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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (41 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Tomad asiento, lord Cyllan. —Arturo le indicó el asiento vacío de Mordred—. ¿Gustáis un poco de queso o de vino? El pan es reciente.

Cyllan se quitó el yelmo de hierro, terminado en una feroz máscara de lince.

—Señor —anunció con voz de trueno—, vengo con una queja.

—Y con el estómago vacío, sin duda —le interrumpió Arturo—. ¡Sentaos! Darán de comer a vuestra escolta en las cocinas. ¡Y recoged la espada!

Cyllan se rindió a la falta de protocolo de Arturo. Partió una hogaza por la mitad y cortó un buen pedazo de queso.

—Tristán —explicó secamente cuando Arturo le preguntó el motivo de la queja. Cyllan habló con la boca medio llena de comida, detalle que hizo estremecer de repulsión a Ginebra—. El Edling ha huido a estas tierras, señor —prosiguió el paladín de Kernow—, llevando consigo a la reina. —Tomó un cuerno de vino y lo apuró de un trago—. El rey Mark desea que vuelvan.

Arturo no respondió, se limitó a tamborilear con los dedos en el borde de la mesa.

Cyllan siguió engullendo queso y pan y volvió a servirse vino.

—Ya es mal suficiente —prosiguió tras un eructo prodigioso— que el Edling haya... —hizo una pausa y miró a Ginebra de soslayo, luego corrigió la frase—... esté con su madrastra.

Ginebra le interrumpió para pronunciar la palabra que Cyllan no se había atrevido a pronunciar en su presencia. El emisario asintió, enrojeció y prosiguió.

—No es cierto, señora. No es que haya copulado con su propia madrastra sino que ha robado a su padre la mitad del tesoro. Ha roto dos votos, señor. El de obediencia hacia su propio padre y el de respeto a su reina; y hemos sabido que se les ha dado asilo cerca de Isca.

—Tengo entendido que el príncipe se halla en Dumnonia —replicó Arturo sin entusiasmo.

—Y mi rey quiere que vuelva, quiere que vuelvan los dos. —Cyllan, una vez transmitido el mensaje, atacó al queso de nuevo.

El consejo reanudó la sesión y Cyllan se quedó estirando las piernas al sol. A los tres candidatos a la magistratura se les pidió que aguardaran y el controvertido tema de la iglesia de Sansum fue postergado para debatir la respuesta de Arturo al rey Mark.

—Tristán —dije— siempre ha sido amigo de nuestro país. Luchó con nosotros cuando nadie más lo hizo. Llevó hombres al valle del Lugg. Estuvo en Londres con nosotros. Merece nuestro apoyo.

—Ha roto juramentos hechos a un rey —adujo Arturo en tono preocupado.

—Juramentos paganos —dijo Sansum, como si tal argumento aliviara la falta de Tristán.

—Pero ha robado dinero —añadió el obispo Emrys.

—Dinero que pronto sería suyo por derecho —dije en defensa de mi viejo compañero de batallas.

—Y eso es precisamente lo que preocupa al rey Mark —añadió Arturo—. Ponte en su lugar, Derfel, ¿qué temerías más?

—¿La escasez de princesas? —dije.

Arturo desaprobó mi ligereza frunciendo el ceño.

—Teme que Tristán vuelva a Kernow al frente de un grupo de lanceros. Teme la guerra civil. Teme que su hijo se haya cansado de esperar su muerte, y tiene razón al temerlo.

—Señor —dije—, Tristán nunca ha sido Calculador. Actúa impulsivamente. Se ha enamorado tontamente de la esposa de su padre, no pretende robarle el trono.

—Todavía no —replicó Arturo como un mal presagio—, pero lo hará.

—Si damos refugio a Tristán, ¿qué hará el rey Mark? —inquirió Sansum astutamente.

—Incursiones —replicó Arturo—. Quemar algunas granjas, robar ganado. O enviar lanzas para llevarse a Tristán vivo. Sus naves podrían hacerlo. —Entre los reinos de Dumnonia, sólo los hombres de Kernow eran buenos navegantes, y los sajones, en sus primeras invasiones, aprendieron a temer las barcas alargadas de los lanceros de Mark—. Sería una irritación constante. Diez o doce campesinos y sus esposas muertos todos los meses. Habrá que destinar un centenar de lanceros a la frontera hasta que todo se arregle.

—Caro —comentó Sansum.

—Excesivamente caro —asintió Arturo con tristeza.

—El rey Mark debe recuperar su dinero a toda costa —insistió Emrys.

—Y a la reina, seguramente —dijo Cythryn, uno de los magistrados del consejo—. Me imagino que el orgullo del rey Mark no le permitirá dejar tal insulto sin venganza.

—¿Qué le sucederá a la niña si regresa? —preguntó Emrys.

—Eso —replicó Arturo con firmeza— es asunto que sólo concierne al rey Mark, y no a nosotros. —Se frotó la larga y huesuda cara con ambas manos—. Creo —añadió con cansancio— que debemos meditarlo. —Sonrió—. Hace mucho tiempo que no voy a esa parte del mundo. Tal vez sea el momento de volver. ¿Me acompañarías, Derfel? Eres amigo de Tristán, tal vez a ti te escuche.

—Es un placer, señor —dije.

El consejo acordó que Arturo mediara en el asunto; enviaron a Cyllan de vuelta a Kernow con un mensaje donde se describía lo que Arturo se disponía a hacer y luego, con doce de mis hombres, cabalgamos hacia el sudoeste al encuentro de los amantes errantes.

El viaje empezó con alegría, a pesar de la delicada empresa que nos aguardaba al final. Nueve años de paz habían aumentado la riqueza del país y, si el buen tiempo estival no cambiaba y a pesar de las negras predicciones de Culhwch, todo prometía una gran cosecha. Mucho complacieron a Arturo los campos bien cuidados y los nuevos silos. Lo saludaban a la entrada de todos los pueblos y villas, y siempre cálidamente. Los niños cantaban a coro ante él y depositaban regalos a sus pies: muñecas de trigo, cestos de frutas o pellejos de zorro. Él repartía oro a cambio, discutía de cuantos problemas hubiera en el lugar, conversaba con el magistrado residente y proseguía su camino. La única nota desagradable fue la hostilidad de los cristianos, pues en casi todos los pueblos había un pequeño grupo de ellos que insultaba a Arturo hasta que sus vecinos acallaban las voces o expulsaban a los responsables. Abundaban las iglesias nuevas, erigidas generalmente en los mismos lugares donde antes hubiera una fuente o pozo motivo de adoración pagana. Los templos eran producto de la actividad de los misioneros de Sansum y me pregunté por qué los paganos no emplearían a hombres semejantes que viajaran por los caminos predicando entre los campesinos. Las nuevas iglesias cristianas eran, efectivamente, pequeñas, simples chozas de paja y adobe con un cruz clavada en el hastial, pero proliferaban; los sacerdotes más iracundos maldecían a Arturo por ser pagano y detestaban a Ginebra por su adhesión a Isis. A Ginebra nunca le importó que la odiaran, pero a Arturo le disgustaban los rencores religiosos. En aquel viaje a Isca, detúvose numerosas veces a conversar con los cristianos que le escupían, pero sus palabras no hacían efecto. A los cristianos no les importaba que hubiera logrado la paz en el reino, ni que ellos mismos hubieran prosperado, sólo insistían en que Arturo era pagano.

—Son como los sajones —me comentó apesadumbrado, tras dejar atrás a otro grupo hostil—; no se quedarán tranquilos hasta que todo lo posean.

—En tal caso, deberíamos darles el mismo trato que a los sajones, señor —dije—. Enfrentarlos a unos con otros.

—Ya luchan unos contra otros —replicó Arturo—. ¿Entiendes esa discusión sobre pelagianismo?

—Ni siquiera lo intentaría —repliqué frívolamente, aunque en realidad, la discusión se encarnizaba de día en día; un bando de cristianos acusaba al otro de herejía y ambos mataban a sus oponentes—. ¿Vos lo entendéis?

—Eso creo. Pelagio se negó a creer en la maldad intrínseca del género humano, mientras que otros como Sansum y Emrys dicen que todos nacemos en pecado. —Se detuvo—. Sospecho —prosiguió al cabo— que si yo fuera cristiano sería pelagiano. —Pensé en Mordred y me pareció que sí, que el género humano podía ser intrínsecamente malo, pero no dije nada—. Yo creo en la humanidad —añadió Arturo— mucho más que en cualquier dios.

Escupí al borde del camino para espantar el mal que sus palabras pudieran atraer.

—A veces me pregunto —dije— si las cosas habrían sido diferentes de haber conservado Merlín la olla mágica.

—¿Aquel puchero viejo? —Arturo se rió—. ¡Hace años que ni me acuerdo de eso! —Sonrió al recordar los viejos tiempos—. Nada habría cambiado, Derfel —prosiguió—. A veces pienso que Merlín se ha pasado la vida coleccionando tesoros y, en cuanto los tuvo todos, no le quedó nada por hacer. No se atrevió a poner su magia en funcionamiento porque sospechaba que no desencadenaría nada.

Miré de reojo la espada que le colgaba de la cadera, uno de los trece tesoros, pero nada comenté pues había prometido a Merlín no revelar a Arturo el verdadero poder de Excalibur.

—¿Pensáis que Merlín incendió su propia torre? —le pregunté.

—A veces lo he sospechado —confesó.

—No —dije con firmeza—, él creía. Y a veces, me parece que se atreve a soñar que vivirá para encontrar otra vez los tesoros.

—Pues más vale que se apresure —dijo Arturo con aspereza— porque no creo que le quede mucho tiempo.

Pasamos aquella noche en el antiguo palacio del gobernador romano de Isca, donde vivía Culhwch. Lo hallamos sumido en la preocupación, no por causa de Tristán sino porque la ciudad estaba infestada de cristianos fanáticos. La misma semana anterior, un grupo de jóvenes cristianos había invadido los templos paganos de la ciudad, habían tirado al suelo las estatuas de los dioses y habían ensuciado las paredes con excrementos. Los lanceros de Culhwch detuvieron a unos cuantos profanadores y llenaron las mazmorras, pero estaba preocupado por el futuro.

—Si no reducimos ahora a esos rufianes —dijo—, irán a la guerra por su dios.

—Absurdo —dijo Arturo quitándole importancia. Culhwch negó con la cabeza.

—Quieren un rey cristiano, Arturo.

—El año que viene tendrán a Mordred —replicó.

—¿Es cristiano? —preguntó Culhwch.

—Si es que es algo —dije yo.

—Pero a él no lo quieren —replicó Culhwch sombríamente.

—Entonces, ¿a quién quieren? —preguntó Arturo, intrigado por los avisos de su primo.

—A Lancelot —dijo, tras vacilar un momento, y se encogió de hombros.

—¡Lancelot! —repitió Arturo jocosamente—. ¿Acaso no saben que mantiene abiertos sus templos paganos?

—No saben nada de él —contestó Culhwch—, pero tampoco les hace falta. Piensan en él como el pueblo pensaba en vos durante los últimos años de vida de Uther. Piensan que él los va a liberar.

—¿Liberarlos de qué? —pregunté socarronamente.

—De nosotros los paganos, claro —dijo Culhwch—. Insisten en que Lancelot es el rey cristiano que los llevará a los cielos. ¿Y sabéis por qué? Por el águila pescadora que lleva en el escudo. Tiene un pez entre las patas, ¿os acordáis? Y el pez es un símbolo cristiano. —Escupió asqueado—. No saben nada de él —repitió—, pero ven el pez y piensan que es una señal de su dios.

—¿Un pez? —Arturo no creía una palabra de todo lo que Culhwch le contaba.

—Un pez —insistió el primo de Arturo—. A lo mejor adoran a una trucha. ¿Cómo voy a saberlo yo? Adoran a un espíritu santo, a una virgen y a un carpintero, ¿por qué no a un pez, también? ¡Esos cristianos están locos!

—No están locos —dijo Arturo—, ansiosos, tal vez.

—¡Ansiosos! ¿Habéis asistido a alguna ceremonia suya últimamente? —preguntó Culhwch a su primo en tono desafiante.

—No, desde la boda de Morgana.

—Pues venid a verlo con vuestros propios ojos.

Era de noche y habíamos terminado de cenar, pero Culhwch insistió en que nos pusiéramos mantos oscuros y lo siguiéramos a la calle saliendo por una puerta lateral del palacio. Subimos por un callejón oscuro hasta el foro donde los cristianos tenían su capilla, en un antiguo templo romano antes dedicado a Apolo y convenientemente restregado y encalado para borrar el paganismo antes de dedicarlo al cristianismo. Entramos por la puerta occidental y encontramos un nicho oscuro donde, imitando a la gran multitud de adoradores, nos arrodillamos.

Culhwch nos dijo que los cristianos acudían allí a orar todas las noches y que cada noche, después del reparto de pan y vino que el sacerdote hacía entre los fieles, se producía el mismo frenesí. El pan y el vino eran mágicos, el cuerpo y la sangre de su dios, decían, y nos quedamos mirando mientras los cristianos se agolpaban ante el altar para recibir aquellas migajas. Al menos la mitad de los presentes eran mujeres y, tan pronto como hubieron recibido el pan que les daba el sacerdote, entraron en éxtasis. Ya había visto tan extraños fervores antes, pues las ceremonias paganas de Merlín solían terminar con mujeres gritando y bailando alrededor de las hogueras del Tor, y las que en aquel momento vi se comportaban de modo muy similar. Bailaban con los ojos cerrados y levantaban las manos, moviéndolas sin parar hacia el techo, donde el humo de las antorchas y del incienso formaba una niebla espesa. Algunas gritaban extrañas palabras, otras entraban en trance y simplemente miraban con fijeza la estatua de la madre de su dios; algunas se retorcían en el suelo, pero la mayoría bailaban siguiendo el ritmo del canto de tres sacerdotes. Los hombres miraban sin más, aunque algunos se unieron al baile y fueron los primeros en desnudarse el torso y, con unas correas de nudos, se azotaron la espalda. Eso sí que me dejó perplejo, pues jamás había visto nada semejante, pero mi perplejidad pronto se convirtió en horror cuando las mujeres se unieron a los hombres y empezaron a gritar presas de un delirio gozoso mientras las correas hacían saltar la sangre en sus pechos y espaldas.

—¡Es una locura! —musitó Arturo, pues le pareció deleznable.

—Y va extendiéndose —añadió Culhwch sombríamente. Una mujer se azotaba la espalda desnuda con una cadena oxidada y sus frenéticos gritos retumbaban en la gran cámara de piedra mientras espesos goterones de sangre iban salpicando el suelo.

—Y pasan así toda la noche —dijo Culhwch.

Los fieles habían ido acercándose poco a poco hasta rodear a los transidos que bailaban y nosotros tres quedamos aislados en nuestro nicho oscuro. Un sacerdote nos descubrió y se acercó rápidamente.

—¿Habéis comido el cuerpo de Cristo? —preguntó en tono de apremio.

—Hemos comido ganso asado —contestó Arturo cortésmente, poniéndose en pie.

El sacerdote nos miró con fijeza y, al reconocer a Culhwch, le escupió en la cara.

—¡Pagano! —gritó—. ¡Idólatra! ¿Te atreves a profanar el templo de Dios? —Golpeó a Culhwch, un grave error, pues éste respondió con un empujón que lo mandó lejos por el suelo, pero el altercado llamó la atención de algunos y una exclamación se elevó entre los que miraban a los bailarines que se flagelaban.

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