Ham asintió con la cabeza. Era un piloto aviador muy experto. También lo eran Renny, Long Tom, Johnny y Monk.
Doc Savage les enseñó, logrando imbuirles parte de su genio en los mandos.
—¿Dónde está tu autogiro? —inquirió Ham.
—En el aeródromo de North Beach, en Long Island —respondió Doc.
El abogado salió con rapidez a cumplir las órdenes.
—Renny —ordenó Savage—, toma los instrumentos que necesites. Busca mapas. Tú eres nuestro piloto navegante. Viajaremos en aeroplano, desde luego.
—Perfectamente—dijo Renny, sin que su sombría expresión lograse ocultar la gran satisfacción que sentía.
¡Aquello prometía acción, emoción y aventuras en abundancia! ¡Y cuán enamorados estaban aquellos hombres de esa vida!
—Long Tom —continuó Doc Savage—, tú te encargarás de la cuestión eléctrica.
Ya sabes lo que podremos necesitar.
—Desde luego—. El pálido rostro de Long Tom llameaba de excitación.
Long Tom no gozaba de la misma excelente salud que los otros. No obstante, nadie recordaba haberle visto enfermo ni un solo día.
A menos que los arrebatos de rabia, que a veces sufría, pudieran clasificarse como enfermedad. Tom pasaba meses enteros sin una rabieta, pero, cuando estallaba, ciertamente recuperaba el tiempo perdido.
Su aspecto enfermizo probablemente provenía del lúgubre laboratorio donde practicaba sus infinitos experimentos eléctricos.
También, sin duda, del enorme diente de oro que mostraba.
Long Tom, como Ham, se ganó el apodo en Francia. En cierto pueblo francés, había escondido en el parque un cañón antiguo usado siglos antes por los piratas que infestaban las Antillas.
En el fragor de un ataque enemigo, el comandante Thomas J. Roberts cargó esa antigua reliquia con un saco lleno de cuchillos y cascos de botellas, produciendo verdaderos estragos en el enemigo.
Desde aquel día le llamaron Long Tom Roberts.
—Productos químicos —indicó a Monk.
Éste sonrió al tiempo que contestaba con el característico: —¡Okay!
Era extraordinario que un hombre tan sencillo fuese reputado uno de los más grandes químicos del mundo.
Poseía un laboratorio inmenso en lo alto de un rascacielos, a escasa distancia de Wall Street, a donde encaminaba sus pasos en aquel momento.
El geólogo y arqueólogo fue el único que permaneció al lado de Doc.
—Johnny, tu trabajo es posiblemente el más importante. Busca todos los detalles concernientes a Hidalgo. Al mismo tiempo infórmate de las características de la raza maya.
Sonó el teléfono.
—Debe de ser mi conferencia con Inglaterra —murmuró Doc—. Tardaron mucho en ponerme en comunicación.
Cogiendo el receptor, habló y recibió una respuesta; luego dio con rapidez el modelo del rifle gigantesco de dos cañones y el número del arma.
—¿A quién se lo vendieron? —preguntó. No tardó en recibir una sorprendente contestación.
Colgó el receptor. Su rostro de bronce era inescrutable; en sus ojos había destellos dorados.
—La fábrica inglesa informa que vendieron esa arma al gobierno de Hidalgo —murmuró, pensativo—. Formaba parte de una importante partida de armas vendidas a ese país hace cosa de un mes.
Johnny se ajustó los lentes.
—Debemos obrar con cautela, Doc —dijo—. Si nuestro enemigo persiste en molestarnos, quizá intente inutilizar nuestro aeroplano.
—Tengo un plan que evitará el peligro en esa dirección —le aseguró Doc.
Johnny parpadeó; inmediatamente despertada su curiosidad, empezó a preguntar de qué plan se trataba.
Pero fue demasiado lento. Ya estaba solo en la oficina.
Con una sonrisa, el geólogo se dirigió a cumplir su parte de los preparativos; tenía plena confianza en Doc Savage.
En su mente ya se planeaban los detalles que les garantizarían la seguridad en su vuelo hacia el Sur; y el plan para proteger a su aeroplano sería digno del cerebro de Doc.
Camino peligroso
La lluvia cesó.
Un amanecer gris, cubierto de niebla, con un viento helado, surgía por la costa Norte de Long Island.
Los inmensos hangares del aeródromo de North Beach, casi en los límites de la ciudad de Nueva York, semejaban grandes cajas grises difuminadas por la neblina.
Las luces eléctricas se esforzaban inútilmente en disipar la densa oscuridad.
A un lado del aeródromo, había un gigantesco trimotor metálico, dispuesto a emprender el vuelo. En la armadura, detrás del motor central, se destacaban en gruesas letras negras las siguientes palabras:
«Clark Savage, Junior»
Unos empleados del aeródromo, con sucios uniformes manchados por el barro, la grasa y la humedad, trasladaban presurosos unas cajas de un camión al interior del gigantesco aparato. Las cajas eran de construcción ligera, pero sólida y en cada una de ellas se veían marcadas, según costumbre en esta clase de expediciones, las palabras:
«Clark Savage, junior. Expedición Hidalgo»
—¿Qué es Hidalgo? —preguntó, curioso, un mecánico, mientras limpiaba sus manos de grasa.
—Yo qué sé; dicen que se trata de un país —le informó un compañero.
La conversación demostraba cuán poco conocido era el país de Hidalgo, a pesar de que la república centro americana se extendía centenares de kilómetros.
Colocaron por fin la última caja en el aparato, cerrando todas las puertas.
A causa del amanecer neblinoso y la humedad que rezumaban las ventanillas, era imposible distinguir el piloto sentado en la delantera, frente a los aparatos de mando.
A la voz de «¡Contacto!» las enormes hélices empezaron a zumbar, y los mil caballos de fuerza que representaban los motores hicieron trepidar al gigantesco aeroplano.
No se trataba de uno de los aparatos más modernos, sino de un aeroplano que prestaba servicio desde hacía cinco años.
Quizás alguno de los mecánicos, de más fino oído, pudo oír el zumbido de otro aparato volando encima del campo, y si levantó la cabeza a través de la espesa cortina de niebla vio la sombra fugitiva en forma de murciélago desaparecer en el horizonte.
El trimotor estaba listo para el despegue. Avanzó unos metros sobre la cinta asfaltada, tomando velocidad y de pronto se elevó en el aire.
Sin la menor inclinación, con una seguridad perfecta, el avión metálico voló quizás una milla a escasa altura.
Sucedió entonces una cosa asombrosa.
El aeroplano trimotor se convirtió de una manera instantánea en una gigantesca antorcha llameante, dejando tras sí una monstruosa columna de humo negro.
Luego los fragmentos del aparato y su contenido cayeron sobre las azoteas de Jackson Heights, un suburbio de la ciudad de Nueva York.
Tan terrible fue la explosión, que se rompieron los cristales de muchas ventanas.
Del gigantesco aeroplano no quedó ningún fragmento mayor de dos metros.
En realidad, las autoridades no hubieran podido identificarlo, de no ocurrir en el mismo aeródromo, donde los empleados contemplaron el accidente.
No pudo sobrevivir ninguna vida humana a bordo de aquel trimotor.
Doc Savage simplemente parpadeó una vez después de la chispa que inició el pavoroso incendio que aniquilara al trimotor.
—Eso es lo que temía—dijo con sequedad.
La ráfaga de aire producida por la explosión hizo tambalear su aeroplano.
Doc y sus hombres no estaban a bordo del trimotor, se hallaban en otro avión que voló por encima del aeródromo un momento antes que el trimotor despegara.
En verdad, Doc mismo maniobró el despegue utilizando un control por radio.
El aparato de control por radio de Doc era del mismo tipo usado por el ejército y la marina en sus experimentos, empleando frecuencias y relevadores muy sensitivos.
Doc no ignoraba cómo su enemigo misterioso logró hacer estallar el trimotor.
Pero gracias a su previsión, sus hombres escaparon del incendio diabólico.
Utilizó el aeroplano como señuelo, para lo cual empleó uno de sus aviones viejos, ya casi retirados del servicio activo.
—Debieron colocar algún explosivo poderoso en una de nuestras cajas —concluyó en voz alta—. Es lástima perder algunos instrumentos y accesorios con el aeroplano destruido. Pero podemos prescindir de ellos.
—Lo que me intriga —murmuró Renny—, es cómo colocaron la bomba para que estallara en pleno vuelo y no cuando el aparato estaba aún en el suelo.
Doc enfiló su aeroplano rumbo a la ciudad de Washington, utilizando no sólo la brújula de que el avión estaba provisto, sino aprovechando de manera experta la dirección del viento.
—Cómo hicieron estallar la bomba en el aire es cosa fácil de explicar —respondió a Renny, al fin—. Con seguridad pusieron un altímetro o un barómetro en la bomba, lo primero probablemente. Sólo debían ajustar un contacto eléctrico que se cerrara a una altura determinada y… ¡bang!
—¡Bang! Es la palabra acertada —sonrió Monk.
El aeroplano pasó como un relámpago por encima de la estatua de la Libertad, entonando la canción de la velocidad por encima de los pantanos de Jersey.
Distinto al aparato destruido, éste era del tipo más moderno. Era además un trimotor, pero los grandes motores estaban colocados en unas concavidades especiales construidas en las alas.
Era lo que los pilotos llaman un pájaro de ala baja, con las alas bien bajas en la armadura, en vez de en lo alto.
El equipo de aterrizaje era retráctil; una vez en el aire, se doblaba bajo las alas, de forma que no ofreciera ninguna resistencia al viento.
Este super-avión era la última palabra de la ingeniería y su velocidad normal era de trescientos treinta kilómetros por hora.
Un hecho de no pequeña importancia era que la cabina estaba acolchada, permitiendo a Doc y a sus amigos conversar en tono corriente.
Lo verdaderamente esencial de su equipo se cargaba en la parte trasera de la cabina.
Embalados de una manera compacta en recipientes metálicos, de un metal más ligero que la madera, cada caja estaba provista de una correa, permitiendo su fácil transporte.
En un tiempo sorprendentemente corto, divisaron los apiñados edificios de Filadelfia. Poco después volaban sobre un aeródromo, a las afueras de Washington.
Doc Savage efectuó el aterrizaje felizmente, dando prueba de su asombroso dominio de los mandos.
Tomó un taxi para ir a las oficinas del pequeño aeródromo.
Buscó en vano su autogiro. Ham debió dejarlo allí, de haber llegado ya.
Pero el aparato no se veía por ninguna parte.
Un empleado corrió al encuentro de los viajeros.
—¿No llegó Ham aquí? —preguntó Monk al hombre.
—¿Quién?
—El brigadier general Theodore Marley Brooks —explicó Monk.
El empleado quedó boquiabierto. Abrió la boca para hablar, pero su excitación le hacía tartamudear.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Doc, en tono suave, pero imperioso, obligando a una respuesta instantánea.
—El jefe del aeródromo ha detenido a un hombre que tienen encerrado en la oficina, que dice llamarse el brigadier Theodore Marley Brooks —explicó el empleado.
—¿Detenido? ¿Por qué?
—El jefe es al mismo tiempo ayudante del sheriff. Nos telefonearon que este individuo robó un autogiro a un tal Clark Savage. En consecuencia, lo detuvimos a su llegada, hasta aclarar el asunto.
Doc asintió con la cabeza, distraído. El enemigo desconocido era astuto.
Demoró a Ham mediante una hábil estratagema.
—¿Dónde está el autogiro?
—Pues ese Clark Savage que telefoneó que le robaron el aparato, nos pidió que fuera a buscarle uno de nuestros pilotos para traerlo aquí e identificar al ladrón.
Monk emitió un fuerte resoplido.
—¡Idiota! —exclamó—. Está hablando con Clark Savage.
El empleado tornó a balbucear: No comprendo…
—Alguien se burló de ustedes—dijo Doc—.El piloto que condujo ese aeroplano para traer al falso Clark Savage puede correr peligro. ¿Conoce adónde fue?
—EL jefe lo sabe.
Entraron en el edificio de la administración. Encontraron en un terrible acceso de furia a Ham, que de ordinario lograba salir de cualquier situación apurada si conseguía un tiempo razonable.
Pero su oratoria persuasiva no hizo la menor impresión en el obtuso director del aeródromo.
—Telefonea al campo de aviación militar más cercano, Ham —dijo Doc—. Procura conseguir un avión de caza provisto de ametralladoras.
—Va contra el reglamento…
—¡Al diablo con el reglamento! —exclamó Ham, y cogió el receptor.
El director del aeródromo informó a Doc adónde se dirigió el autogiro a encontrarse con el hombre que telefoneó. El lugar estaba en Nueva Jersey.
Doc lo localizó en el mapa. Estaba situado en la parte montañosa de dicho estado.
Ham colgó el receptor.
—Están preparando el avión de caza, Doc —dijo.
Doc Savage tardó menos de diez minutos en llegar al campo de aviación militar, subir al aparato y despegar.
Poseía ahora un aeroplano de guerra.
Volando hacia el Sur, comprendió el propósito del enemigo al apoderarse del autogiro. El lugar estaba situado a corta distancia de Nueva York, y por consiguiente el individuo probablemente estaría allí.
Con seguridad procuraría destruir el autogiro y crear toda clase de dificultades a los audaces compañeros.
—Sea quien fuere, parece que está dispuesto a impedir nuestra llegada al lugar de mi herencia —concluyó Savage.
AL pasar sobre el río Delaware, zambulló el aparato y probó la ametralladora disparando contra su sombra reflejada en el agua.
De pronto aparecieron unas risueñas colinas. Cogiendo unos anteojos escudriñó el terreno.
Entre el verde follaje de los árboles se veían innumerables y pintorescas granjas. Por último, en un prado, no lejos de la carretera, descubrió su autogiro.
Junto al aparato había un automóvil y dos hombres; uno de ellos encañonaba con un revólver al otro.
El hombre de la pistola, asustado por la persecución de que era objeto, al divisar al potente avión, sólo pensó en huir.
Abandonando al inocente piloto del autogiro, el enmascarado corrió en dirección del aparato. Su pistola disparó un tiro en el depósito del combustible.
La gasolina empezó a salir en dos hilillos. El desconocido encendió una cerilla y la tiró al líquido. El autogiro quedó al instante envuelto en llamas.