derrotó a los peores bandidos del país, en una batalla cuerpo a cuerpo.
Todos los bandoleros tenían puesto precio a su desgreñada cabeza. Nadie reclamó la recompensa.
Finalmente, un decreto del presidente Avispa traspasó la importante suma a los establecimientos de beneficencia.
Doc Savage, sin pensar más en la hazaña realizada, se dirigió u su campamento y se acostó.
El valle de los desaparecidos
Cuando despuntaba el día, Doc y sus hombres estaban dispuestos a partir.
Hizo sus dos horas de ejercicio habituales mientras sus compañeros dormían.
Después despertó a sus hombres. Enseguida cogieron brochas y pintura y transformaron el aeroplano.
¡El avión era azul ahora, el color sagrado de los mayas!
—Si los habitantes de ese misterioso Valle de los Desaparecidos creen que cabalgamos en una carroza sagrada —comentó Doc—, quizá nos permitan estar tiempo suficiente para hacernos amigos.
Ham, llevando su bastón inevitable, pues poseía varios, dijo, en tono jocoso:
—Si creen en la evolución, podemos despertar su interés pasando a Monk por el eslabón perdido.
—¿Ah, sí? —sonrió Monk—. Algún día te encontrarás en unas parrillas pasando por un bistec y no sabrás quién lo hizo, como tampoco supiste quién preparó la acusación del robo de jamones.
Ham agitó el bastón y enmudeció.
Tomaron suficiente gasolina para un vuelo de veinte horas.
Breves instantes después, el gigantesco aeroplano despegaba rumbo a la región inexplorada del interior de la República de Hidalgo.
Doc tenía la idea, confirmada por el intenso estudio de Johnny de la topografía del país, de utilizar flotadores en vez de ruedas de aterrizaje.
Debido a la tupida jungla y a la naturaleza volcánica de la región, era muy probable que no hallaran un espacio lo bastante amplio para aterrizar.
Por otra parte, Hidalgo estaba situado en la región de las grandes lluvias tropicales. Los ríos eran pequeños y en la montaña había un lago pequeño.
De aquí que se llevara los flotadores del aeroplano.
Mientras Doc se remontaba a unos diez mil pies de altura para encontrar una corriente favorable de aire, y así ahorrar el consumo de la gasolina, sus cinco amigos escudriñaban la región con unos potentes prismáticos.
Esperaban hallar rastro de su enemigo, el monoplano azul. Pero no vieron ningún hangar en la alfombra de la jungla.
Debía de estar escondido, pensaron, muy cerca de la capital.
Distinguían de vez en cuando un campo de maíz creciendo en unas calvas de los bosques. Vieron a unos nativos llevando cargas en unas bolsas de red, suspendidas por correas en torno a la frente.
Luego empezó una selva ilimitada sin señal de vida. Se alejaban de la civilización. Transcurrieron unas horas.
Unos grandes barrancos empezaron a hendir el terreno. La tierra parecía haber caído retorcida y amontonada de manera inconcebible.
Las montañas se elevaban gigantescas, negras y amenazadoras.
Desde arriba, distinguieron unos cañones tan profundos, que sólo se veía un espacio negro.
—No hay ni un sitio lo bastante llano para pegar un sello —comentó Renny, impresionado.
Johnny se echó a reír.
—Dije a Monk que el viaje de Colón era una broma, comparado con esto.
Monk lanzó un resoplido.
—Estás loco. Estamos sentados cómodamente en este aeroplano y dices que es duro. No veo nada peligroso.
—Naturalmente que no puedas verlo —respondió Ham, con sequedad—. Si nos viéramos obligados a aterrizar, treparías a los árboles. Nosotros tendríamos que andar. Y en este país, media milla diaria sería un esfuerzo tremendo.
Renny, que iba al lado de Doc, gritó:
—¡Atención, novatos! ¡Nos acercamos!
Renny dirigió el vuelo, haciendo cálculos. Se acercaban al terreno heredado, cuya posesión le disputaba una fuerza desconocida.
Y delante se elevaba una cordillera de montañas más imponentes que las que vieron hasta entonces.
En las faldas de las montañas se veían trozos de vegetación, luchando por la existencia.
A pesar de la pericia de Doc, el aeroplano gigante capotó con violencia al encontrar las corrientes de aire producidas por la configuración del terreno.
Un piloto corriente hubiese sucumbido a la violencia de las ráfagas traidoras o prudente habría vuelto atrás.
Parecía que volaban dentro del corazón tumultuoso de un vasto ciclón.
Monk, cogido con firmeza a un asiento de mimbre, que a su vez estaba atado con una correa metálica a la armadura del aeroplano, mostraba un rostro verdoso bajo su cutis rubio.
Cambió de parecer respecto a la comodidad de su método de exploración.
No estaba asustado, pero el mareo había hecho presa de su estómago y lo pasaba bastante mal.
—Estas diabólicas corrientes de aire explican el motivo de que no se haya hecho un mapa por medio de un aeroplano —observó Doc.
Cuatro o cinco minutos más tarde, levantó un brazo. —¡Mirad! —señaló—. ¡Aquel cañón debe conducir al centro de las tierras que buscamos!
Los compañeros miraron en la dirección apuntada.
Contemplaron una hendidura estrecha que parecía hundirse en las profundidades de una enorme montaña de roca.
EL corte era de roca desnuda, tan inclinado y duro, que no permitía crecer siquiera ni el más humilde arbusto.
EL aeroplano se acercó más. Renny, escudriñando con los anteojos, advirtió:
—Se desliza un torrente por el fondo del cañón.
Doc, sin el menor miedo, penetró en el desfiladero. Otro piloto habría huido aterrado de aquellas corrientes de aire traidoras.
Pero conocía la resistencia de su aparato, y aunque el viento lo lanzaba de un lado a otro, tenía confianza en su aguante, mientras su mano llevara la dirección.
EL aeroplano penetró en el monstruoso corte. Los paredones devolvían en ondas el estruendo de los motores.
De pronto, el aire, enfriado por el torrente que fluía en el fondo del corte, contrayéndose y formando una corriente descendente, pareció arrastrar al avión como si lo succionara hacia las profundidades.
Torciendo, cabeceando y bandeándose, el veloz aeroplano avanzaba por entre las sombras.
Los tres motores gemían y los tubos de escape arrojaban una llama azul.
El avance del aparato por el cañón era una serie de saltos y caídas, como si estuvieran en una montaña rusa.
—Pasará mucho tiempo antes que otros exploradores blancos penetren en este lugar —profetizó Renny.
El brazo de Doc señaló, de repente, un punto en la lejanía, que se acercaba con rapidez.
—¡El Valle de los Desaparecidos! —gritó.
El Valle de los Desaparecidos surgió de repente ante su vista.
Lo formaba un ensanchamiento del diabólico desfiladero. El valle era de forma ovalada y su suelo tan ondulante, que sería imposible aterrizar allí.
Sólo había un diminuto espacio llano que Doc y sus cinco hombres enfocaron al instante.
Luego se miraron, incrédulos.
—¡Cielos! —exclamó Johnny, el geólogo.
En el terreno llano distinguieron una pirámide de tipo egipcio, aunque con ligeras diferencias.
Los lados eran lisos como el cristal en toda su superficie. Delante había una serie de escalones. La especie de escalera semejaba una cinta sobre el costado liso y reluciente de la pirámide.
La parte superior era plana; y edificada encima había una vasta construcción, un techo plano de piedra soportado por columnas cuadradas, talladas de una manera maravillosa.
Exceptuando las columnas, el templo estaba abierto por los costados, permitiendo ver unos ídolos de piedra fantásticos.
Lo más extraño quizá de la pirámide era su color. Era de piedra gris y sin embargo, brillaba con extraña y metálica luz amarilla.
—¡Maravilloso! —murmuró Johnny.
—En efecto —gruñó Renny, el ingeniero.
—Hablo desde un punto de vista histórico —corrigió Johnny.
—Yo hablo desde el punto de vista de un ambicioso minero —resopló Renny—.
Jamás vi un cuarzo tan rico en oro. Apuesto a que la piedra de que está hecha esa pirámide, produciría mil dólares de oro por tonelada.
—¡Olvida el oro! —replicó Johnny—. ¿No comprendes que estás contemplando una muestra rara de arquitectura maya? ¿Algo que haría las delicias de un arqueólogo?
A medida que el aeroplano se aproximaba, observaron otra particularidad de la pirámide: un volumen regular de agua que descendía por el costado, penetrando en una especie de laguna profunda, incrustada cerca de los escalones.