Doc enchufó el aparato de los rayos ultravioletas.
Apagadas las luces del laboratorio, enfocó deliberadamente los rayos negros sobre el suelo de ladrillo. La oscuridad era intensa.
De repente, uno de ellos brilló con una luminosidad roja. El ladrillo tapaba una cavidad secreta en el suelo y Savage, padre, lo trató con alguna sustancia que poseía la propiedad de brillar rojo bajo los destellos de luz negra.
De la cavidad secreta, sacó un rollo de papeles envuelto en un hule.
Ham encendió las luces.
Se reunieron en torno a Doc, esperando con ansiedad, conocer el resultado.
Savage abrió el paquete. Tenían un aspecto oficial, se veían repletos de sellos. Y estaban redactados en español.
Cuando terminaba de repasarlos uno por uno, los pasaba a Ham.
EL sagaz abogado los estudiaba con gran atención.
Por fin, Doc terminó de examinarlos todos. Miró a Ham, su amigo.
—Estos papeles —declaró Ham— son una concesión del gobierno de Hidalgo.
Te conceden varios centenares de millas cuadradas de tierra en aquel país, con la condición de que pagues a su gobierno la cantidad de cien mil dólares y una quinta parte de todo lo que encuentres en dicha tierra. La concesión es válida por un período de noventa y nueve años.
Doc asintió con la cabeza.
—Observa algo más, Ham —dijo—. Esos papeles se extendieron a mi nombre. A mi nombre, fíjate bien. Sin embargo, datan de hace veinte años. Yo era una criatura entonces.
—¿Sabes lo que pienso? —preguntó Ham.
—Apuesto a que piensas lo mismo —replicó Doc—. Estos papeles son el título de propiedad de la herencia que me legó mi padre. El legado consiste en algo que descubrió hace veinte años.
—¿Pero cuál es el legado? —Monk quería siempre conocer las cosas a fondo.
Doc se encogió de hombros.
—No tengo la menor idea, hermanos —declaró—. Pero podéis estar seguros de que se trata de algo de verdadera importancia. Mi padre no se mezcló jamás en negocios míseros. He presenciado cómo trató una transacción de un millón de dólares, como si estuviese comprando un cigarro.
Haciendo una pausa, miró con fijeza a sus hombres, uno por uno. El dorado de sus ojos proyectaba luces extrañas. Parecía leer en sus pensamientos.
—Voy a buscar la herencia que mi padre me legó —dijo al final—. No necesito preguntaros nada; estáis conmigo.
—¡Para todo! —sonrió Renny.
Los otros confirmaron las sinceras palabras pronunciadas por su amigo.
Colocando los documentos en un cinturón de gamuza que rodeaba su poderosa cintura, Doc regresó a la biblioteca y luego a la otra habitación.
—¿Subsistió la raza maya en Hidalgo? —preguntó Renny, en tono brusco, destemplando su enorme puño.
Johnny, jugueteando con sus lentes, respondió:
—Los mayas se esparcieron sobre una gran parte de Centro América. Pero los Itzanes, la tribu cuyo dialecto hablaba nuestro difunto prisionero, estaban situados en el Yucatán durante el apogeo de su civilización. No obstante, la República de Hidalgo no está muy lejos, pues se halla en la región montañosa más al interior.
—Apuesto a que ese maya y la herencia de Doc guardan alguna relación —declaró Long Tom.
Doc permanecía de cara a la ventana. De espaldas a la luz, su fuerte rostro bronceado no se destacaba excepto al volverse ligeramente a la derecha o a la izquierda, al hablar.
El juego de luces acentuaba las extraordinarias cualidades de su carácter.
—Lo que debemos hacer ahora es atrapar al hombre que dio esas órdenes mayas—dijo con lentitud.
—¡Hum! ¿Crees que hay más enemigos? —inquirió Renny.
—El maya no mostró ninguna señal de comprender nuestro idioma —observó Doc Savage—. Quien dejó el aviso en esta habitación lo escribió en inglés y tenía suficientes conocimientos para entender la manipulación de un aparato de rayos ultravioleta. Ese hombre estaba en el edificio cuando dispararon el tiro, porque el empleado del ascensor afirmó que no entró nadie durante nuestra ausencia. Sí, hermanos, no creo que estemos fuera de peligro todavía.
Tras estas palabras examinó el rifle de dos cañones que estuvo en posesión del maya muerto. Inspeccionó el número del fabricante.
Luego se dirigió al teléfono.
—Deme la casa Webley & Scott, de Birmingham —indicó al telefonista—. Sí, desde luego, Inglaterra. Donde vive el príncipe de Gales.
Explicó a sus amigos:
—Quizás, la casa fabricante del rifle sepa a quién se lo vendió.
—Alguien maldecirá en Inglaterra, cuando le saquen de la cama para una conferencia telefónica desde América —rió Renny.
—Olvidas las cinco horas de diferencia de tiempo —observó Ham—. Ahora se encuentran en las primeras horas de la mañana en Inglaterra. Estarán levantándose.
Doc Savage permaneció de nuevo de cara a la ventana, sumido en sus pensamientos. En realidad, cuando estuvo allí un momento antes, notó, de una manera vaga algo anormal en la ventana.
Entonces se dio cuenta de lo que era. El hormigón de un extremo de la placa de granito que formaba el antepecho de la ventaba estaba más fresco que el lado opuesto. La tirita de hormigón no era más ancha que una línea trazada a lápiz; sin embargo lo observó.
Se asomó por la ventana. ¡Un alambre fino, saliendo de la habitación por la grieta descendía, penetrando por una ventana inferior!
Dio media vuelta rápida. Sus dedos sensitivos exploraron el extraño alambre. Descubrió un diminuto micrófono.
—¡Alguien ha estado escuchando! —Su poderosa voz resonó por toda la oficina—. En la habitación inferior. Vamos a examinarla.
Descendió la escalera con la velocidad de un rayo. La distancia a recorrer era de unos veinte metros y la salvó antes que sus hombres salieran de la oficina.
Y se movieron con toda la rapidez posible.
Arrimado a la pared para protegerse de un ataque de balas corrientes, probó el pomo de la puerta. ¡Estaba cerrada con llave!
Ejerció lo que para él representaba una ligera presión. La madera saltó hecha astillas, el mecanismo de latón de la cerradura chirrió al hacerse pedazos y la puerta quedó entreabierta.
Resonó el estampido de un pistoletazo. La bala pasó rozando las facciones bronceadas, al tiempo que un segundo proyectil zumbó por su lado, incrustándose en la pared del pasillo.
Los estampidos fueron estruendosos, resonando por todo el piso. Ambas balas arrancaron trozos de yeso de la pared.
Una puerta se cerró con estrépito dentro de la habitación, de donde surgió el tiroteo. Doc penetró al instante en el interior, seguro de que su atacante se retiró a la oficina contigua.
Todo ocurrió en fracciones de segundo; sus compañeros empezaron a golpear insistentemente la puerta.
—¡Atrás! —ordenó.
Le gustaba pelear solo en sus batallas, y además parecía haber un solo hombre haciéndole frente.
Cruzó la oficina, tapizada con una alfombra barata. Dio una vuelta a una mesa de lance con los bordes ennegrecidos por las colillas de los cigarrillos colocados de manera descuidada.
Probó la puerta de comunicación.
También estaba cerrada, pero cedió como un cartón mojado ante un poderoso empuje. Alerta, casi seguro de ser recibido a tiros, se agachó hasta casi tocar el suelo.
Sabía que tenía tiempo suficiente de asomar la cabeza y agacharse antes de que el hombre le localizase y oprimiese el gatillo.
¡Pero el lugar estaba desierto!
Contó hasta tres los latidos de su corazón, y luego comprendió la explicación del sorprendente enigma.
Por la entornada ventana distinguió una gruesa cuerda de seda, con una especie de tramos de madera, colocados a intervalos de medio metro.
El extremo de la extraña escala se veía atado a una pata del radiador, y la tensión demostraba que un hombre descendía.
De un salto formidable se acercó a la ventana, mirando abajo.
A través de la oscuridad, apenas podía distinguir al fugitivo, que daba la sensación de un enorme bulto negro.
Enfocando su lámpara de bolsillo vio que el hombre desaparecía, penetrando por una ventana.
Se guardó la lámpara e izándose por la ventana, cogió la cuerda de seda y empezó a descender casi con igual agilidad que un hombre correría por un terreno liso…
Pasó la primera ventana. Estaba cerrada, el interior a oscuras y, al parecer, desierto.
Siguió descendiendo. No pudo ver bien por qué ventana había desaparecido su enemigo. La segunda ventana también estaba cerrada.
Y la tercera. Pensó que por ésta huyó el hombre. No pudo descender más.
Era típico de Doc Savage que ni siquiera dirigiese una mirada abajo, una profundidad de un centenar de metros.
La pared de ladrillo y cristal se extendía a tanta profundidad, que parecía estrecharse con la distancia hasta no haber más que cosa de un metro de un lado a otro. Y la calle tomaba forma de cuña en el fondo, como si la hubiesen cortado con un cuchillo gigantesco.
Subió cosa de un metro, cuando la cuerda de seda dio una sacudida violenta.
Miró arriba.
Se abrió una ventana. Un hombre introdujo una silla por ella y empujaba la cuerda para lanzar a Doc a la calle.
La oscuridad de la noche ocultaba el rostro del individuo.
Evidentemente era el enemigo. Como una roca en el extremo de la cuerda de seda, Doc fue balanceándose más de medio metro hacia el exterior del edificio.
Tendría que arriesgarse a cogerse del antepecho de alguna ventana.
El hombre de arriba alargó una mano en dirección a la cuerda. En la mano brilló un largo cuchillo.
Planes
En ninguna ocasión tuvo Doc que pensar con tanta rapidez como entonces.
En la fracción de un segundo que tardaron sus dorados ojos en observar la mortal amenaza del cuchillo, trazó un plan de acción.
Este plan consistió simplemente, en soltar la cuerda de seda.
Esto significaba una caída desde más de ochenta metros de altura, sin ninguna probabilidad de salvarse, agarrándose a un saliente de mampostería.
El edificio era de construcción modernista, prescindiendo en absoluto de los balcones y salientes tallados.
Pero conocía la importancia del menor de sus movimientos. Aquella acción exigía nervios de acero, absoluto dominio de sus músculos y una gran rapidez.
Al quedar, de pronto, la cuerda floja ante la silla que el hombre empujaba, el mismo esfuerzo casi lanzó de cabeza por la ventana al criminal, que se vio obligado a agarrarse con todas sus fuerzas a la ventana, salvándose, por milagro, de la caída destinada a Doc.
Este, mediante una contorsión maravillosa, cogió el extremo de la cuerda de seda al pasar. Descendió como un plomo unos metros más, y sus brazos flexibles y musculosos pronto oscilaron junto al antepecho de una ventana.
Con la agilidad de un pájaro, descansó su cuerpo apoyándose sobre el granito.
¡A tiempo! Su agresor, furioso por el fracaso, utilizó un cortaplumas para cortar la cuerda, que cayó retorciéndose y adquiriendo formas fantásticas hasta llegar a la calle.
Comprobó que la ventana donde se salvó estaba cerrada. Rompiendo los cristales de un puñetazo, pudo abrirla y saltar al interior de la oficina.
Cruzó la habitación velozmente, derribando la puerta de un potente empujón, y se detuvo en el pasillo.
Sus agudos oídos percibieron un ruido inconfundible. Su enemigo descendía en el ascensor, listo para la huida.
Desde dos pisos más arriba, Renny, con voz que resonaba como un trueno por todo el edificio, gritaba como un energúmeno:
—¡Doc! ¿Dónde estás?
Pero no había tiempo que perder. Con velocidad increíble, corrió por el pasillo en dirección a los ascensores; pero la cabina descendía con rapidez.
Simultáneamente con su llegada, su brazo se alargó, asestando un formidable puñetazo contra la puerta.
El sonido de los nudillos hubiera estremecido a un espectador, quien hubiese jurado que el golpe destrozó todos los huesos de la mano. Pero Doc aprendió desde muy joven el perfecto control de sus músculos y tendones y sabía cómo maniobrar para salir indemne del choque más violento.
La puerta de acero del ascensor se hundió como una lata de un puntapié.
Seguidamente cerró el interruptor de seguridad, que la puerta al cerrarse hace funcionar de ordinario.
Estos interruptores se adaptan a todas las puertas de los ascensores, de manera que la cabina no puede subir ni bajar si se deja una puerta abierta, evitando así que los niños o las personas distraídas puedan caer al fondo.
Controla la corriente del motor.
El ascensor se detuvo muchos pies más abajo con el circuito cortado.
Doc asomó la cabeza por el hueco y sufrió una gran decepción, pues la cabina estaba casi al nivel de la calle.
Transcurrieron varios minutos antes de que el empleado del otro ascensor, atraído por el estruendo, descendiese a Doc y a sus amigos al vestíbulo.
No quedaba la menor traza de su encarnizado enemigo.
El empleado, indiferente, no pudo ni siquiera darle una descripción del presunto asesino que huyó del edificio.
Hubo un tumulto junto al rascacielos cuando un peatón soñoliento recibió la mayor sorpresa de su vida al tropezar con el cuerpo del maya que se arrojó de cabeza por la ventana.
Doc Savage explicó a la Policía la manera cómo el indígena halló la muerte.
Tal era su poder y el aprecio que el jefe de la Policía neoyorquina sentía por su padre, que al instante dio órdenes de no molestarle, y, además, evitó que los periódicos le relacionasen con el suicida.
Quedó libre para dirigirse a la República de Hidalgo, situada en América Central, para investigar el misterioso legado de su padre.
AL regresar al piso ochenta y seis trazó los planes y dio órdenes para su ejecución.
Entregó a Ham algunos de los documentos que encontraron bajo el ladrillo rojo del laboratorio.
—Tu carrera de abogado te ha proporcionado muchas amistades en Washington, Ham —le dijo—. Eres un íntimo amigo de todos los altos funcionarios del Gobierno. En consecuencia, te cuidarás de la parte legal de nuestro viaje a Hidalgo.
Ham consultó su reloj-pulsera de platino.
Dentro de cuatro horas sale un aeroplano para Washington —dijo—. Iré en él.
—Es demasiada espera —le replicó Doc—.Toma mi autogiro. Puedes conducirlo tú mismo. Nos reuniremos contigo a eso de las nueve de la mañana.