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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (16 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Improvisamos un lecho para Merlín en una de las barcas y luego Issa y yo trepamos hasta la fortaleza desierta a observar lo que ocurría tierra adentro. Una segunda columna de humo se elevaba al cielo desde el valle de robles retorcidos, pero fue la única novedad y no había enemigo a la vista. Sin embargo, allí estaban; no era preciso ver sus escudos empapados en sangre para saber que rondaban en las cercanías.

—Me parece, señor —dijo Issa tocando hierro—, que Ynys Mon es un buen lugar para morir.

—Mejor sería para vivir —respondí sonriendo.

—Pero seguramente nuestros espíritus estarán a salvo si morimos en la isla sagrada —dijo en tono angustiado.

—Estarán a salvo, y tú y yo cruzaremos juntos el puente de espadas —le prometí. Y Ceinwyn, me prometí a mí mismo, caminaría dos pasos por delante, porque la mataría yo mismo antes de que ningún hombre de Diwrnach le pusiera la mano encima. Desenvainé a Hywelbane, cuya larga hoja conservaba aún el hollín donde Nimue había escrito su encantamiento, y dirigí la punta hacia el rostro de Issa—. Júrame una cosa —le ordené.

—Decidme qué es —respondió arrodillándose.

—Issa, si muero y Ceinwyn sigue viva, mátala de un mandoble certero antes de que caiga en manos de los hombres de Diwrnach.

—Lo juro, señor —dijo, y besó la punta de mi espada.

Cuando subió la marea, las turbulentas corrientes se aquietaron y el mar quedó en calma, a excepción del suave oleaje que el viento levantaba y que puso a flote las dos barcas varadas en la playa de guijarros. Subimos las jacas a bordo y luego cada cual tomó su posición. Se trataba de unas embarcaciones largas y estrechas y, tan pronto como nos acomodamos entre redes pegajosas, los barqueros nos indicaron con gestos que debíamos achicar el agua que entraba por las ranuras abiertas entre las tablas embreadas. Recurrimos a los yelmos para devolver el mar a su lugar y, cuando los barqueros encajaron los largos remos en los toletes, rogué a Manawydan, el dios de los mares, que nos protegiera. Merlín se estremecía y tenía el rostro más pálido que nunca, de un nauseabundo color amarillento y manchado por la espuma que le caía de las comisuras de los labios. Estaba inconsciente y murmuraba misteriosas palabras en su delirio.

Los barqueros remaban cantando una extraña tonada, pero al llegar a la mitad del canal se quedaron en silencio. Se detuvieron y un hombre de cada barca señaló hacia la orilla que habíamos dejado atrás.

Miramos hacia allí. Al principio, sólo distinguí la franja oscura de la playa al pie de la blancura de la nieve y la negra pizarra de las montañas del fondo, pero después percibí algo negro y ondulante que se movía más allá de la playa de guijarros. Era una enseña, meros harapos que ondeaban atados a un palo; un instante después, asomó una línea de guerreros en lo alto de la playa. Se mofaban de nosotros, el frío viento nos hizo llegar sus risas, que oímos con claridad por encima del rumor de las olas. Todos iban montados en jacas desgarbadas y vestían jirones de tela negra que se agitaban al viento como gallardetes. Portaban escudos y las larguísimas lanzas tan del gusto de los irlandeses; ni los unos ni las otras me intimidaban, pero había algo salvaje en sus largas melenas y sus ropas andrajosas que me provocó un súbito escalofrío, aunque quizá se debió a la aguanieve que empezó a escupir el viento del oeste formando burbujas en la superficie gris del mar.

Los desharrapados jinetes negros observaron la llegada de las barcas a Ynys Mon. Los barqueros nos ayudaron a llevar hasta la orilla a Merlín y a las bestias, y luego empujaron las barcas de nuevo al mar.

—¿No deberíamos haber retenido aquí las barcas? —me preguntó Galahad.

—¿Cómo? —pregunté—. Tendríamos que habernos dividido, unos para vigilar las barcas y otros para acompañar a Ceinwyn y Nimue.

—¿Y cómo saldremos de la isla?

—Con la olla mágica todo será posible —afirmé, imbuido de la seguridad de Nimue. No tenía otra respuesta que ofrecerle y no osaba decirle la verdad. La verdad era que me creía condenado. Me sentía como si las maldiciones de los antiguos druidas hubieran empezado a cuajar en nuestros espíritus.

Desde la orilla, nos dirigimos al norte. Las gaviotas nos graznaban y daban vueltas alrededor de nosotros entre la aguanieve del aire mientras trepábamos por las rocas hasta alcanzar un desolado páramo interrumpido sólo por peladas peñas sobresalientes. En los viejos tiempos, antes de que los romanos arrastraran Ynys Mon, la tierra estaba densamente poblada de robles sagrados entre los que se celebraban los grandes misterios de Britania. Aquellos rituales gobernaban las estaciones en Britania, Irlanda e incluso la Galia, ya que allí moraban los dioses y sus vínculos con los hombres habían sido fortísimos antes de que fueran cercenados por las cortas espadas romanas de cruel filo. Pisábamos suelo sagrado, pero no por ello menos difícil, y apenas habíamos caminado una hora cuando llegamos a una vasta ciénaga que parecía impedir el acceso al interior de la isla. La bordeamos buscando un camino pero no lo había, de modo que, cuando la luz empezaba a declinar, tuvimos que usar el asta de las lanzas para rastrear un paso firme entre las espinosas matas bajas y los traicioneros lodazales que amenazaban con tragarnos. Las piernas se nos empaparon de barro helado y la aguanieve se nos colaba entre las pieles. Una de las jacas quedó embarrancada y la otra empezó a asustarse, de modo que las descargamos, distribuimos los bultos y las abandonamos.

Continuamos el penoso avance descansando de vez en cuando sobre los escudos circulares, que hacían las veces de barquichuelas y soportaban nuestro peso hasta que, inevitablemente, el agua salobre rebasaba los bordes y nos obligaba a erguirnos de nuevo. La aguanieve caía cada vez más densa y compacta, arrastrada por el viento que abatía la hierba de la ciénaga, y el frío nos calaba hasta los huesos. Merlín gritaba palabras extrañas y sacudía la cabeza de un lado a otro, mientras que mis hombres perdían fuerzas por momentos, minados por el frío y por la malevolencia de cualesquiera que fueran los dioses de aquella tierra devastada.

Nimue fue la primera en llegar al otro lado. Saltó de mata en mata mostrándonos el camino hasta terreno firme, donde se puso a hacer cabriolas para demostrarnos que el final estaba cerca. De pronto, se quedó inmóvil durante unos segundos y luego señaló con el báculo de Merlín hacia el lugar de donde veníamos.

Nos volvimos a mirar y descubrimos la presencia de los jinetes negros, pero en mayor número que antes; toda una horda de andrajosos Escudos Sangrientos nos observaba desde el otro extremo de la ciénaga. Enarbolaban tres harapientas enseñas y levantaron una a modo de irónico saludo antes de azuzar a sus jacas hacia levante.

—Nunca debí traeros aquí —le dije a Ceinwyn.

—Vos no me trajisteis, vine por mi propia voluntad —me dijo, y me rozó la cara con un dedo enguantado—. Y del mismo modo regresaremos, amor mío.

Dejamos atrás la ciénaga y seguimos cuesta arriba hasta que, tras un cerro bajo, divisamos un paisaje de pequeños campos diseminados entre espesos brezales e inesperados afloramientos rocosos. Necesitábamos un refugio donde pasar la noche y lo hallamos en un poblado de ocho chozas de piedra rodeadas de un muro de la altura de una lanza. No había un alma, pero era evidente que el lugar estaba habitado, ya que las pequeñas chozas de piedra estaban bien barridas y las cenizas del hogar todavía se mantenían tibias al tacto. Arrancamos la techumbre de turba de una de las chozas y cortamos las vigas de madera en leños, con los que prendimos una hoguera para Merlín, que no dejaba de tiritar y delirar. Establecimos la guardia, nos despojamos de las pieles e intentamos secar los empapados calzones y las botas.

Luego, cuando ya los últimos resplandores se apagaban en el cielo plomizo, trepé al muro y desde allí escruté los alrededores, pero nada vi.

La primera parte de la noche montamos guardia cuatro hombres, luego, Galahad y tres lanceros más vigilaron durante las horas restantes de oscuridad y lluvia, pero ninguno de nosotros oyó nada, fuera del viento y el crepitar del fuego en la cabaña. Nada oímos y nada vimos, pero con las primeras claridades descubrimos en un lado del muro una cabeza de oveja recién cortada que chorreaba sangre.

Nimue golpeó con furia la cabeza de oveja haciéndola caer de la albardilla del muro y luego gritó clamando al cielo. Cogió un puñado de polvo gris, que esparció sobre la sangre fresca, y recorrió el muro dándole golpes con la vara de Merlín, tras lo cual anunció que el maleficio había sido contrarrestado. La creímos porque deseábamos que fuera verdad, del mismo modo que deseábamos creer que Merlín no se moría, aunque estaba mortalmente pálido y respiraba superficialmente y en silencio. Intentamos que tomase los últimos restos de pan, pero escupió con desgana las migas que le dábamos.

—Es preciso encontrar la olla hoy mismo —dijo Nimue con calma—, antes de que muera.

Recogimos los bultos, cargamos los escudos a la espalda, empuñamos las lanzas y la seguimos en dirección norte.

Ella nos guiaba. Merlín le había contado cuanto sabía de la isla sagrada y tales conocimientos nos tuvieron caminando toda la mañana hacia el septentrión. Los Escudos Sangrientos aparecieron poco después de que abandonáramos el refugio y, a medida que nos acercábamos al objetivo, se mostraban más audaces; en todo momento teníamos a la vista veinte, al menos, y a veces el número llegaba a triplicarse. Formaban un anillo disperso a nuestro alrededor, pero se guardaban mucho de acercarse a nuestras lanzas. La aguanieve había cesado al amanecer dejando un viento frío y húmedo que abatía la hierba del páramo y levantaba los jirones negros de las capas de aquellos oscuros jinetes. Poco después de mediodía llegamos a un lugar que Nimue llamóLlyn Cerrig Bach, que significa «lago de piedras pequeñas», una oscura lámina de aguas poco profundas rodeada de cenagales. Nimue dijo que allí habían celebrado las ceremonias más sagradas los antiguos britanos, por lo que allí también empezaba nuestra búsqueda, aunque un lugar tan desolado no pareciera apto para encontrar el mayor tesoro de Britania. Hacia el oeste había un brazo de mar estrecho y poco profundo tras el cual se erguía otra isla, hacia el sur y el norte sólo se veían caseríos y rocas y hacia el este se levantaba una pequeña colina escarpada coronada por un grupo de peñas grises semejantes a las que habíamos pasado aquella misma mañana. Merlín yacía como muerto. Tuve que arrodillarme a su lado y acercar el oído a su pecho para percibir el débil silbido de cada trabajosa inspiración. Le puse la mano en la frente, noté que estaba frío y le besé en la mejilla.

—Vivid, señor, vivid —le susurré.

Nimue ordenó a uno de mis hombres que clavara una lanza en el suelo, y así lo hizo, agrietando la dura tierra con la punta. Luego, Nimue cogió media docena de mantos, los colgó del extremo de la lanza, puso piedras sobre los bajos y de tal guisa preparó una especie de tienda. Los jinetes negros nos rodearon, pero se mantuvieron a una distancia prudencial desde la que no podían atacarnos ni ser atacados por nosotros.

Nimue rebuscó a tientas entre las pieles de nutria hasta encontrar la copa de plata en la que me había dado a beber en Dolforwyn y un frasco de loza sellado con cera. Hizo una señal a Ceinwyn para que la siguiera y se metió en la tienda.

Esperé observando el levísimo oleaje que el viento levantaba en la negra superficie del lago hasta que, de pronto, Ceinwyn lanzó un alarido. Cuando volvió a gritar de aquella manera terrible, fui hacia la tienda, pero la lanza de Issa me cerró el paso. Galahad, que siendo cristiano no tenía que creer en nada de todo aquello, se alineó con mi lugarteniente con un encogimiento de hombros.

—Puesto que hemos llegado hasta aquí —me dijo—, continuemos hasta el final.

Ceinwyn gritó por tercera vez y Merlín le hizo eco con un débil y penoso suspiro. Me arrodillé junto a él y le acaricié la frente intentando no pensar en los horrores con los que Ceinwyn soñaba en la negra tienda.

—¡Señor! —me llamó Issa.

Me volví y advertí que miraba hacia el sur, donde un nuevo grupo de jinetes se había unido al anillo de Escudos Sangrientos. Los recién llegados montaban jacas en su mayoría, pero uno cabalgaba a lomos de un sombrío caballo negro y supe que tenía que ser Diwrnach. Su enseña, un poste con un travesaño del que colgaban dos calaveras y un puñado de cintas negras, ondeaba tras él. Vestía una capa negra, su caballo negro iba cubierto con una gualdrapa del mismo color y en la mano esgrimía una gran lanza negra, que alzó en vertical antes de reanudar lentamente la marcha. Avanzó solo y, a unos cincuenta pasos de nosotros, descolgóse el escudo e invirtiólo ostentosamente para demostrar que no iba en son de guerra.

Salí a su encuentro. Atrás quedaba Ceinwyn, jadeando y suspirando dentro de la tienda, en torno a la cual mis hombres habían formado un anillo protector.

El rey se protegía con una armadura de cuero negro bajo la capa, pero no llevaba yelmo. El escudo parecía de escamas oxidadas, aunque supuse que serían las capas de sangre seca, y el recubrimiento, la piel desollada de una niña esclava. Desmontó con el siniestro escudo colgando junto a la vaina de la larga espada negra y plantó el extremo de su enorme lanza en el suelo.

—Soy Diwrnach —dijo.

—Soy Derfel, lord rey —respondí con una inclinación de cabeza.

—Bienvenido a Ynys Mon, lord Derfel Cadarn —replicó sonriendo. Sin duda pretendía sorprenderme demostrando que conocía mi título y nombre completo, pero más me desconcertó el hecho de que su fisonomía fuera agradable. Me esperaba un espectro de nariz ganchuda, un ser de pesadilla, pero Diwrnach era un hombre en la primera etapa de la madurez, tenía la frente ancha, la boca grande y una barba negra bien recortada que acentuaba la severa línea de la quijada. Su apariencia en nada inspiraba locura, pero tenía un ojo rojo que era suficiente para infundir terror. Apoyó la lanza en el flanco de la montura y sacó una torta de avena de una alforja.

—Parecéis hambriento, lord Derfel —dijo.

—El invierno es época de hambre, lord rey.

—Sin embargo, no rechazaréis un pequeño regalo. —Partió en dos la torta de avena y me ofreció la mitad—. Comed.

Acepté la torta, pero luego dudé.

—Lord rey, he jurado no comer hasta cumplir mi propósito.

—¡Vuestro propósito! —se burló de mí; se metió lentamente en la boca su porción de torta y, cuando la hubo tragado, añadió—: No estaba envenenada, lord Derfel.

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