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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (20 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—¿Y Lancelot no os retó por ella? —preguntó Igraine desconcertada.

—Ojalá lo hubiera hecho —respondí con dureza—. Me habría gustado sobremanera.

—¡Y Ceinwyn se decidió sin más! —exclamó, admirada por la mera osadía de aquella mujer. Se puso en pie y se acercó a la ventana, donde permaneció un momento escuchando la canción de Maelgwyn—. ¡Pobre Ciwenhwyvach! —dijo de pronto—. La hacéis parecer fea, gorda y sin gracia.

—Así era en verdad, desgraciadamente.

—No todo el mundo puede ser hermoso —dijo con la seguridad del que sabe que lo es.

—No —admití—, pero vos no queréis oír historias de gente común. Queréis la Britania de Arturo vibrante de pasión, pero yo no podía sentir pasión alguna por Gwenhwyvach. El amor no obedece más ley que la de la belleza y la lujuria. ¿Ansiáis un mundo justo? Pues imaginadlo sin reyes, reinas, lores, pasión ni magia. ¿Os placería tan insípido mundo?

—Eso no tiene nada que ver con la belleza —protestó Igraine.

—Al contrario. ¿A qué se debe vuestro rango más que a la circunstancia accidental de vuestro nacimiento? ¿Qué es vuestra belleza sino un mero accidente? Si los dioses —dije, pero tuve que detenerme a corregir mis palabras—, si Dios nos quisiera iguales, nos habría hecho iguales, y si todos fuéramos iguales ¿de qué se alimentarían vuestros romances?

—¿Creéis en la magia, hermano Derfel? —me preguntó en tono desafiante, decidida a cambiar de tema.

—Sí —respondí tras pensarlo un poco—. Aun siendo cristianos, podemos creer en ella, pues ¿qué son los milagros, sino magia?

—¿Es cierto que Merlín podía hacer que la tierra se cubriera de niebla?

—Todo lo que Merlín hacía, señora —respondí con el ceño fruncido—, tenía otra explicación. La niebla viene del mar y todos los días se encuentran cosas que se han perdido.

—¿Y los muertos vuelven a la vida?

—Como Lázaro —respondí— y también Nuestro Señor. —Me santigüé e Igraine, respetuosa, me imitó.

—¿Pero Merlín regresó de entre los muertos?

—No sé si estaba muerto —repuse con prudencia.

—¿Pero Ceinwyn estaba segura?

—Lo mantuvo hasta el día de su muerte, señora.

Igraine retorcía entre los dedos el cordón trenzado de su vestido.

—¿Pero acaso la magia de la olla no consistía en devolver la vida?

—Eso dicen.

—Y que Ceinwyn descubriera la olla mágica no pudo ser sino cosa de magia —afirmó.

—Quizá, pero también pudo ser sentido común. Merlín pasó muchos meses reuniendo fragmentos de recuerdos sobre Ynys Mon. Sabía dónde estaba el centro sagrado de los druidas, junto a Llyn Cerrig Bach, y Ceinwyn se limitó a llevarnos hacia el lugar más cercano donde la olla podía haber sido puesta a buen recaudo. Aunque es cierto que lo vio en sueños.

—Del mismo modo que vos en Dolforwyn —dijo Igraine—. ¿Qué fue lo que Merlín os dio de beber?

—Lo mismo que Nimue dio a Ceinwyn en Llyn Cerrig Bach —dije—, probablemente una infusión de sombrerillo rojo.

—¡La seta! —exclamó horrorizada, y yo asentí con la cabeza.

—Ésa es la razón de que me estremeciera y no fuera capaz de tenerme en pie —dije.

—¡Podríais haber muerto! —se escandalizó.

—Pocos son los que mueren a causa del sombrerillo rojo y, además, Nimue sabía lo que se traía entre manos. —Prefería omitir que la mejor manera de prevenir un accidente con el sombrerillo rojo era que el hechicero comiera la seta y luego diera a beber una copa de su orina al que tenía que soñar—. O quizás utilizara cornezuelo de centeno —dije en cambio—. Aunque creo que fue sombrerillo rojo.

Igraine frunció el ceño al oír que Sansum ordenaba al hermano Maelgwyn que dejara de cantar la canción pagana. El santo está de un humor más irritable que de costumbre. Siente dolor al orinar; tal vez tenga una piedra. Todos rogamos por él.

—¿Y luego qué ocurrió? —preguntó Igraine olvidándose del ampuloso discurso de Sansum.

—Regresamos a Powys. Volvimos a casa.

—¿Con Arturo? —preguntó animada.

—Con Arturo —respondí orgulloso, pues ésta es su historia, la historia de nuestro amado señor de la guerra, de nuestro legislador, de nuestro Arturo.

Aquella primavera en Cwm Isaf fue maravillosa. Quizás era el amor lo que me hacía ver plenitud y brillo por doquier, pero creo que el mundo nunca había estado tan poblado de prímulas y mercuriales, campanillas y violetas, azucenas, lirios y grandes macizos de perifollo. Las mariposas azules campaban por la pradera, de donde arrancamos las enmarañadas matas de grama que crecían bajo los manzanos rebosantes de flores rosadas. Los torcecuellos cantaban entre las ramas floridas, cerca del río había lavanderas y un aguzanieves anidó bajo el techo de paja. Teníamos cinco becerros, todos sanos, glotones y de mirada mansa, y Ceinwyn quedó encinta.

Al regresar de Ynys Mon, forjé dos anillos en los que grabé la cruz de los amantes, distinta de la cristiana. Aquellos anillos los solían lucir las muchachas cuando dejaban de ser doncellas. Muchas llevaban un torzal de paja de sus amantes a modo de insignia y las mujeres de los lanceros se ponían un aro de guerrero con la cruz grabada; las damas de más alto rango raramente usaban anillos, pues los tenían por símbolos vulgares. Algunos hombres también los utilizaban, como Valerin, el comandante de Powys, que llevaba uno con la cruz de los amantes cuando murió en el valle del Lugg. Valerin era el prometido de Ginebra antes de que ella conociera a Arturo.

Nuestros anillos eran aros de guerrero hechos con el metal de un hacha sajona, pero antes de separarme de Merlín, que seguía su camino en dirección sur hacia Ynys Wydryn, arranqué secretamente un fragmento de los adornos de la olla, una diminuta espada de oro que esgrimía uno de los guerreros. Se desprendió con facilidad y la guardé en la bolsa. Una vez en Cwm Isaf, llevé el trocito de oro y los dos aros a un artesano del metal y vi cómo fundía el oro y hacía con él dos cruces que luego incrustó en el hierro. No aparté la vista ni un momento para asegurarme de que no sustituía el oro que le había entregado y, cuando el trabajo estuvo hecho, me puse uno de los anillos y le llevé el otro a Ceinwyn, que al verlo se echó a reír.

—Un torzal de paja habría hecho el mismo servicio, Derfel —dijo.

—El oro de la olla siempre será mejor —respondí, y desde entonces no nos los quitamos, para disgusto de la reina Helledd.

Arturo fue a vernos un día de aquella deliciosa primavera. Me encontró desbrozando el campo de grama con el torso desnudo, una tarea tan interminable como hilar. Me dio una voz desde el río y luego subió a grandes pasos y me saludó. Iba vestido con una camisa de lino gris y largos calzones oscuros, y no llevaba espada.

—¡Así trabajan los hombres! —se burló de mí.

—Arrancar grama es más pesado que luchar —gruñí, y me llevé las manos a los riñones—. ¿Habéis venido a ayudar?

—He venido a ver a Cuneglas —dijo, y se sentó en una piedra junto a uno de los manzanos diseminados por la hierba.

—¿La guerra? —pregunté, como si Arturo tuviera algún otro interés en Powys, y él asintió.

—Ha llegado el momento de reclutar lanzas, Derfel. Sobre todo —añadió con una sonrisa— las de los guerreros de la olla mágica. —Después insistió en que le contara la historia con todo detalle, aunque ya la debía de haber oído una docena de veces, y cuando hube terminado, tuvo el donaire de disculparse por haber dudado de la existencia de la olla. Estoy seguro de que todavía pensaba que era un disparate, y peligroso además, pues el éxito de nuestra empresa había provocado las iras de los cristianos dumnonios, que, tal como había dicho Galahad, creían que éramos instrumentos del maligno. Merlín se había llevado la preciosa olla de vuelta a Ynys Wydryn y la había puesto a buen recaudo en la torre. A su debido tiempo, invocaría sus vastos poderes, pero ya entonces, por el mero hecho de estar en Dumnonia y a pesar de la hostilidad de los cristianos, la olla había renovado las esperanzas del país.

—Aunque confieso —me dijo Arturo— que mayor confianza me inspira ver reunirse los ejércitos de lanceros. Cuneglas me ha dicho que se pondrá en marcha la semana que viene, los silurios de Lancelot se han concentrado en Isca y los hombres de Tewdric ya están dispuestos para la partida. Será un año seco, Derfel, un buen año para la lucha.

Me mostré de acuerdo. Los fresnos habían reverdecido antes que los robles, indicio de un verano seco, lo que significaba que las barreras de escudos se asentarían en terreno firme.

—¿Dónde queréis colocar a mis hombres? —pregunté.

—Conmigo, naturalmente —respondió, e hizo una pequeña pausa para sonreír maliciosamente—. Pensé que me felicitarías, Derfel.


¿A
vos, señor? —pregunté fingiendo que nada sabía para darle la oportunidad de que me anunciara las nuevas.

—Ginebra dio a luz hace un mes —dijo con una sonrisa amplísima—. ¡Un niño, un hermoso niño!

—¡Señor! —exclamé como si me sorprendiera la novedad, aunque ya nos lo habían contado hacía una semana.

—¡Un niño sano y tragón! Buena señal. —No cabía en sí de gozo, pero es que siempre se había complacido enormemente con las cosas más ordinarias de la vida, soñaba con una familia numerosa en una casa sólida y rodeada de campos bien cuidados—. Le hemos puesto de nombre Gwydre —dijo, y repitió el nombre con cariño—, Gwydre.

—Bonito nombre, señor —dije, y a mi vez le anuncié el embarazo de Ceinwyn. Arturo de inmediato decretó que nuestro hijo debería ser una niña, que como era natural se casaría con Gwydre llegado el momento. Me pasó un brazo por los hombros y juntos llegamos andando hasta la casa, donde encontramos a Ceinwyn desnatando un plato de leche. Arturo la abrazó cálidamente y la convenció de que dejara la tarea para los sirvientes y saliera a charlar al sol.

Nos sentamos en el banco que Issa había construido bajo el manzano que crecía junto a la puerta y Ceinwyn le preguntó por Ginebra. —

—¿Fue fácil el parto? —preguntó.

—Sí. —Tocó un amuleto de hierro que llevaba colgado al cuello—. ¡Fue realmente fácil y ella está bien! —exclamó haciendo una mueca—. Le preocupa un poco que tener un hijo la haga envejecer, pero eso es una tontería. Mi madre nunca pareció una vieja y tener un niño le sentará bien. —Sonrió imaginando que Ginebra amaría a su hijo tanto como él. Gwydre no era su primer hijo, ya que Ailleann, su amante irlandesa, le había dado dos mellizos, Amhar y Loholt, que ya eran suficientemente mayores para ocupar un puesto en la barrera de escudos, pero Arturo no deseaba su compañía—. No me aprecian —confesó cuando le pregunté por los gemelos—, pero les agrada nuestro viejo amigo Lancelot. —Nos miró como disculpándose por haber pronunciado tal nombre—. Lucharán con sus hombres.

—¿Luchar? —preguntó Ceinwyn con cautela.

—He venido para llevarme a Derfel lejos de vos, señora mía —respondió Arturo con una sonrisa amable.

—Traedlo de vuelta, señor —fue todo lo que dijo ella.

—Cubierto de riquezas que bastarían para un reino —prometió Arturo y se volvió a mirar los muros bajos de Cwm Isaf, la abultada techumbre de paja que mantenía el calor del hogar y el enorme montón de estiércol que humeaba bajo el hastial.

No era tan grande como la mayoría de las casas de campo dumnonias, pero cualquier hombre libre y próspero de Powys se habría sentido orgulloso de una propiedad semejante, y nosotros nos encontrábamos a gusto. Pensé que Arturo haría algún comentario comparando mi presente humildad con las futuras riquezas y me dispuse a defender Cwm Isaf, pero en cambio adoptó una expresión de pesadumbre.

—Te envidio, Derfel.

—Todo lo que tengo es vuestro, señor —respondí al percibir ansiedad en su voz.

—Estoy condenado a vivir entre pilares de mármol y altísimos frontones —dijo, y se rió quitándole importancia—. Parto mañana. Cuneglas nos seguirá dentro de diez días. ¿Vendrás con él? Antes, si es posible. Trae cuantos víveres podáis cargar.

—¿Adonde? —pregunté.

—A Corinium —respondió, y luego se puso en pie, miró hacia el valle y me sonrió—. Sólo unas palabras más.

—Tengo que dejaros, no quiero que Scarach escalde la leche —dijo Ceinwyn, que captó la clara insinuación—. Que volváis victorioso, señor.

Se puso en pie y se despidió de Arturo con un abrazo. Mi señor y yo fuimos a pasear por el valle, donde admiró las cercas recién entretejidas, los manzanos bien podados y la presa donde habíamos construido un pequeño vivero de peces en el río.

—No te acostumbres demasiado a esta tierra, Derfel —me dijo—. Quiero que vuelvas a Dumnonia.

—Nada me gustaría más, señor —respondí, sabiendo que no era Arturo el que me retenía lejos de mi tierra, sino Ginebra y su aliado Lancelot.

—Ceinwyn parece muy feliz —dijo sonriendo, para cambiar de tema.

—Ciertamente; ambos lo somos.

—Acaso descubras —dijo, tras un instante de duda, con la autoridad del que acaba de ser padre— que el embarazo la vuelve turbulenta.

—Hasta ahora no, señor —respondí—, aunque ha cumplido pocas semanas.

—Eres afortunado de tener una mujer como ella —dijo suavemente y, al recordarlo, creo que fue la primera vez que oí la más ligera queja de Ginebra—. Tener un hijo comporta una gran tensión —añadió apresuradamente—, y los preparativos de guerra no ayudan. No puedo estar en casa cuanto quisiera. —Se detuvo junto a un roble añoso y hendido por un rayo y, aunque su tronco chamuscado había quedado partido en dos, el viejo árbol se esforzaba en echar nuevos brotes verdes—. Debo pedirte un favor —me dijo con cautela.

—Lo que sea, señor.

—No te precipites, Derfel; no sabes de qué se trata. —Se quedó en silencio y, viendo los apuros que pasaba para hacer la petición, supe que sería espinosa. Durante unos momentos no pudo decir palabra al respecto, miró hacia los bosques del extremo sur del valle y murmuró algo acerca de ciervos y campanillas.

—¿Campanillas? —pregunté, seguro de haberlo entendido mal.

—Me preguntaba por qué los ciervos no comen campanillas —dijo evasivamente—. Es lo único que no prueban.

—Lo ignoro, señor.

Volvió a dudar un instante y luego me miró a los ojos.

—He convocado un encuentro de adeptos de Mitra en Corinium —dijo por fin.

Supe lo que se avecinaba e hice de tripas corazón para afrontarlo. La guerra me había proporcionado muchas satisfacciones, pero ninguna tan preciada como los compañeros del culto a Mitra, el dios romano de la guerra que había permanecido en Britania cuando los romanos la abandonaron. Únicamente los elegidos por los iniciados eran admitidos a su culto, y éstos procedían de todos los reinos, de modo que tan pronto luchaban juntos como en bando diferentes, pero cuando se reunían en el pabellón de Mitra, reinaba la paz entre ellos y sólo admitían en sus huestes a los más valientes entre los valientes. Ser iniciado equivalía a recibir el beneplácito de los mejores guerreros de Britania, un honor que no concedería yo con ligereza a ningún hombre. Naturalmente, a las mujeres no se les permitía adorar a Mitra y, de hecho, si alguna llegara a presenciar los misterios, sería castigada con la muerte.

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