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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (19 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—Todo va bien —respondió ella con tranquilidad, y se acurrucó entre sus brazos. Era la única que no parecía sorprendida por su magnífico aspecto y su evidente buena salud.

—¡Sólo que estamos rodeados por un ejército más numeroso! —añadió en son de burla—. ¿Qué le vamos a hacer? Lo mejor en un caso de apuro suele ser sacrificar a alguien. —Recorrió con una mirada expectante los rostros pasmados que lo rodeaban. Había recobrado el color y la energía maliciosa de costumbre—. ¿Derfel, quizás?

—¡Señor! —protestó Ceinwyn.

—¡Tú no, señora! No, no, no, no, no. Ya has hecho bastante.

—Nada de sacrificios, señor —dijo Ceinwyn.

Merlín sonrió. Nimue parecía dormida en sus brazos, pero para el resto no habría más descanso. Una lanza se estrelló contra las rocas más bajas y el estrépito hizo que Merlín me tendiera su báculo.

—Trepa hasta lo más alto, Derfel, y sostén la vara apuntando a poniente. Recuerda, hacia poniente, no hacia oriente. Intenta hacer algo bien en tu vida, ¿quieres? Ya sé que cuando se quiere algo bien hecho tiene que hacerlo uno mismo, pero no pienso despertar a Nimue. ¡Arrea!

Tomé el báculo y subí peña arriba hasta el punto más alto y una vez allí, siguiendo las instrucciones de Merlín, lo dirigí hacia el horizonte marino.

—¡No embistas con él! —me gritó Merlín—. ¡Señala! ¡Siente su poder! ¡No es un cayado de pastor, rapaz, es un báculo de druida!

Sostuve la vara hacia el oeste y los jinetes negros de Diwrnach debieron de oler la magia, porque sus hechiceros empezaron a aullar y un grupo de lanceros se precipitó pendiente arriba amenazándome con las armas.

—Ahora —dijo Merlín al tiempo que las lanzas caían a mis pies—, transmítele poder, Derfel. ¡Transmítele poder! —Me concentré en el báculo pero no sentí nada, aunque Merlín pareció satisfecho de mis esfuerzos—. Ya puedes bajarlo y descansar un poco —dijo—. Por la mañana nos espera una buena caminata. ¿Queda algo más de queso? Me zamparía un saco entero.

Permanecimos tumbados al relente. Merlín no estaba dispuesto a hablar de la olla ni de su enfermedad, pero nuestro estado de ánimo era muy distinto. Renació la esperanza. Viviríamos. Fue Ceinwyn la que primero vio el camino de salvación. Me tocó en el costado y luego señaló hacia la luna; vi entonces que lo que había sido una nítida forma brillante estaba empañada por una especie de torques de trémula neblina semejante a un anillo de gemas pulverizadas, tales eran la intensidad y el brillo de la luz lunar que se reflejaba en las minúsculas gotas.

Merlín seguía hablando de queso, indiferente a la luna.

—Había una mujer en Dun Seilo que hacía el mejor queso blanco del mundo. Creo recordar que lo envolvía en hojas de ortiga y luego lo dejaba reposar seis meses en un cuenco de madera empapado de orines de carnero. ¡Orines de carnero! Algunos se fían de las supersticiones más absurdas, pero de todos modos aquel queso era insuperable. —Chasqueó la lengua risueñamente—. Obligaba a su pobre marido a recoger los orines. ¿Cómo lo hacía? Nunca le pregunté. Tal vez cogía al animal por los cuernos y le hacía cosquillas ¿no?, o a lo mejor engañaba a su mujer y le daba sus propios orines. Eso es lo que yo habría hecho. Parece que ya no hace tanto frío, ¿verdad?

El resplandeciente velo helado que envolvía la luna se habían disipado, pero no por ello su contorno aparecía menos bello, sino que reverberaba en la sutil bruma traída por un cálido aliento de poniente. El brillo de las estrellas se empañó, se disolvió la escarcha de las piedras en un espejeo de humedad y cesó el crudo frío. Podíamos tocar la punta de las lanzas sin quemarnos. Se empezó a levantar un banco de niebla.

—Los dumnonios, ya se sabe, se empeñan en que su queso es el mejor de Britania —siguió diciendo Merlín con toda seriedad, como si no tuviéramos nada mejor que hacer que escuchar una lección sobre el queso—, y debe admitirse que bueno lo es, pero suele pecar de duro. Recuerdo que en una ocasión Uther se rompió un diente comiendo queso de una granja cercana a Lindinis. ¡Se le partió en dos! Al pobre le duró semanas el dolor. No podía soportar que le arrancaran los dientes e insistía en que utilizara la magia, pero, por extraño que parezca, la magia nunca surte efecto con los dientes. Con los ojos, sí; con el vientre, siempre; e incluso a veces con los sesos, aunque en estos tiempos escaseen tanto en Britania, pero con los dientes, jamás. Tengo que ocuparme de ese asunto cuando tenga tiempo. ¡Andad con cuidado, porque me encanta arrancar dientes! —Nos dedicó una sonrisa forzada para enseñarnos su perfecta dentadura, bendición poco común de la que también Arturo disfrutaba, porque los demás sufríamos constantes dolores de muelas.

Levanté la vista y observé que las rocas más altas estaban casi ocultas por la niebla, que cada vez era más densa. Era niebla de druida, que se cuajaba, blanca y espesa, bajo la luna para envolver toda la isla de Ynys Mon en un denso manto de vapor.

—En Siluria —prosiguió Merlín—, sirven unos cuencos de bazofia blancuzca a la que se empeñan en llamar queso. Es tan repelente que ni los ratones la comen, pero ¿qué puede esperarse de Siluria? ¿Querías decirme algo, Derfel? Pareces inquieto.

—Niebla, señor —dije.

—Eres muy observador —dijo en tono de admiración—. ¿Por qué no sacas la olla del pozo? Es hora de irse, Derfel, es hora de irse.

Y nos fuimos.

LA GUERRA MALOGRADA
4

—¡No! —protestó Igraine cuando vio que era el último pergamino.

—¿No? —pregunté amablemente.

—¡No podéis dejar la historia en ese punto! —dijo—. ¿Qué ocurrió?

—Que nos fuimos, naturalmente.

—¡Oh, Derfel! —exclamó arrojando el pergamino a la mesa—. ¡Conozco marmitones que contarían la historia mejor que vos! ¿Qué ocurrió después? ¡Insisto!

Y se lo conté.

Ya alboreaba y la niebla tenía consistencia de lana, tan espesa era que cuando descendimos de las rocas y nos reunimos entre los matojos de la parte alta de la colina, dar un paso habría significado perderse. Merlín nos hizo formar en cadena, cada uno asido al manto del precedente y, con la olla atada a mi espalda, bajamos como pudimos en fila. Merlín, sosteniendo la vara con el brazo extendido, nos condujo por entre los Escudos Sangrientos que nos rodeaban y ninguno nos vio. Oímos a Diwrnach gritando que se dispersaran, pero los jinetes negros sabían que la niebla era mágica y prefirieron quedarse junto a las fogatas. Aun así, aquellos primeros pasos fueron la parte más peligrosa de nuestro viaje.

—Pero cuentan que desaparecisteis —insistió la reina—. Los hombres de Diwrnach dijeron que abandonasteis la isla volando. ¡Todo el mundo conoce la historia! Mi madre me la contó. ¡No podéis decir que simplemente salisteis andando!

—Pero así fue.

—¡Derfel! —me regañó.

—Ni desaparecimos —repliqué con paciencia—, ni salimos volando, pese a lo que vuestra madre os haya contado.

—Entonces, ¿qué ocurrió? —preguntó, desencantada todavía con la vulgar versión de la historia.

Caminamos durante horas siguiendo a Ninme, que poseía una extraordinaria habilidad para orientarse en la niebla y en la noche. También Nimue condujo a mi banda guerrera la víspera de la batalla del valle del Lugg. En aquellos momentos, entre la espesa niebla invernal que cubría Ynys Mon, nos llevó hasta un gran túmulo cubierto de hierba que el pueblo antiguo había hecho. Merlín conocía el lugar, donde, según contó, había dormido años atrás, y ordenó a tres de mis hombres que apartaran las piedras que bloqueaban la entrada, situada entre dos taludes curvos de tierra cubierta de hierba que sobresalían en forma de cuernos. Luego, uno tras otro, nos arrastramos hasta el negro interior del túmulo.

El pueblo antiguo había construido aquella sepultura amontonando rocas enormes para formar un pasillo central del que partían seis estancias menores; posteriormente cubrieron el corredor y las estancias con losas de piedra, sobre las que apilaron tierra. No incineraban a sus muertos como nosotros, ni los sepultaban en la fría tierra como los cristianos, sino que los depositaban en las cámaras de piedra en las que todavía descansan, cada cual con sus tesoros: copas de cuerno, astas de ciervo, puntas de lanza de piedra, cuchillos de pedernal, un plato de bronce y un collar de preciosas cuentas de azabache ensartadas en un raído tendón. Merlín insistió en que no debíamos molestar a los muertos, pues nos daban hospedaje, así que nos hacinamos en el pasillo central y respetamos los osarios. Allí pasamos las horas cantando y relatando historias. Merlín nos dijo que los antiguos eran los guardianes de Britania antes de la llegada de los britanos, y que aún existían en algunos lugares. Él los conoció en los profundos valles perdidos de las tierras salvajes y aprendió su magia. Nos contó que cogían el primer cordero que nacía cada año, lo envolvían en mimbre y lo sepultaban en un terreno de pastoreo para que los siguientes corderos nacieran sanos y fuertes.

—Nosotros todavía lo hacemos —dijo Issa.

—Porque vuestros antepasados lo aprendieron de los antiguos —aseveró Merlín.

—En Benoic —dijo Galahad—, cogíamos la piel del primer cordero y la clavábamos en un árbol.

—También surte efecto. —La voz de Merlín, retumbó en el oscuro y frío corredor.

—Pobres corderos —dijo Ceinwyn, y todos reímos.

La niebla se disipó, pero en el interior del túmulo no teníamos conciencia de si era noche o día, excepto cuando desbloqueábamos la entrada para que alguno saliera a gatas. Teníamos que hacerlo de tanto en tanto para no vivir en medio de nuestros propios excrementos. Si cuando apartábamos las piedras era de día, nos escondíamos en los cuernos de tierra del túmulo y observábamos a los jinetes negros, que registraban afanosamente campos, cuevas, prados, peñas, cabañas y arboledas doblegadas por el viento. Cinco largos días duró la búsqueda, durante los cuales comimos los últimos restos de comida y bebimos el agua que se filtraba en el túmulo, hasta que finalmente Diwrnach entendió que nuestra magia era superior a la suya y abandonó. Aguardamos dos días más, en caso de que se tratara de un ardid para hacernos salir de nuestro escondrijo, y luego nos fuimos. Añadimos oro a los tesoros de los muertos en pago por su hospitalidad, bloqueamos de nuevo la entrada y nos encaminamos hacia el este bajo el sol de invierno. Alcanzamos la playa y, con las espadas, impulsamos dos barcas de pesca y dejamos atrás la isla sagrada. Pusimos rumbo a levante; jamás olvidaré el brillo del sol en los ornamentos de oro y la gran panza de plata de la olla, mientras las destrozadas velas nos impulsaban hacia tierras de levante, más seguras. Compusimos una canción durante el viaje por mar, la canción de la olla mágica, que aún en estos días se oye cantar alguna vez, aunque resulta pobre comparada con las composiciones de los bardos. Desembarcamos en Cornovia y desde allí caminamos en dirección sur, cruzamos Elmet y llegamos a las tierras amigas de Powys.

—He ahí la razón, mi señora —concluí—, de que todas las leyendas digan que Merlín desapareció.

—¿Los jinetes negros no registraron el túmulo? —preguntó Igraine con el ceño fruncido.

—En dos ocasiones —respondí—, pero no sabían que la entrada podía abrirse, o quizá sintieran temor de los espíritus de los muertos que lo habitaban. Además, Merlín había obrado un encantamiento de invisibilidad.

—Más me placería que hubierais salido volando —murmuró, y soltó un suspiro de desilusión—. Habría sido un relato mucho más interesante, pero, la historia de la olla no acaba aquí, ¿verdad?

—¡Ay de mí! No.

—Entonces...

—Entonces, la contaré a su debido tiempo —la interrumpí.

Hizo una mueca de disgusto. Aquel día llevaba la capa de lana gris ribeteada con pieles de nutria que tanto la favorece. Todavía no está encinta, lo que me hace pensar que o bien no está destinada a tener hijos, o bien su esposo, el rey Brochvael, pasa demasiado tiempo con su amante Nwylle. Hace frío, las ráfagas de viento azotan la ventana y avivan las tímidas llamas del fuego encendido en un hogar que podría albergar una fogata diez veces mayor que la que me permite el obispo Sansum. Oigo la reprimenda del santo varón al hermano Arun, el cocinero del monasterio. Las gachas de esta mañana quemaban y san Tudwal se escaldó la lengua. Tudwal es un niño de nuestro monasterio, el compañero en Jesucristo que más quiere el obispo; lo declaró santo el año pasado. El maligno siembra de trampas la senda de la verdadera fe.

—Así que vos y Ceinwyn... —dijo Igraine acusadoramente.

—¿Qué?

—Fuisteis su amante —dijo Igraine.

—De por vida, señora —confesé.

—¿Nunca os casasteis?

—Nunca. Ella hizo un juramento, ¿recordáis?

—Y tampoco se desgarró al parir —dijo Igraine.

—En el tercer parto estuvo a punto de morir, pero los otros fueron más fáciles.

Igraine se acurrucó junto al fuego con las manos tendidas hacia las míseras llamas.

—Sois un hombre afortunado, Derfel.

—¿Lo creéis?

—Por haber vivido un amor tan grande.

La reina tenía una expresión soñadora. No era mayor que Ceinwyn cuando yo la conocí, y era igualmente hermosa. Merecería un amor digno de las trovas de un bardo.

—Fui afortunado —admití.

Por la ventana, veo al hermano Maelgwyn afanado en preparar la provisión de leña del monasterio. Corta los troncos en dos con una cuña y un mazo, y tararea mientras labora. La canción cuenta los amores de Rhydderch y Morag, es decir, que tendrá que soportar una buena regañina tan pronto como el santo varón terminé de humillar a Arun. Somos hermanos en Cristo, nos dice el obispo, unidos por el amor.

—¿No se disgustó Cuneglas con su hermana por huir con vos? —me preguntó Igraine—. ¿Ni siquiera un poco?

—En absoluto —le dije—. Quería que fuéramos a vivir a Caer Sws, pero a nosotros nos gustaba Cwm Isaf, y a Ceinwyn nunca le agradó su cuñada. Helledd era refunfuñona y sus dos tías eran muy desabridas. Ninguna de las tres aprobó la conducta de Ceinwyn y se encargaron de propagar rumores escandalosos que nosotros jamás provocamos. —Hice una pausa al recordar los primeros días—. En verdad, mucha gente se mostró bondadosa —proseguí—. En Powys todavía quedaba cierto resentimiento por la traición del valle del Lugg, pues muchos habían perdido padres, hermanos o maridos, y el desaire de Ceinwyn en cierto modo los desagraviaba. Los complacía ver a Arturo y a Lancelot en tan incómoda situación, de modo que, aparte de Helledd y las dos desabridas tías de Ceinwyn, nadie fue desagradable con nosotros.

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