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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (44 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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El rey Mark estaba sentado en su asiento sin decir palabra. Había discutido para que el juicio se celebrara en Kernow pero debió de comprender que en realidad no importaba. Tristán no se presentaría a juicio porque jamás podría ganarlo, de modo que sólo podría recurrir a la espada.

El príncipe llegó a la puerta de la sala y miró a su padre a la cara. Mark le devolvió una mirada inexpresiva, Tristán estaba pálido y Arturo se hallaba entre los dos, con la cabeza gacha para no tener que mirar a ninguno de ellos.

Tristán no llevaba armadura ni escudo. Se había recogido el negro cabello, lleno de aros de guerrero, con una tira de tela blanca, arrancada del vestido de Isolda, seguramente. Vestía camisa, calzas y botas, con la espada ceñida a un lado. Se acercó a su padre y se detuvo a medio camino. Desenvainó, lo miró a los ojos implacables y clavó la hoja con fuerza en el suelo.

—Me someto al tribunal de espadas —declaró.

Mark se encogió de hombros y, al letárgico gesto de su mano, Cyllan se adelantó. Evidentemente, Tristán conocía la pericia del paladín, sin duda, pues se puso nervioso tan pronto como el hombretón, de barbas crecidas hasta la cintura, se despojó del manto. Cyllan se retiró el pelo del hacha tatuada y se colocó el yelmo de hierro. Luego se escupió en las manos, se frotó las palmas con la saliva y avanzó lentamente hasta la espada de Tristán, la cual tiró al suelo de un golpe. Tal gesto significaba que aceptaba el combate.

Desenvainé a Hywelbane.

—Yo lucharé por Tristán —dijo Culhwch. Se acercó y se situó a mi lado—. Tú tienes hijas, insensato —musitó.

—Y tú también.

—Pero yo me cargo a este sapo barbudo antes que tú, sajón, que eres un saco de tripas —añadió Culhwch cariñosamente. Tristán se interpuso entre nosotros y manifestó que él se enfrentaría con Cyllan en combate singular, que el combate le pertenecía a él y a nadie más; pero Culhwch le hizo retirarse con un gruñido—. He vencido a hombres que harían dos de este patán barbudo —le dijo.

Cyllan esgrimió su espadón y cortó el aire con la hoja.

—Cualquiera de vosotros —dijo en tono displicente—, no me importa cuál.

—¡No! —gritó Mark de pronto. Llamó a Cyllan y a dos lanceros más y los tres se arrodillaron junto a la silla del rey a escuchar sus instrucciones.

Culhwch y yo nos imaginamos que Mark estaría ordenando a sus tres hombres que lucharan uno contra cada uno de nosotros.

—Yo me quedo con el bellaco de la barba y la frente embadurnada —dijo Culhwch—; tú, con ese pedo de perro pelirrojo y mi señor príncipe que se las entienda con el calvo. ¿Los despachamos en dos minutos?

Isolda apareció sigilosamente. Parecía aterrorizada en presencia de Mark, pero se acercó a abrazarnos a Culhwch y a mí. Culhwch la envolvió en sus brazos pero yo me arrodillé y le besé la pequeña y blanca mano.

—Gracias —nos dijo con su triste vocecilla. Tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas. De puntillas, besó a Tristán y luego, con una mirada amedrentada a su esposo, volvió a refugiarse en las sombras de la sala.

Mark levantó la cabezota por encima del cuello del manto de foca.

—El tribunal de espadas —dijo con voz gangosa— exige que los hombres se enfrenten uno a uno. Siempre ha sido así.

—Pues enviad a vuestras vírgenes de una en una, lord rey —gritó Culhwch—, y las mataré de una en una.

—Un hombre, una espada —insistió Mark—; mi hijo ha solicitado hacer uso del privilegio, pues que luche él.

—Lord rey —dije—, según la costumbre, un hombre puede luchar por su amigo en el tribunal de espadas. Yo, Derfel Cadarn, solicito tal privilegio.

—Desconozco tal costumbre—mintió Mark.

—Arturo sí la conoce —repliqué con brusquedad—. Luchó por vuestro hijo en un tribunal de espadas y hoy seré yo quien luche.

Mark miró con ojos legañosos a Arturo, pero éste hizo un gesto negativo con la cabeza como si no quisiera entrar en la discusión. Mark volvió a dirigirse a mí.

—La ofensa de mi hijo es indecente —dijo—, y nadie sino él debe defenderlo.

—¡Yo lo defiendo! —exclamó Culhwch, y de nuevo se situó a mi lado reiterando que lucharía por Tristán. El rey se limitó a mirarnos, levantó la mano derecha e hizo un gesto cansino.

Los lanceros de Kernow, al mando del lancero pelirrojo y del calvo, formaron una barrera de escudos a la señal del rey, una barrera de a dos en fondo; la primera fila cerró la formación de escudos y la segunda los levantó para proteger las cabezas de los soldados de la primera. Entonces, a una orden, arrojaron las lanzas al suelo.

—¡Malditos! —exclamó Culhwch, pues comprendió lo que iba a suceder—. ¿Rompemos la barrera, lord Derfel? —me preguntó.

—Rompámosla, lord Culhwch —respondí en tono vengativo.

Éramos tres hombres contra cuarenta de Kernow. Avanzaron los cuarenta arrastrando los pies lentamente tras su tupida barrera de escudos, vigilándonos inquietos por debajo del borde del casco. No llevaban lanzas ni desenvainaron espadas, pues no iban a matarnos sino a inmovilizarnos.

Y Culhwch cargó contra ellos. Hacía años que no me veía en la necesidad de romper una barrera de escudos, pero la antigua locura me poseyó al gritar el nombre de Bel; luego grité el de Ceinwyn y cargué con la punta de Hywelbane contra los ojos de un hombre; éste apartó la cabeza a un lado y entonces empujé con el hombro en el punto donde su escudo se unía al de su compañero.

La barrera se abrió y grité triunfalmente al tiempo que golpeaba a un oponente en la nuca con la empuñadura de la espada; después la clavé hacia delante para ampliar la brecha. En el campo de batalla, a esas alturas del combate, mis hombres estarían empujando detrás de mí, abriendo más la brecha y empapando el suelo de sangre enemiga; pero mis hombres no estaban detrás ni se me oponían armas por delante, sólo escudos y más escudos y, aunque giraba en círculo haciendo silbar la hoja de Hywelbane en el aire, los escudos iban encerrándome inexorablemente. No me atrevía a matar a ningún lancero pues habría sido una deshonra, ya que ellos habían renunciado deliberadamente a sus armas y, despojado así de tal oportunidad, sólo podía tratar de asustarlos. Pero sabían que no mataría y el círculo de escudos se fue cerrando más y más a mi alrededor hasta que Hywelbane quedó inmovilizada en el tachón de hierro de un escudo; súbitamente, los escudos de Kernow me presionaron por todas partes.

Oí a Arturo dar una orden a voces; supuse que algunos lanceros de Culhwch y los míos se habrían aprestado a socorrer a sus señores y que Arturo se lo habría impedido. No deseaba que corriera la sangre entre Kernow y Dumnonia, sólo quería que el escabroso asunto terminara de una vez por todas.

Culhwch también estaba atrapado como yo. Gritaba rabiosamente a quienes lo mantenían cautivo, los llamaba infame, perros y gusanos, pero los hombres de Kernow cumplían órdenes. No debían herir a ninguno de los dos sino mantenernos inmóviles entre hombres y escudos. De tal forma tuvimos que presenciar, igual que Isolda, al campeón de Kernow, que se acercó al príncipe con la espada baja y se inclinó ante él.

Tristán supo que iba a morir. Se había quitado la tira de paño del pelo y la había atado a la hoja de la espada; en aquel momento la besó. Después, esgrimió la espada, tocó con ella la hoja del paladín y saltó hacia delante al ataque.

Cyllan lo esquivó. El choque de los aceros resonó en la empalizada y volvió a resonar con el segundo ataque de Tristán, que acometió con un movimiento rápido de arriba abajo, pero Cyllan lo evitó otra vez. Lo paró con toda facilidad, casi con aburrimiento. Tristán arremetió dos veces más y luego siguió asestando mandobles, moviendo la hoja y clavándola con la mayor velocidad de que era capaz, intentando desesperadamente agotar la defensa de Cyllan, pero sólo logró cansarse él y, al detenerse un momento para tomar aire y dar un paso atrás, el paladín atacó.

Fue un lance magistral, bello de ver para quien gustase del espectáculo de una espada bien esgrimida. Fue incluso una estocada piadosa, porque Cyllan acabó con el espíritu de Tristán en un abrir y cerrar de ojos. El príncipe no tuvo tiempo siquiera de volverse hacia la puerta en sombras del salón a mirar a su amada. Sólo pudo fijar la vista en el que le robaba la vida mientras la sangre se le escapaba por la garganta cercenada y teñía de rojo su camisa blanca; luego se le cayó la espada al tiempo que expiraba con un resuello atragantado y sofocado y, cuando el espíritu lo abandonó, cayó al suelo.

—Se ha hecho justicia, lord rey —declaró Cyllan sin entusiasmo al tiempo que sacaba la espada de la garganta de Tristán y se alejaba. Los lanceros que me rodeaban, y que no se habían atrevido a mirarme a los ojos, se retiraron. Levanté a Hywelbane y vi su hoja gris borrosa a causa de las lágrimas. Oí gritar a Isolda cuando los hombres de su esposo mataron a los seis lanceros que habían acompañado a Tristán y que en aquel momento defendían a su reina. Cerré los ojos.

No miraría a Arturo, no le hablaría. Me fui hasta el cabo a rezar a mis dioses y a rogarles que volvieran a Britania y, mientras oraba, los hombres de Kernow se llevaron a Isolda al lago salobre donde aguardaban las dos naves oscuras. Pero no se la llevaron a Kernow. La princesa de los Uí Liatháin, aquella niña de quince veranos que saltaba descalza entre las olas y cuya voz era un susurro en la sombra, como la de los espíritus de los marineros que cabalgan en los vientos viajeros del mar, fue atada a un mástil y rodeada de maderos, que tanto abundaban en la playa de Halewm; y allí, ante la mirada implacable de su esposo, fue quemada viva. El cuerpo de su amante fue incinerado en la misma pira.

No quise partir con Arturo; no quise hablar con él. Dejé que se marchara y aquella noche dormí en la vieja y oscura fortaleza donde habían dormido los amantes. Luego me fui a Lindinis, a casa, y entonces fue cuando confesé a Ceinwyn la masacre de los páramos de hacía muchos años, cuando maté inocentes en cumplimiento de un juramento. Le conté la muerte de Isolda en la hoguera, le conté que gritaba y gemía mientras su esposo miraba.

Ceinwyn me abrazó.

—¿No sabías que Arturo podía ser tan inclemente? —me preguntó en voz baja.

—No.

—Él es lo único que nos separa del horror —añadió—, ¿cómo podría ser, sino de granito?

Y todavía ahora, cuando cierro los ojos, veo a veces a aquella niña saliendo del mar con una sonrisa en la cara, el vestido blanco empapado y pegado a su menudo cuerpo y las manos tendidas hacia su amado. La veo cada vez que oigo a las gaviotas, pues su imagen no me abandonará hasta el día en que me muera y, aun después de la muerte, vaya donde vaya mi espíritu, allí estará ella; una niña quemada en la hoguera por un rey, por la ley, en Camelot.

9

Después del juramento de la Mesa Redonda no volví a ver a Lancelot ni a ninguno de sus esbirros durante mucho tiempo. Amhar y Loholt, los gemelos hijos de Arturo, vivían en Venta, la capital de Lancelot, y poseían sendas bandas de lanceros, pero los únicos combates que parecían librar tenían lugar en las tabernas. También los druidas Dinas y Lavaine residían en Venta, donde presidían un templo dedicado a Mercurio, un dios romano, y sus ceremonias rivalizaban con las que Lancelot celebraba en la iglesia del palacio, consagrada por el obispo Sansum. El obispo, que visitaba Venta frecuentemente, informaba de que los belgas parecían satisfechos con Lancelot, lo cual interpretábamos como que no se rebelaban abiertamente.

Lancelot y sus compañeros también visitaban Dumnonia, casi siempre para acercarse al palacio del mar, su vecino, pero a veces llegaban a Durnovaria para asistir a alguna fiesta importante, aunque yo evitaba coincidir con él si sabía que iba a presentarse, y Arturo y Ginebra jamás me pidieron que asistiera. Tampoco me invitaron al gran funeral que se celebró a la muerte de Elaine, la madre de Lancelot.

En realidad, Lancelot no era mal gobernante. No en el mismo sentido que Arturo, pues nada le importaban la justicia, y la ecuanimidad de los tributos ni el estado de los caminos, sencillamente pasaba por encima de tales cuestiones, pero como antes de su ascenso al trono nadie se ocupaba tampoco de ellas, la diferencia no se percibía. Lancelot, al igual que Ginebra, se ocupaba únicamente de su propio bienestar y, como ella, construyó un lujoso palacio que llenó de estatuas, pintó de arriba abajo y cubrió de extravagantes espejos donde admirar constantemente su propia imagen. El presupuesto para tales lujos salía de los tributos y, cuando resultaban gravosos, la compensación consistía en que las tierras de los belgas se libraban de correrías sajonas. Sorprendentemente, Cerdic mantenía su palabra con Lancelot, y los temidos lanceros sais jamás irrumpieron en los ricos campos de labranza de Lancelot.

Aunque tampoco tenían necesidad de saquear, pues Lancelot los había invitado a instalarse de por vida en su reino. Los largos años de guerra habían despoblado grandes extensiones de tierras feraces que comenzaban a cubrirse de árboles otra vez, de modo que Lancelot invitó al pueblo de Cerdic a que se instalara y labrara los campos. Los sajones juraron lealtad a Lancelot, limpiaron el terreno, construyeron nuevos pueblos, pagaron tributos y los lanceros se unieron a la banda de guerra de Lancelot. Contaban que la guardia de palacio estaba compuesta únicamente por sajones. Los llamaba la guardia sajona y los seleccionaba por su altura y el color del cabello. En aquellos días no llegué a verlos, aunque me los encontré por casualidad, y eran todos altos y rubios, armados con hachas pulidas como espejos. Se decía que Lancelot pagaba tributo a Cerdic, aunque Arturo lo negaba furiosamente siempre que el consejo le preguntaba si era cierto. A Arturo no le complacía que los sajones fueran invitados a establecerse como colonos en tierras britanas, pero, según decía, era un asunto que dependía de Lancelot, no del consejo y, al menos, reinaba la paz. Al parecer, todo se justificaba en nombre de la paz.

Lancelot alardeaba incluso de haber convertido a su guardia sajona al cristianismo, pues al parecer, no se había bautizado sólo por trámite sino que se había convertido realmente; al menos así me lo contó Galahad en una de sus frecuentes visitas a Lindinis. Me describió la iglesia que Lancelot había construido en el palacio de Venta y me dijo que todos los días cantaba un coro allí y un grupo de sacerdotes celebraba los misterios cristianos.

—Es todo bellísimo —comentaba Galahad con nostalgia. Esto sucedía antes de haber presenciado los éxtasis de Isca y no tenía la menor idea de que tamaño frenesí pudiera tener lugar, de modo que no le pregunté si en Venta ocurría lo mismo o si su hermano reforzaba entre los cristianos la idea de que él era una especie de salvador.

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