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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (43 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Isolda dejó escapar un grito al verlos y después, presa de pánico, echó a correr desesperada, huyendo de su esposo, pero en la empalizada no había más que una entrada y el enorme palanquín de Mark la cerraba por entero, de modo que volvió corriendo a la fortaleza donde estaba atrapado su amado. Las puertas de la fortaleza estaban guardadas por los hombres de Culhwch, que impidieron el paso a Cyllan y al resto de los lanceros de Mark. Isolda lloraba, Tristán gritaba y Arturo rogaba. El rey Mark ordenó que posaran las angarillas frente a la puerta de entrada y allí aguardó hasta que Arturo, pálido y tenso, salió y se arrodilló ante él.

El rey de Kernow tenía grandes mofletes y la cara surcada de capilares rotos, la barba rala y blanca, la respiración, superficial y ronca, y los ojos pegajosos de légañas. Indicó a Arturo que se levantara y se bajó como pudo de la silla; de pie sobre sus gordas e inseguras piernas siguió a Arturo hasta la choza más grande. Era un día cálido, pero Mark no se deshizo del manto de piel de foca con que se cubría como si aún tuviera frío. Entró en la choza apoyado en el brazo de Arturo; dentro habían dispuesto un par de asientos.

Culhwch, asqueado, se plantó a la entrada de la fortaleza con la espada desenvainada. Yo me quedé a su lado y, detrás de nosotros, la morena Isolda lloraba.

Arturo permaneció en la choza una hora entera, al cabo de la cual salió y nos miró a su primo y a mí. Exhaló una especie de suspiro y luego entró en la fortaleza pasando de largo entre nosotros. No oímos sus palabras pero sí el llanto de Isolda.

Culhwch fulminaba con la mirada a los lanceros de Kernow rogando que uno lo desafiara, pero nadie se movió. Cyllan, el paladín, permanecía inmóvil junto a la verja con una gran lanza de guerra y su enorme espadón.

Isolda gritó de nuevo y, de pronto, Arturo salió a la luz del sol y me asió del brazo.

—Ven, Derfel.

—¿Y yo, qué? —preguntó Culhwch en tono desafiante.

—Manten la guardia —le dijo Arturo—, que nadie entre en la fortaleza. —Se alejó y le seguí los pasos.

No dijo nada mientras subíamos la colina que se levantaba frente a la fortaleza, ni cuando seguimos el sendero empinado, ni tampoco cuando llegamos a la alta cima del acantilado. El farallón del cabo se adentraba en el mar a nuestros pies, el agua rompía alta y ascendía hecha espuma para caer hacia levante con el viento incesante. El sol brillaba sobre nuestras cabezas, pero mar adentro cerníase un gran nubarrón y Arturo se quedó mirando la lluvia oscura que caía sobre las olas vacías. El viento hacía ondear su manto blanco.

—¿Conoces la leyenda de Excalibur? —me preguntó repentinamente.

Mejor que él, me dije, pero no pronuncié una palabra sobre los tesoros de Britania.

—Sé, señor —dije, aunque ignoraba el porqué de tal pregunta en semejante ocasión—, que Merlín la ganó en un concurso de sueños en Irlanda y que os la confió a vos en Las Piedras.

—Y me dijo que si alguna vez me encontraba en un apuro grave, lo único que tenía que hacer era desenvainarla, hundirla en tierra y Gofannon acudiría desde el otro mundo para ayudarme. ¿No es así?

—Sí, señor.

—Entonces, ¡Gofannon! —gritó al viento del mar al sacar la gran hoja—. ¡Ven! —Y con tal invocación hundió la hoja en tierra brutalmente.

Una gaviota gritó en el aire, el mar lamió la rocas al retirarse de nuevo a las profundidades y el viento salobre nos agitó los mantos, pero no acudió ningún dios.

—Que los dioses me ayuden —dijo Arturo por fin, con la mirada fija en la hoja temblorosa—. ¡Cuánto he deseado matar a ese monstruo seboso!

—¿Y por qué no lo habéis hecho? —pregunté con voz ronca.

No respondió inmediatamente, vi que las lágrimas le corrían por las hundidas mejillas.

—Les he ofrecido la muerte, Derfel —dijo—, rápida e indolora. —Se secó las mejillas con los puños y después, con una ira súbita, dio una patada a la espada—. ¡Dioses! —Escupió a la hoja oscilante—. ¿Qué dioses?

Saqué a Excalibur del suelo y limpié la tierra de la punta. No quiso volver a cogerla, de modo que la dejé respetuosamente sobre una peña gris.

—¿Qué les va a suceder, señor? —pregunté.

Se sentó en otra piedra. Permaneció un largo rato en silencio, contemplando la lluvia a lo lejos, en el mar, con las mejillas inundadas de lágrimas.

—He vivido, Derfel —dijo— según los juramentos que he hecho. No conozco otra forma, pero esos juramentos me contrarían, como tendría que suceder a todos los hombres, porque coartan el libre albedrío y, ¿quién de nosotros no quiere ser libre? Pero si los abandonamos, perdemos la guía y nos sumimos en el caos. Caemos, simplemente, y no somos mejores que las bestias. —De pronto, no pudo continuar, sólo lloraba.

Yo miraba la masa gris del mar. Me pregunté dónde nacerían y morirían aquellas olas tan grandes.

—Supongamos —dije— que ofrecer votos fuera un error.

—¿Un error? —Me miró de hito en hito y a volvió perderse en el océano—. A veces —prosiguió sin entusiasmo— los juramentos no pueden cumplirse. No logré salvar el reino de Ban, aunque bien sabe Dios que lo intenté, pero no pudo ser. De modo que falté a mi palabra y pagaré por ello, mal que no fuera por voluntad propia. Aún tengo que matar a Aelle, y ese voto debo mantenerlo, no lo he roto aún sino que he retrasado su cumplimiento. Prometí rescatar Henis Wyren de manos de Diwrnach, y lo haré. Acaso tal compromiso fue un error, pero estoy obligado a llevarlo a cabo. Es decir, ahí tienes la respuesta. Aunque un juramento sea un error, tienes obligación de cumplirlo porque lo has jurado —Se secó las mejillas—. Es decir, sí, un día tengo que mandar mis lanzas contra Diwrnach.

—Ningún juramento os ata a Mark —dije con amargura.

—Ninguno, pero Tristán sí está comprometido, y también Isolda.

—¿Nos afectan a nosotros sus juramentos? —pregunté.

Miró la espada. El gris acero, cincelado con volutas intrincadas y cabezas de dragón de larga lengua, reflejaba las nubes lejanas, oscuras como la pizarra.

—Una espada y una piedra —dijo en voz baja, pensando tal vez en el momento en que Mordred se convirtiera en rey. De pronto se puso en pie dando la espalda a Excalibur y mirando tierra adentro, hacia las verdes colinas—. Supongamos —me dijo— que dos votos se contradicen. Supongamos que hubiera jurado luchar por ti y que hubiera jurado combatirte como enemigo, ¿qué juramento habría de cumplir?

—El que hubierais pronunciado primero —contesté, porque conocía la ley tan bien como él.

—¿Y si ambos se pronunciaron al mismo tiempo?

—En tal caso, tendríais que someteros al juicio del rey.

—¿Por qué del rey? —me confundía como si yo fuera un lancero novato aprendiendo las leyes de Dumnonia.

—Porque vuestro juramento al rey —repliqué obedientemente— está por encima de todos los demás juramentos, y vuestro deber primero es para con él.

—De modo que el rey —dijo con convicción— es el guardián de nuestros juramentos, y sin rey no queda más que una maraña confusa de votos contradictorios. Sin rey, sólo hay caos. Todos los juramentos llevan al rey, Derfel, todas nuestras obligaciones terminan en el rey y todas nuestras leyes son patrimonio del rey. Si desafiamos al rey, desafiamos el orden. Podemos luchar contra otros reyes e incluso matarlos, pero sólo cuando amenacen al nuestro y a su orden justo. El rey, Derfel, es la nación y nosotros pertenecemos al rey. Hagamos lo que hagamos, tú o yo, debemos hacerlo siempre en favor del rey.

Sabía que no hablaba de Mark y Tristán. Pensaba en iMordred, y por eso me atreví a decir en voz alta el pensamiento no pronunciado que tanto pesaba sobre Dumnonia desde hacía muchos años.

—Hay muchos, señor —comencé— que opinan que el rey deberíais ser vos.

—¡No! —gritó al viento—. ¡No! —repitió más calmado, mirándome.

—¿Por qué no? —pregunté, mirando la espada que reposaba en la peña.

—Porque se lo juré a Uther.

—Mordred no es apto para el trono. Y vos lo sabéis, señor.

—Derfel —replicó mirando de nuevo al mar—, Mordred es nuestro rey, y eso es todo lo que tenemos que saber tú y yo. Tiene nuestra palabra. No podemos juzgarlo, él nos juzgará a nosotros; de modo que si tú o yo decidimos que el rey sea otro, ¿dónde quedaría el orden? Si un hombre se apodera injustamente del trono, cualquiera podría hacer lo mismo. Si lo tomara yo, ¿por qué no habría de disputármelo otro cualquiera? El orden desaparecería y nos hundiríamos en el caos.

—¿Creéis que a Mordred le interesa el orden? —pregunté con amargura.

—Creo que Mordred todavía no ha sido proclamado debidamente. Creo que tal vez cambie cuando asuma los grandes deberes. Más probable me parece que no llegue a cambiar, pero por encima de todo, Derfel, creo que es nuestro rey y que debemos soportarlo porque es nuestra obligación, nos guste o no. En todo este mundo, Derfel —dijo, recogiendo a Excalibur de pronto y señalando el vasto horizonte con un amplio movimiento de la hoja—, en este mundo sólo hay un orden seguro: el orden del rey. No el de los dioses, que se han marchado de Britania. Merlín creyó que podría hacerlos regresar, pero fíjate cómo está Merlín ahora. Sansum nos dice que su dios tiene poder y tal vez sea cierto, pero para mí no. Yo sólo veo reyes, y en los reyes se concentran nuestros juramentos y nuestros deberes. Sin ellos, seríamos fieras salvajes en liza por un territorio —Envainó a Excalibur con determinación—. Tengo que apoyar a los reyes porque sin ellos sólo habría caos, y por eso he dicho a Tristán e Isolda que deben someterse a juicio.

—¡A juicio! —exclamé, y escupí en la tierra.

—Se les acusa de robo —replicó Arturo fulminándome con la mirada—. Se les acusa de quebrantar juramentos, se les acusa de fornicación. —Al decir la última palabra se le torció la boca y tuvo que darme la espalda para escupir al mar.

—¡Están enamorados! —protesté y, como no dijo nada, lo ataqué más directamente—. ¿Y vos, Arturo ap Uther, tuvisteis que someteros a juicio cuando faltasteis a un juramento? Y no me refiero al de Ban sino a la palabra que disteis cuando os comprometisteis con Ceinwyn. ¡Rompisteis un compromiso y nadie os llevó ante el tribunal!

Se volvió iracundo hacia mí y, durante unos instantes, creí que iba a desenvainar a Excalibur otra vez para acometerme, pero se estremeció y permaneció inmóvil. Las lágrimas le brillaban en los ojos de nuevo. Tardó largo en rato volver a hablar y, por fin, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Falté a aquel juramento, cierto, Derfel. ¿Crees que no lo he lamentado?

—¿Y no vais a permitir que Tristán falte a otro?

—¡Es un ladrón! —replicó furioso—. ¿Crees que podemos arriesgarnos a padecer años de ataques en la frontera por culpa de un ladrón que fornica con su madrastra? ¿Serías capaz de ir a hablar con las familias de los campesinos muertos en la frontera y justificar su muerte en nombre del amor de Tristán? ¿Crees que las mujeres y los niños deben morir porque un príncipe esté enamorado? ¿A eso llamas justicia?

—Creo que Tristán es amigo nuestro —contesté, y como no me dijo nada, escupí a sus pies—. ¿Mandasteis recado a Mark, no es así? —le acusé.

—Sí. Le mandé un mensajero desde Isca.

—¡Tristán es amigo nuestro! —le reproché a gritos. Arturo cerró los ojos.

—Ha robado a un rey —insistió con tozudez—. Le ha robado oro, esposa y honor. Ha quebrado votos. Su padre quiere justicia y yo he jurado cumplir con la justicia.

—Pero es amigo vuestro —insistí—, ¡y mío!

Abrió los ojos y me miró.

—Derfel, un rey acude a mí pidiendo justicia. ¿Debo negársela a Mark porque sea viejo, gordo y feo? ¿Por ventura la juventud y la belleza merecen una justicia pervertida? ¿Por qué he luchado durante todos estos años, sino para asegurar que la justicia sea igual para todos? —Estaba suplicándome en aquellos momentos—. Cuando veníamos hacia aquí y pasamos por todos los pueblos y villas, ¿la gente huía al ver nuestras espadas? ¡No! ¿Y por qué? Porque saben que en el reino de Mordred hay justicia. Y ahora, sólo porque un hombre yace con la esposa de su padre ¿quieres que eche a perder toda la justicia como si fuera una carga inconveniente?

—Sí —dije—, porque se trata de un amigo y porque si lo obligáis a someterse a juicio lo declararán culpable. No tiene la menor oportunidad de salvarse —argüí con amargura— porque Mark es el único testigo con derecho.

Arturo sonrió tristemente al reconocer los hechos que yo quería que recordara. Me refería a nuestro primer encuentro verdadero con Tristán, un encuentro relacionado también con asuntos legales, una injusticia flagrante que en aquel caso estuvo a punto de perpetrarse porque el acusado era un testigo con derecho. Según nuestra ley, el testimonio de un testigo con derecho era incontrovertible. Aunque mil personas juraran lo contrario, sus testimonios carecían de valor ante la palabra de un lord, un druida, un sacerdote, un padre refiriéndose a sus hijos, alguien que hubiera hecho un regalo y hablara del regalo, una doncella con respecto a su virginidad, un pastor con respecto a sus rebaños o un condenado que pronunciara sus últimas palabras. Y Mark era lord, un rey; su palabra estaba por encima de la de príncipes y reinas. Ningún tribunal de Britania escucharía a Tristán e Isolda, y Arturo lo sabía. Pero Arturo había jurado defender la ley.

Sin embargo, en aquel lejano día en que Owain estuvo a punto de pervertir la justicia por usar su privilegio de testigo con derecho para mentir, Arturo apeló al tribunal de espadas. El propio Arturo luchó por Tristán contra Owain, y ganó.

—Tristán —le dije— podría apelar al tribunal de espadas.

—Eso es un privilegio —dijo Arturo.

—Y yo soy su amigo —repliqué fríamente—, puedo luchar por él.

Arturo me miró de hito en hito como si acabara de descubrir la hondura de mi hostilidad.

—¿Tú, Derfel?

—Lucharé por Tristán —repetí fríamente— porque es amigo mío. Como lo fuisteis vos en otro tiempo.

—Puedes hacer uso de tal privilegio —comentó por fin, tras unos segundos—, pero yo he cumplido con mi deber. —Se alejó unos pasos y lo seguí a diez de distancia; cuando él se detenía me detenía yo también y cuando se giraba a mirarme yo volvía la cabeza a otro lado. Iba a luchar por un amigo.

Arturo ordenó secamente a los lanceros de Culhwch que escoltaran a Tristán e Isolda a Isca; decretó que el juicio se celebraría allí. El rey Mark podía presentar un juez y los dumnonios otro.

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