—¡Vamos! —ordenó Doc.
Los hombres salieron al macizo y reluciente pasillo del edificio, en dirección a los ascensores.
Si observaron que Doc quedaba rezagado unos segundos, ninguno de ellos lo comentó. Doc hacía siempre cosas semejantes, que a veces resultaban tener consecuencias asombrosas más tarde.
Penetraron en el ascensor abierto con tal rapidez, que sobresaltó al empleado, que dormitaba sentado en un rincón.
El ascensor descendió con un chirrido estridente. Silenciosos y ceñudos, Doc y sus amigos formaban una colección extraordinaria de hombres.
Su porte impresionó de tal manera al empleado, que, contemplándolos, habría conducido el ascensor al sótano, en lugar de detenerse en la planta baja, si Doc, siempre atento, con una ligera presión en su brazo no le volviera a la realidad.
Salieron corriendo, cruzando el vestíbulo y saltaron a un taxi que permanecía parado junto a la acera, con el chofer dormido sobre el volante.
Cuatro de los seis amigos penetraron en el interior del vehículo; Doc y Renny se quedaron en los estribos.
—¡A aquel rascacielos! —ordenó Doc, al sobresaltado chofer. El taxi salió disparado.
La lluvia azotaba con mayor intensidad el fuerte y curtido rostro de Doc, resbalando por su cabello broncíneo.
Su piel y cabellos poseían la extraña cualidad de parecer impermeables al agua; casi podía decirse que no se mojaba; el agua se deslizaba sobre ellos como encima de plumas.
Las calles estaban desiertas en aquella parte de Nueva York, dedicada casi exclusivamente al comercio y a oficinas.
Los frenos chirriaron y el taxi se detuvo, patinando sobre el asfaltado, junto a la acera.
Doc y Renny se precipitaron hacia la entrada del nuevo edificio, cuyos pisos inferiores estaban ya alquilados.
Los cuatro pasajeros salieron por la portezuela con violencia, como lanzados por una catapulta.
—¡Págueme! —aulló el chofer.
—!Aguarde aquí! —le gritó Doc, sin dejar de correr.
Al llegar a la entrada del edificio, llamó al vigilante nocturno, sin recibir la menor respuesta.
Le intrigó aquel silencio inusitado, pues no se concebía dejasen abandonado un edificio de tal categoría.
Penetrando en el ascensor, subieron al último piso, sin encontrar el menor rastro del vigilante. Ascendieron por una escalera hasta la azotea, donde se elevaba la armazón de acero.
Allí, atado y amordazado, encontraron al vigilante. Era un irlandés corpulento de gruesas y rojas mejillas, que parecía sofocado por la fuerte presión de la mordaza.
Se disponía a expresar con júbilo la acción de Doc al libertarle, pero se calló, estupefacto, pues Doc, sin molestarse en deshacer los nudos o cortar las cuerdas, simplemente liberó al irlandés rompiéndolas con la misma facilidad que si fueran hilos.
—¡Cielos! —murmuró el vigilante—. ¡Esa fuerza parece arte de brujería!
—¿Quién le ató? —interrogó Doc, en tono imperioso—. ¿Qué aspecto tenía el hombre?
—Lo ignoro —declaró el hijo de la Verde Erin—. Sólo logré distinguir una cosa sorprendente, los dedos del hombre tenían las puntas rojas. ¡Como si las hubiese sumergido en sangre!
Los seis amigos subieron a la torre, dejando al irlandés frotando sus miembros doloridos y murmurando acerca los misterios de la gran ciudad.
—Esta es, aproximadamente, la altura —dijo el delgado Johnny, corriendo tras Doc—. Disparó desde aquí.
Johnny apenas jadeaba. A pesar de su aparente delgadez, excedía en resistencia a todos los otros, excepto a Doc.
Se sabía que resistía tres días y tres noches con una rebanada de pan y una cantimplora de agua.
Doc, virando a la derecha, sacó una lámpara de bolsillo.
No era como otras lámparas. No utilizaba ninguna pila. Un generador diminuto y potente, colocado en el mango e impulsado por un fuerte muelle, suministraba la corriente.
Una torsión del mango de la lámpara giraba el muelle y proporcionaba luz durante unos minutos. Un receptáculo especial contenía bombillas de recambio. No era muy probable que aquella luz sufriese avería o se apagase.
La linterna arrojaba un destello que parecía una varilla blanca. Enfocó una plataforma de pesados tablones.
—¡El disparo partió de ahí! —afirmó Doc.
Una viga de acero, de varios centímetros de espesor, resbaladiza por la humedad, ofrecía un camino más corto para llegar a la plataforma.
Corrió por encima, tan seguro de pies como una araña en su tela.
Sus cinco hombres, conociendo que flirteaba con la muerte entre las viguetas de acero a cientos de metros de profundidad, decidieron dar la vuelta cuidadosamente.
Doc había recogido dos cartuchos vacíos de la plataforma y los examinaba, cuando sus cinco amigos pusieron los pies en los tablones.
—¡Un cañón! —exclamó Monk, después de mirar el enorme tamaño de los cartuchos.
—No del todo —replicó Doc—. Son cartuchos para el rifle gigantesco de que os hablé. Y sin duda el tirador usó uno de dos cañones.
—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Renny.
Doc señaló le superficie de la plataforma. Se veían apenas dos señales diminutas, juntas.
Al llamarles la atención, comprendieron fueron hechas por un rifle de dos cañones, al apoyarle un instante en los tablones.
—Era un hombre bajo —añadió—. Más bajo aún que Long Tom. Y mucho más ancho.
—¿Eh? —Hasta Ham, cuya sagacidad era de todos conocida, ¡no acertaba a comprenderlo¡. AL parecer, sin darse cuenta de su gran altura, donde la menor vacilación significaba la muerte, Doc dio media vuelta, señalando una viga que a causa de la protección de otra superior no se había mojado con la lluvia. Pero se veía una mancha húmeda sobre el acero seco.
—El tirador lo rozó con el hombro al pasar —explicó—. Eso demuestra su estatura, al mismo tiempo que nos indica su corpulencia, pues sólo un hombre ancho de espaldas rozaría la viga. Ahora…
Enmudeció de repente. Permaneció rígido, fija la mirada en un punto lejano.
Semejaba una magnífica estatua; sólo sus ojos dorados y chispeantes parecían relumbrar en la oscuridad.
—¿Qué sucede, Doc? —preguntó Renny.
—¡Alguien encendió una cerilla en nuestra oficina! —Se interrumpió con un sonido explosivo—. ¡Ahora enciende otra!
Sacó al instante los prismáticos del bolsillo, enfocándolos hacia la ventana.
Divisó solamente un destello; la cerilla se apagaba. Sólo se veían con claridad las puntas de los dedos del merodeador.
—¡Sus dedos… tienen las puntas rojas!
La promesa mortal roja
Doc esperó un intervalo de unos doce segundos.
—¡Vamos allá! —exclamó, entonces—. ¡Dirigíos a la oficina, rápido!
Los cinco hombres empezaron a descender de la plataforma con toda la rapidez posible, dado el peligro.
Pero tardarían bastantes minutos en la oscuridad y en la maraña de las vigas y columnas, para llegar al lugar donde los ascensores los bajarían.
—¿Dónde está Doc? —murmuró Monk, cuando descendieron un par de pisos.
Observaron, entonces, que no estaba con ellos.
—¡Se quedó atrás! —exclamó Ham, irritado. Al ser empujado inconscientemente por Monk, añadió—: Escucha, Monk, ¿quieres que de una patada te mande al fondo?
Doc no se quedó rezagado. Con la sobrenatural agilidad de un mono, cruzó por un sendero precario de viguetas, hasta llegar a los montacargas.
Las jaulas estaban a más de cien metros abajo, en el suelo, y no había medio para manejar los mandos. Pero Doc lo sabía.
En la punta del árbol del elevador, balanceado por la presa de sus potentes rodillas, se quitó la americana, con la cual hizo una almohadilla para sus manos. Los gruesos cables del ascensor apenas se veían. Pendían a unos tres metros de distancia. Pero con un salto suave los cogió.
Utilizando la chaqueta para protegerse las palmas de las manos del calor de la fricción que sin duda se generaría, empezó a descender, deslizándose por los cables.
El aire zumbaba en sus oídos, y en los pantalones y mangas. La americana humeaba, dejando un rastro de chispas.
A mitad del descenso frenó, logrando detenerse y volvió la chaqueta.
Llegó a la calle cuando Ham amenazaba tirar a Monk al fondo del abismo, si volvía a empujarle.
Tenía la imperiosa necesidad de llegar a la oficina antes de la partida del intruso que delató su presencia encendiendo una cerilla.
Subiendo veloz al taxi que esperaba, dio una orden.
La voz de Doc poseía la cualidad mágica de imponer súbita obediencia a cualquier palabra suya.
El coche arrancó como una flecha y a una velocidad suicida dobló la esquina, recorriendo varias manzanas en la fracción de un minuto.
Saltando del taxi con la rapidez de una centella, penetró en el vestíbulo del edificio, dirigiendo la palabra al empleado del ascensor.
—¿Qué clase de hombre llevó usted al piso ochenta y seis, hace unos minutos? —le preguntó.
—No ha entrado ni un alma desde que ustedes se marcharon —afirmó el empleado.
Doc meditó un instante acerca de su equivocada suposición de que el tirador penetró en la oficina, aprovechando su ausencia.
—Escuche—dijo—. Aguarde aquí y esté dispuesto a lanzar a mis cinco amigos sobre cualquiera que salga de este edificio. Mis hombres llegarán en seguida.
¡Subo en el ascensor!
Ya dentro de la cabina al pronunciar las últimas palabras, impulsó al ascensor su velocidad máxima hasta el piso ochenta y cinco, es decir, debajo mismo de donde tenía instaladas las oficinas.
Saliendo del ascensor, subió con sigilo las escaleras y se detuvo ante la puerta de las oficinas que antes fueron de su padre y ahora le pertenecían.
La puerta estaba entornada. Reinaba en el interior una densa oscuridad que podía muy bien ocultar al siniestro enemigo.
Apagó las luces del pasillo como medida preventiva, para evitar que la luz delatase su presencia. No temía un encuentro en la oscuridad.
Había adiestrado sus oídos con un método de ejercicios científicos de sonido que formaba también parte del intenso entrenamiento físico y mental que practicaba diariamente. Su oído se convirtió en un sentido ultra sensible, distinguiendo con claridad sonidos inaudibles a otras personas.
Y los oídos eran de vital importancia en una lucha en la oscuridad.
Pero un rápido examen de las tres habitaciones, escuchando un instante en cada una de ellas, le convenció de que el intruso había huido.
Sus compañeros llegaron al pasillo en aquel momento, anunciando su presencia con gran estrépito.
Encendiendo las luces de las oficinas, desde el umbral de la puerta observó cómo entraban. Faltaba el corpulento químico.
—Monk se quedó abajo, de guardia —explicó Renny.
Doc asintió con un movimiento de cabeza, mientras sus ojos descansaban interesados sobre la enorme mesa del despacho.
¡Encima de ella, se veía un sobre rojo!
Cruzando la habitación con rapidez, cogió un libro y abriéndolo, lo utilizó a guisa de pinzas para coger la extraña misiva roja.
Llevándolo al laboratorio, lo sumergió en un baño de un líquido desinfectante, calculando el tiempo para destruir todo germen nocivo.
He oído hablar de asesinos que inutilizaron a sus víctimas con sobres contaminados de alguna enfermedad incurable —explicó a sus compañeros—.Recordad que mi padre falleció de una enfermedad extraña.
Abriendo con cuidado el sobre sacó un papel rojo con unas palabras escritas en tinta negra.
El mensaje no tenía firma y decía así:
«Savage:
»Desiste de tu búsqueda, no sea que la muerte roja aseste otro golpe.»
Lentamente regresaron en silencio a la habitación donde encontraron el inquietante mensaje.
Long Tom hizo un nuevo descubrimiento. Señaló con mano pálida la caja que contenía el aparato de rayos ultravioletas.
—Alguien ha tocado el aparato —declaró.
Doc asintió con la cabeza. Lo notó desde que encendió las luces, pero guardó para sí tan importante detalle.
Tenía por norma no desilusionar jamás a ninguno de sus amigos que se imaginara ser el primero en observar un detalle.
Su modestia contribuía al afecto que hacia él sentían sus asociados.
—Quien dejó ese mensaje utilizó el aparato de la luz negra—dijo a Long Tom—.Es casi seguro que examinó el cristal que Johnny logró reunir.
—¡Entonces leyó el mensaje secreto de tu padre! —murmuró Renny.
—Es muy probable —respondió Doc
—¿Lo entendería? —repuso Renny
—Espero que sí —respondió Doc, con extraño acento.
Todos se sorprendieron al oír tales palabras, pero sin dejarles hacer el menor comentario agregó que no estaba dispuesto a ampliar la extraña declaración. Tomando el cristal de aumento de Johnny examinó la puerta buscando huellas dactilares.
—¡Cazaremos a quien sea! —afirmó Ham, con una mueca—. En cuanto vean a Monk, no se atreverán a desafiarlo.
En aquel instante se oyó el ascensor y el leve chirrido de sus puertas. Monk salió con furia y penetró en el despacho.
—¿Qué deseáis? —preguntó.
Sus compañeros le contemplaron perplejos. La bocaza de Monk se tornó en un ceño gigantesco.
—¿No telefoneasteis diciendo que subiera? —interrogó.
—No —replicó Doc, moviendo lentamente su bronceada cabeza.
Monk lanzó un aullido digno del animal a quien se parecía.
Paseó de un lado a otro dando patadas en el suelo, y murmurando frases que nada bueno auguraban para el bromista.
—¡Alguien se burló de mí! —bramó—. ¡Le retorceré el cuello! ¡Le arrancaré las orejas! Le…
—Pararás en una jaula del Jardín Zoológico, si no aprendes a reprimirte —declaró Ham, en tono mordaz.
Monk cesó al instante en sus gritos y su agitación, y miró con fijeza a su amigo, empezando por su distinguido mechón de cabellos, prematuramente grises, descendiendo, poco a poco, por el rostro, su traje elegante y sus zapatos charolados.
Después de contemplarlo de pies a cabeza, empezó a reír a carcajadas.
Ham quedó rígido al oír la estentórea risa. Su rostro se encendió de rubor y mal reprimida furia.
Monk no ignoraba que la mejor manera de irritar a Ham era reírse de él. El hecho empezó en las trincheras, durante la guerra mundial.
El abogado fue el iniciador de una broma, que consistía en enseñar a Monk ciertas palabras francesas que tenían un significativo distinto de lo que se imaginaba.